jueves, 25 de octubre de 2018

FILIACIÓN Y RESIDENCIA (3)


En el terreno de la residencialidad, el mayor desafío ha sido convertir el diagrama de una obra en programa de acción. Fue lo que hice en el Parque Cultural de Valparaíso, entre el 2010 y el 2014. La tentativa no es nueva. En la Trienal de Chile, ese fue propósito metodológico de mi trabajo como editor. El curador solo tiene responsabilidades limitadas. El editor es quien produce las articulaciones entre diagrama y programa.

En el caso del MNBA, el diagrama de dos obras me conducen a considerar las nociones de flotabilidad y asentamiento, en torno a la cuestión de la residencia del arte. La pintura de Voluspa Jarpa  proporciona los indicios para fijar la dimensión de la amenaza, mientras el montaje de Gonzalo Díaz, que proviene de ¿Qué hacer? de Lenin, obra-síntoma de la noción de   andamiaje, remite a la edificalidad de la institución; es decir, la determinación subordinada de la administración a las necesidades conceptuales del diagrama.

En el campo de la filiación, el mayor desafío consiste en enfrentar las continuidades y discontinuidades de unas alianzas mal entendidas (mésalliances) en el filum de las coyunturas de formación de estructuras de reproducción del encubrimiento del malestar de las colecciones.

En este sentido, la obra de Eugenio Dittborn proporciona los elementos para determinar principios antagonistas en los inventarios y clasificaciones de obras, entre exogamia y endogamia, y como escribe Lévi-Strauss (Paroles données, 191), para emplear una terminología medieval pero que se aplica perfectamente a estos casos, “derecho de raza” y “derecho de elección”.  Es decir, de qué modo, una misma pieza es objeto de diversas consideraciones de colocación en un continuum definido temporalmente por convención (acuerdo de expertos), de modo que no existiría una modalidad de inserción cronológica, sino problemática. Las piezas solo pertenecen a una supra-colección, y desde allí desafían los regímenes de temporalidad, en función de las operaciones de manejo de sus significaciones: ejes de género, del cuerpo, de la letra, del mobiliario, de lo vestimentario, de la ruralidad pequeño-burguesa, del paisajismo oligarca pre-sublimatorio, de la carnalidad, por mencionar algunas zonas de litigio.

Estas operaciones estarán definidas por núcleos de densidad; lo cual obliga a disponer del instrumental teórico dispuesto a sostener las condiciones de condensación y cristalización de los momentos. Y determinar, en suma, las lagunas, en virtud de las necesidades analíticas a que están sometidas las prácticas de exclusión y de inclusión en una continuidad de corto trecho. Justamente, ese ese punto el que no quisieron ver, ni Gonzalo Díaz, ni Eugenio Dittborn, ni Adriana Valdés, cuando se opusieron a la pequeña epistemología con que monté el diagrama de la exposición Historias de transferencia y densidad (2000). No estaban dispuestos a admitir que podía estar en medida de montar esta pequeña epistemología, puesto que no solo no tenía derecho a formular la hipótesis de una historiografía problematizada, sino que además, no estaba capacitado para ello. Me mantuve en mi posición gracias a la tolerancia y a la tenacidad de Milan Ivelic, que tuvo que soportar muchas presiones.

La base de todo el gesto editorial estaba edificada sobre el diagrama de otra obra, que desafiaba los regímenes de ilustración de la historia de la pintura, puesto que ponía en evidencia dos problemas que en el 2000 se convertían en síntoma; ya lo he señalado, la nueva ley de filiación y la publicación de un diccionario con los nombres de las familias fundadoras (del país). Se trata, como ya se verá, de la pintura de Mulato Gil, Don Juan Martínez de Luco y de su hijo don José Fabián, que ya he analizado profusamente en otro lugar. De este modo, una obra pintaba en 1814 era editada en la contemporaneidad de su exigencia argumental, para sostener una contemporaneidad analítica, no de manufactura. 

Pues bien: para poner en movimiento esta diagramaticidad es preciso una arquitectura administrativa adecuada a sus determinaciones, que implique unidades de estudio, de documentación crítica interna, de conservación preventiva, con un presupuesto destinado a entender dichas prácticas como investigación institucional, destinada a la producción de exposiciones y manejo consecuente de colecciones. No solo se estudia las colecciones para exponerlas, sino para fijarlas en un contexto crítico, susceptible de producir su propia editorialidad, lo cual exige la existencia de una editorial. El museo debe ser una unidad investigativa, no “difusiva”. Las cuestiones de mediación no tienen que ver con la formación de “guías” ni con la invención de talleres para niños, sino que establecen las condiciones de una práctica compleja que supone la existencia de un común, que plantea nuevos desafíos a la investigación de interpelaciones entre institución y comunidades específicas. Pero que quede claro: la investigación es, desde ya, una unidad de mediación, entre los ejes de trabajo del museo y el público específico inmediato (la comunidad de especialistas y gente que se ocupa del arte). A cada público, entonces, la mediación que corresponde. Es el museo el que produce el público de su conveniencia. Primero, satisfaciendo las demandas de historicización de su manejo editorial, y luego, estableciendo las formas de exigencia de las lecturas. El museo es un acto de palabra, no un “supermercado” para exposiciones de espectáculo con cafetería y restauración. Y eso que no tengo nada contra una ni la otra. Solo que esto no se resuelve con una gerenciación autónoma, como si “buscar recursos” estuviese disociado de la investigación museal.  Es esta última la que define para qué se buscarán los recursos, leyendo sabiamente la coyuntura simbólica.



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