miércoles, 31 de octubre de 2018

HACER LIBROS



La artista Alejandra Arcuch ha publicado un libro que narra la historia de unos retratos por omisión, como si fuera la ilustración de un reportaje fotográfico sobre vandalismo urbano. La iniciativa tomó cuerpo bajo los cuidados de la editorial Otra Sinceridad (Rodrigo Araya/Gracia Fernández), que ha invertido en las posibilidades de un soporte que ofrece un gran potencial de desarrollo. Desde hace años he trabajado la hipótesis de desarrollo de un campo editorial sustituto en el terreno de las artes visuales. Hacer libros en las condiciones de exigencia formal de este soporte puede ser una alternativa de fortalecimiento de la escena, trabada por una crisis de expositividad de gran envergadura. En Chile, las condiciones de  enunciación del arte contemporáneo ha hecho estallar los límites de su presencia institucional.



No solo no hay suficientes lugares para exponer producciones actuales completamente adelgazadas por un arte que se ha pasado en limpio a sí mismo. La editorialidad es una plataforma sustituta que implica ciertas exigencias formales de nuevo tipo. Lo cual no significa reproducir el gesto de una primera generación de libro-de-artista, que hizo naufragar la iniciativa desde el momento en que comenzó a ser un pequeño modelo de negocios para tiempos de mayor deflación en un mercado local en crisis endémica. Todo lo cual no es más que una anécdota en un panorama deflacionario general.

He aquí, entonces, que aparece la coyuntura del foto-libro, como la piedra de salvación de la crisis formal del libro-de-artista. El espacio propio de la fotografía es el impreso, porque éste instala una pausa en la lógica de la aceleración audiovisual. Pero esta última posee, al menos, su propia industria. A los editores solo les queda su industriosidad para trabajar un soporte con la lentitud necesaria del aparato del grabado, para enfatizar la atención en el significante tecnológico y no el significado literal de las imágenes. La densidad de éstas depende de la consciencia de su naturaleza técnica. De este modo, el libro es un espacio convencional de experimentación lenta.

Se trata, entonces, de que los artistas hagan libros, a secas, no libros-de-artista. Ya banalizaron el concepto. Pero el libro, en su materialidad, se defiende. De ahí que la estrategia de corto plazo del foto-libro sea una solución temporal, que puede contribuir al fortalecimiento de una zona de productividad que, de hecho, ha sido sancionada positivamente por las últimas dos ferias de editores autónomos. Hay que seguir el ejemplo de las ediciones de poesía, que siempre, en Chile, marcaron la existencia de un modelo de producción autónomo, auto-producido, precario a veces, pero que denota la existencia de una experiencia de auto-edición que casi adquirió rasgos identitarios.

Sin embargo, la senda abierta por ediciones realizadas en torno y a partir de Juan Luis Martínez, Ronald Kay, Eugenio Dittborn, Carlos Leppe, Claudio Bertoni, Cecilia Vicuña, Diego Maquieira, Sybil Brintrub, por nombrar los que se vienen de inmediato a la cabeza, le han señalado al espacio reductivo de artes visuales un camino de lucha formal de alta exigencia.   Es en este camino que se han comprometido iniciativas como la de editorial Otra Sinceridad.

La historia narrada por Alejandra Arcuch remite a unos retratos por omisión, en dos sentidos. Por un lado, reproduce esculturas funerarias afectadas por un acto vandálico; y por otro lado, deslocaliza la representación de los cuerpos hacia los detalles de pliegue del drapeado. Tenemos, entonces, esculturas decapitadas cuya mutilación es compensada por la atención puesta en los pliegues que recogen la energía deflacionada por la violencia. La representación del vestuario realiza, casi, la función de un sudario para que la mirada adquiera una compensación por diferencia de relieves. En estas fotografías, los pliegues se sintomatizan como una firma en un mundo sometido a la pulsión de la borradura. Pero borrar no es sinónimo de olvidar. Al contrario, las cabezas, en estos retratos, brillan por su ausencia.  

La operación de riesgo en el trabajo de Alejandra Arcuch se traslada hacia el retrato de la omisión dolosa. Toda omisión es dolosa. Resume el efecto de una desaparición. Más que eso, al estar situada en cementerios, a esa estatuaria de la vigilancia le es sustraída toda función simbólica. La vigilancia depende de condiciones de visibilidad efectivas que no pueden ser mantenidas. No hay cuidado para que persista la imagen de una protección ceremonial que denota la ruina del poder social de los referentes, como un calco “hacia adentro” de la vida urbana; es decir, la ciudad como contexto mayor que acoge la acción instituyente de los aparatos de producción de la exclusión regulada (prisión, hospital, cementerio). Ahí reside el carácter político de este trabajo, que condensa aquello que, debiendo permanecer secreto, se manifiesta. Pero ¿qué es lo que importa? Que se manifiesta, impreso.



El punto de partida del trabajo de Alejandra Arcuch fue el recuerdo de una noticia que ha adquirido el estatuto ominoso de un “mito urbano”. Se sabe que a finales de los años noventa, un grupo de sicarios hizo varias campañas por zonas de patrimonialidad declarada en cementerios de Santiago y Valparaíso, decapitando las esculturas de mayor relevancia. Eran crímenes patrimoniales por encargo, detrás de los cuáles estaba un grupo de anticuarios que había decidido innovar en el negocio de las ruinas, poniendo en el mercado cabezas de esculturas sin declarar su origen. Es decir, los compradores que buscaban esas cabezas sabían perfectamente que éstas eran el producto de un acto de profanación de sus propias memorias de clase. Lo cual condujo a las autoridades de los cementerios a llevar este caso a la Justicia.

La policía logró detener a algunos miembros de estas bandas, pero como suele ocurrir, no se llegó a encausar a ningún alto comanditario. En el fondo, los anticuarios se convirtieron –sabiéndolo sin saberlo- en los principales saqueadores de los activos visibles que quedaban en pie, de una oligarquía que ya había admitido su falla estructurante. Es decir, era la muestra de que ni siquiera ésta era capaz de preservar la imagen de su propio auto-cuidado, como sector de clase cuya deflación simbólica no le alcanza ni para preservar los emblemas de su propio hundimiento. Así de mal. Lo curioso es que todo esto ocurre en el momento en que la transición democrática se recompone como (el) efecto de re-oligarquización de la sociedad chilena.

jueves, 25 de octubre de 2018

FILIACIÓN Y RESIDENCIA (3)


En el terreno de la residencialidad, el mayor desafío ha sido convertir el diagrama de una obra en programa de acción. Fue lo que hice en el Parque Cultural de Valparaíso, entre el 2010 y el 2014. La tentativa no es nueva. En la Trienal de Chile, ese fue propósito metodológico de mi trabajo como editor. El curador solo tiene responsabilidades limitadas. El editor es quien produce las articulaciones entre diagrama y programa.

En el caso del MNBA, el diagrama de dos obras me conducen a considerar las nociones de flotabilidad y asentamiento, en torno a la cuestión de la residencia del arte. La pintura de Voluspa Jarpa  proporciona los indicios para fijar la dimensión de la amenaza, mientras el montaje de Gonzalo Díaz, que proviene de ¿Qué hacer? de Lenin, obra-síntoma de la noción de   andamiaje, remite a la edificalidad de la institución; es decir, la determinación subordinada de la administración a las necesidades conceptuales del diagrama.

En el campo de la filiación, el mayor desafío consiste en enfrentar las continuidades y discontinuidades de unas alianzas mal entendidas (mésalliances) en el filum de las coyunturas de formación de estructuras de reproducción del encubrimiento del malestar de las colecciones.

En este sentido, la obra de Eugenio Dittborn proporciona los elementos para determinar principios antagonistas en los inventarios y clasificaciones de obras, entre exogamia y endogamia, y como escribe Lévi-Strauss (Paroles données, 191), para emplear una terminología medieval pero que se aplica perfectamente a estos casos, “derecho de raza” y “derecho de elección”.  Es decir, de qué modo, una misma pieza es objeto de diversas consideraciones de colocación en un continuum definido temporalmente por convención (acuerdo de expertos), de modo que no existiría una modalidad de inserción cronológica, sino problemática. Las piezas solo pertenecen a una supra-colección, y desde allí desafían los regímenes de temporalidad, en función de las operaciones de manejo de sus significaciones: ejes de género, del cuerpo, de la letra, del mobiliario, de lo vestimentario, de la ruralidad pequeño-burguesa, del paisajismo oligarca pre-sublimatorio, de la carnalidad, por mencionar algunas zonas de litigio.

Estas operaciones estarán definidas por núcleos de densidad; lo cual obliga a disponer del instrumental teórico dispuesto a sostener las condiciones de condensación y cristalización de los momentos. Y determinar, en suma, las lagunas, en virtud de las necesidades analíticas a que están sometidas las prácticas de exclusión y de inclusión en una continuidad de corto trecho. Justamente, ese ese punto el que no quisieron ver, ni Gonzalo Díaz, ni Eugenio Dittborn, ni Adriana Valdés, cuando se opusieron a la pequeña epistemología con que monté el diagrama de la exposición Historias de transferencia y densidad (2000). No estaban dispuestos a admitir que podía estar en medida de montar esta pequeña epistemología, puesto que no solo no tenía derecho a formular la hipótesis de una historiografía problematizada, sino que además, no estaba capacitado para ello. Me mantuve en mi posición gracias a la tolerancia y a la tenacidad de Milan Ivelic, que tuvo que soportar muchas presiones.

La base de todo el gesto editorial estaba edificada sobre el diagrama de otra obra, que desafiaba los regímenes de ilustración de la historia de la pintura, puesto que ponía en evidencia dos problemas que en el 2000 se convertían en síntoma; ya lo he señalado, la nueva ley de filiación y la publicación de un diccionario con los nombres de las familias fundadoras (del país). Se trata, como ya se verá, de la pintura de Mulato Gil, Don Juan Martínez de Luco y de su hijo don José Fabián, que ya he analizado profusamente en otro lugar. De este modo, una obra pintaba en 1814 era editada en la contemporaneidad de su exigencia argumental, para sostener una contemporaneidad analítica, no de manufactura. 

Pues bien: para poner en movimiento esta diagramaticidad es preciso una arquitectura administrativa adecuada a sus determinaciones, que implique unidades de estudio, de documentación crítica interna, de conservación preventiva, con un presupuesto destinado a entender dichas prácticas como investigación institucional, destinada a la producción de exposiciones y manejo consecuente de colecciones. No solo se estudia las colecciones para exponerlas, sino para fijarlas en un contexto crítico, susceptible de producir su propia editorialidad, lo cual exige la existencia de una editorial. El museo debe ser una unidad investigativa, no “difusiva”. Las cuestiones de mediación no tienen que ver con la formación de “guías” ni con la invención de talleres para niños, sino que establecen las condiciones de una práctica compleja que supone la existencia de un común, que plantea nuevos desafíos a la investigación de interpelaciones entre institución y comunidades específicas. Pero que quede claro: la investigación es, desde ya, una unidad de mediación, entre los ejes de trabajo del museo y el público específico inmediato (la comunidad de especialistas y gente que se ocupa del arte). A cada público, entonces, la mediación que corresponde. Es el museo el que produce el público de su conveniencia. Primero, satisfaciendo las demandas de historicización de su manejo editorial, y luego, estableciendo las formas de exigencia de las lecturas. El museo es un acto de palabra, no un “supermercado” para exposiciones de espectáculo con cafetería y restauración. Y eso que no tengo nada contra una ni la otra. Solo que esto no se resuelve con una gerenciación autónoma, como si “buscar recursos” estuviese disociado de la investigación museal.  Es esta última la que define para qué se buscarán los recursos, leyendo sabiamente la coyuntura simbólica.



miércoles, 24 de octubre de 2018

FILIACIÓN Y RESIDENCIA (2)



 La noción de casa está directamente ligada a las cuestiones de filiación y residencia. Es decir, a una historia de perturbaciones y una historia de asentamientos precarios. Me refiero al arte chileno. A su institución mayor: el MNBA. Las colecciones y su modo de configuración revelan las discontinuidades de su formación. Desde siempre. Por lo demás, es algo inherente a la formación de muchas colecciones que, siendo privadas, son ingresadas a un fondo público, a partir de criterios que muchas veces bordean el nepotismo y la compensación de pésimos negocios. Conocidas son las operaciones de importación de mala pintura española para los gallegos enriquecidos en la Argentina, que consideraban que tener una pintura era signo de haber llegado a alguna parte.  Había un comercio para eso y que funcionaba muy bien, hasta que se copó el mercado. Algo similar ocurrió en nuestro país, con pinturas que traían unos comerciantes y como no las pudieron colocar en el mercado privado, las hicieron adquirir por el Estado. De modo que la historia de las colecciones está siempre al debe. Y lo que ocurrió con la pintura pompier puede haber ocurrido con la pintura contemporánea, en su vorágine adquisitiva. Lo que no deja de ser curioso. Una política de adquisiciones supone una política de desarrollo de las colecciones. Algo que vaya un poco más allá de los ejercicios de disposición.

Una vez vino Bart de Baer a Chile. Estaba buscando a Dittborn para llevarlo a Documenta. Lo acompañé al museo. Le mostramos el acervo. Bart nos dijo que podríamos hacer la mejor muestra de mala pintura europea y que ese proyecto sería exitoso en una Europa que estaba revisando la historia de sus colecciones. Al menos, en sus aspectos más críticos. Es de imaginar lo que era la pintura dominante en Francia cuando los impresionistas eran apenas reconocidos. Solo que no conocemos la historia de los que dominaban la escena.

No nos equivoquemos tanto. En Chile no hay pintura moderna. Pasamos directamente, sin transición, de la pintura pre-moderna caracterizada por un post-impresionismo decadente a una pintura contemporánea que aceleró las transferencias, dejando en el camino a los geométricos que acarrean su fragilidad fundacional y a los muralistas que no saben qué hacer después de la partida de los mexicanos. 

De modo que el MNBA se hizo cargo de una aceleración que ni la Facultad socialo-comunista pudo impedir: Liliana Porter, Luis Camnitzer, Lea Lublin, Gordon Matta-Clark, Cecilia Vicuña, por mencionar algunos, pasaron por el MNBA, mientras en el MAC de “la Chile” tenía lugar América no invoco tu nombre en vano y La imagen del hombre. Esa era la lucha explícita que tensionaba la escena de arte, en cuyo marco fue vandalizada la obra de Juan DowneyYa .  

El escenario de estas operaciones en conflicto estaba formado por los dos museos: MNBA y MAC. En su recuento del año plástico de 1973, publicado en febrero de 1974, Romera delata a Balmes como el responsable del hundimiento del arte chileno. Recomiendo leer esa columna. Es cosa de buscar en los archivos nada más. Romera saluda la gestión de Antúnez, para contraponerla a la política de la Facultad. Los residentes se disputaban el dominio de la casa del arte, que superaba la disputa entre dos instituciones, sino que hacía manifiesta la existencia de dos políticas de transferencia. 

De todos modos, la Facultad había puesto en ejecución un Sistema Pictográfico que será determinante para comprender lo que vendría después de 1973. En cambio, el MNBA, con la renuncia de Antúnez en noviembre, se encargaría de poner orden en la escena ya descrita por Romera. ¿De qué orden se trataba? El MNBA no sería decisivo sino como garantizador de iniciativas que lo sobrepasaban, como los salones de gráfica y los concursos de las colocadoras de valores, contra cuta participación nadie pondría objeciones.

Por eso resulta muy curioso que Lotty Rosenfeldt inventara con Nemesio Antúnez, la idea de “abrir el museo” en 1990. Ella misma, como miembro del CADA debe admitir que ganó el premio de la Colocadora en el MNBA. La mejor foto que hay de eso fue tomada en el museo en 1982 y publicada en El Mercurio. De modo que la “apertura”, en ese caso, al menos, existía. Como sería el caso de otras tantas iniciativas, hasta el cierre del museo para las reparaciones después del terremoto de 1985.

Nunca dejaré de hacer el relato de una curadora europea que venía invitada para hacer una exposición. Ya lo he mencionado en otras ocasiones, pero me parece un modelito en acción que tiene efectos insospechados para entender las prácticas de transferencia. La curadora  ya venía dateada. Era amiga de un coleccionista, que además era un flamante abogado de DDHH.  Todo tenía que ser expresionista. Interesante situación planteada por agentes de la oposición democrática, que buscaban imponer una oficialidad representativa a través de lo que algunos denominaban, con desprecio, “pintura narcísica”.

De seguro, muchas personas no saben que era La Casa Larga ni el rol que cumplió en la supuesta rearticulación de un frente cultural de oposición. Digo “supuesta”, porque este ya existía. Solo que parecía estar dominado por “conceptuales”. Entonces, había que contrarrestarlos y poner a distancia a los comunistas. Por eso, era importante La Casa Larga,  pensada objetivamente como una operación anti-balmesiana. Por eso Balmes se refugió en la APECH. (Risas). Aunque lo más risible es que El Mercurio se las cobra simbólicamente en 1990 y hace caer a Carmen Waugh por su foto con Ortega, el sandinista, bajo la descalificación implícita de “comunista”. Nadie sabe para quien trabaja.

Entonces,  regreso a la curadora a visitaba el museo. Las grietas eran visibles en los muros del segundo piso. Se podían apreciar desde el hall. La visión era muy impresionante. Entonces ella me preguntó de quien era esa obra. Pensó que era el trabajo de un artista conceptual que había intervenido el museo. Lo que la curadora puso en evidencia fue la visibilidad de una filiación perturbada por una condición de residencia totalmente fragilizada, más por un discurso que por los efectos de un terremoto.  

Después, en plena Transición, organicé una muestra para Cancillería. La titulé El lugar sin límites. Obvio: era el título de la novela magistral de José Donoso. De paso, les recuerdo que para esa exposición Nury González hizo la mejor pieza de su extensa obra. ¿Habrá sido en 1998? Ya ni recuerdo. Coincidió, una de sus presentaciones, con un viaje del Presidente Lagos al Uruguay, de modo que la exposición fue incorporada al paquete de la visita oficial.



Monté la muestra en el Museo Blanes. Allí fue la famosa escena en la que el Presidente  Lagos me preguntó por la obra de Ximena Zomosa. Pero de inmediato, pasó frente a las pinturas de Voluspa Jarpa. Había una, en que ésta pintó una mediagua sobre un trozo de hielo que se derretía, obviamente, separado del iceberg, en un paisaje de hielos. Es de imaginar esa pintura. Fue cuando le dije al presidente que esa era la imagen misma del arte chileno, que en esa pintura expresaba su “deseo de casa”. No creo que me haya escuchado. La comitiva ya se lo había llevado. No porque no pudiese responder a mi comentario, sino porque éste no tenía la menor importancia. Sin embargo, para mí, esa pintura de Voluspa Jarpa quedó como el emblema del “deseo de casa”, flotando sobre una base precaria.

La cuestión del MNBA requiere, entonces, ser abordada desde una perspectiva simbólica y de una prospectiva orgánica; es decir, desde la filiación y desde las condiciones de residencia. Es la única manera de asumir la discontinua continuidad del paso perturbado de una pre-modernidad escolarizada hacia una contemporaneidad acelerada por la pragmática del signo. Esto impone al MNBA superar las clasificaciones convencionales entre pre-moderno, moderno, contemporáneo de ayer, contemporáneo de hoy, etc. (Risas). Las grietas forman parte de la estructura conceptual del propio museo. La operación de Gonzalo Díaz, cuando recompuso las hileras de alzaprimas en la sala Matta fue apenas una advertencia de que su obra sostenía todo ese acumulado de discontinuidades. Nadie lo quiso leer de este modo. El catálogo de esa muestra tenía como foto de portada Unidos en la gloria y en la muerte de Rebeca Matte.