En el terreno de la residencialidad, el mayor
desafío ha sido convertir el diagrama de una obra en programa de acción. Fue lo
que hice en el Parque Cultural de Valparaíso, entre el 2010 y el 2014. La
tentativa no es nueva. En la Trienal de Chile, ese fue propósito metodológico
de mi trabajo como editor. El curador solo tiene responsabilidades limitadas.
El editor es quien produce las articulaciones entre diagrama y programa.
En el caso del MNBA, el diagrama de dos obras me
conducen a considerar las nociones de flotabilidad y asentamiento, en torno a
la cuestión de la residencia del arte. La pintura de Voluspa Jarpa proporciona los indicios para fijar la
dimensión de la amenaza, mientras el montaje de Gonzalo Díaz, que proviene de ¿Qué hacer? de Lenin, obra-síntoma de la
noción de andamiaje, remite a la edificalidad de la
institución; es decir, la determinación subordinada de la administración a las
necesidades conceptuales del diagrama.
En el campo de la filiación, el mayor desafío
consiste en enfrentar las continuidades y discontinuidades de unas alianzas mal
entendidas (mésalliances) en el filum de las coyunturas de formación de
estructuras de reproducción del encubrimiento del malestar de las colecciones.
En este sentido, la obra de Eugenio Dittborn
proporciona los elementos para determinar principios antagonistas en los
inventarios y clasificaciones de obras, entre exogamia y endogamia, y como
escribe Lévi-Strauss (Paroles données,
191), para emplear una terminología medieval pero que se aplica
perfectamente a estos casos, “derecho de raza” y “derecho de elección”. Es decir, de qué modo, una misma pieza es
objeto de diversas consideraciones de colocación en un continuum definido temporalmente por convención (acuerdo de
expertos), de modo que no existiría una modalidad de inserción cronológica,
sino problemática. Las piezas solo
pertenecen a una supra-colección, y desde allí desafían los regímenes de
temporalidad, en función de las operaciones de manejo de sus significaciones:
ejes de género, del cuerpo, de la letra, del mobiliario, de lo vestimentario,
de la ruralidad pequeño-burguesa, del paisajismo oligarca pre-sublimatorio, de
la carnalidad, por mencionar algunas zonas de litigio.
Estas operaciones estarán definidas por núcleos de densidad; lo cual obliga a
disponer del instrumental teórico dispuesto a sostener las condiciones de
condensación y cristalización de los momentos. Y determinar, en suma, las
lagunas, en virtud de las necesidades analíticas a que están sometidas las
prácticas de exclusión y de inclusión en una continuidad de corto trecho.
Justamente, ese ese punto el que no quisieron ver, ni Gonzalo Díaz, ni Eugenio
Dittborn, ni Adriana Valdés, cuando se opusieron a la pequeña epistemología con
que monté el diagrama de la exposición Historias
de transferencia y densidad (2000). No estaban dispuestos a admitir que
podía estar en medida de montar esta pequeña epistemología, puesto que no solo
no tenía derecho a formular la hipótesis de una historiografía problematizada, sino
que además, no estaba capacitado para ello. Me mantuve en mi posición gracias a
la tolerancia y a la tenacidad de Milan Ivelic, que tuvo que soportar muchas
presiones.
La base de todo el gesto editorial estaba
edificada sobre el diagrama de otra obra, que desafiaba los regímenes de
ilustración de la historia de la pintura, puesto que ponía en evidencia dos
problemas que en el 2000 se convertían en síntoma; ya lo he señalado, la nueva
ley de filiación y la publicación de un diccionario con los nombres de las familias fundadoras (del país). Se
trata, como ya se verá, de la pintura de Mulato Gil, Don Juan Martínez de Luco y de su hijo don José Fabián, que ya he
analizado profusamente en otro lugar. De este modo, una obra pintaba en 1814
era editada en la contemporaneidad de su exigencia argumental, para sostener
una contemporaneidad analítica, no de manufactura.
Pues bien: para poner en movimiento esta
diagramaticidad es preciso una arquitectura administrativa adecuada a sus
determinaciones, que implique unidades de estudio, de documentación crítica
interna, de conservación preventiva, con un presupuesto destinado a entender
dichas prácticas como investigación institucional, destinada a la producción de
exposiciones y manejo consecuente de colecciones. No solo se estudia las
colecciones para exponerlas, sino para fijarlas en un contexto crítico,
susceptible de producir su propia editorialidad, lo cual exige la existencia de
una editorial. El museo debe ser una unidad investigativa, no “difusiva”. Las
cuestiones de mediación no tienen que ver con la formación de “guías” ni con la
invención de talleres para niños, sino que establecen las condiciones de una
práctica compleja que supone la existencia de un común, que plantea nuevos desafíos a la investigación de
interpelaciones entre institución y comunidades específicas. Pero que quede
claro: la investigación es, desde ya, una unidad de mediación, entre los ejes
de trabajo del museo y el público específico inmediato (la comunidad de
especialistas y gente que se ocupa del arte). A cada público, entonces, la
mediación que corresponde. Es el museo el que produce el público de su
conveniencia. Primero, satisfaciendo las demandas de historicización de su manejo
editorial, y luego, estableciendo las formas de exigencia de las lecturas. El
museo es un acto de palabra, no un
“supermercado” para exposiciones de
espectáculo con cafetería y restauración. Y eso que no tengo nada contra
una ni la otra. Solo que esto no se resuelve con una gerenciación autónoma,
como si “buscar recursos” estuviese disociado de la investigación museal. Es esta última la que define para qué se
buscarán los recursos, leyendo sabiamente la coyuntura simbólica.
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