domingo, 31 de diciembre de 2017

INTERESES DE ESCRITURA

En  "El Mercurio" del 26 de diciembre, en la doble página con que se da inicio a la lectura de la zona editorial, hubo dos columnas que hilvanaron concertadamente la consistencia interpretativa de la escena post-electoral.

La primera fue escrita por  Eugenio Tironi, quien sostuvo que gracias a un gesto  de filiación laguista, Piñera logró establecer una distinción radical entre “primera” y “segunda” vuelta,  obteniendo así un caudal considerable de votos de centro izquierda. Pero su hipótesis apunta a reconocer la flexibilidad política del Piñera de la segunda vuelta, que a juicio de Tironi, podría ser garantía de un buen gobierno. 

La segunda columna fue escrita por Raúl Donckaster, que hizo una severa autocrítica  a la gestión política de los partidos de la centro izquierda y de la izquierda, en un intento muy leal por salvar la gestión del gobierno. 

Tironi habla de por qué Piñera ganó en segunda vuelta,  apostando al futuro, mientras Donckaster endosa la responsabilidad política de la derrota a los partidos, remitiéndose al pasado.  La posición de ambas escrituras, sin embargo, pareciera denotar que forman una secuencia. Donckaster  deja establecido que no fue Piñera quien ganó; sino que su conglomerado fue el que perdió.  Aunque admite que no supieron dar confianza. En el fondo, Tironi aborda el tema por esa vía, pero poniendo el gesto de Lagos –en 1999- como punto de quiebre.  Piñera solo dio confianza efectiva una vez que hizo el gesto.

Entiendo que a nadie pueda interesar este tipo de observaciones.  Solo menciono las columnas porque fueron objeto de mi recorte ritual de zonas de interés editorial. Al final, lo que me importa es ver “cómo se hacen las cosas”; es decir, de cómo se explican situaciones en función de los intereses de quienes sostienen las escrituras.



De acuerdo a lo anterior,  sostengo la hipótesis de las “escrituras de interés”,  en contra de la noción de  “escrituras interesadas”.  Toda escritura es, finalmente, interesada. Lo que hay que hacer es  plantearse una “pregunta comunista”:  ¿a qué intereses sirven las escrituras? Obviamente,   los intereses de la clase dominante, que oculta cuáles son sus “verdaderos propósitos” en la Historia, mientras las clases populares –conducidas por el partido- solo  se expresan a través de la transparencia de sus acciones.

Pensé en esta distinción y en la “legalidad jurídica” de su implementación a la hora de recoger un ejemplar gratuito de la revista  "La Panera",  en un dispensador ubicado a la entrada de la Estación Mapocho. Yo buscaba la Sala Pedro Prado, donde debía firmar el convenio para realizar el Proyecto Fondart  nº 446849 (Cuerpo de Obra: Victor Hugo Codocedo). Tomé el ejemplar y me dispuse a leer, esperando pacientemente mi turno. 

Al abrir la revista,  pude considerar de inmediato que la sección Guía de Exposiciones, directamente destinada a abordar la coyuntura  santiaguina,  podía ser asociada a la doble-página editorial de "El Mercurio".  De manera encubierta, la doble-página (18/19) de  "La Panera"  es por si misma una zona editorial destinada a esclarecer cuáles eran los verdaderos intereses, no ya de los objetos referidos, sino de quienes escribían; es decir, Ignacio  Szmulewicz, Monserrat Rojas y César Gabler. 

Hay un  primer pequeño detalle: el análisis de “la situación internacional” –como en todo buen Informe Político- está a cargo, en páginas precedentes,  de dos  textos de Juan José Santos. Así las cosas, una vez resuelto el carácter de la fase internacional de las luchas por la designación del arte contemporáneo, corresponde ejecutar la mirada sobre la “situación nacional” del arte post-electoral.

Hay un segundo pequeño detalle: las tres columnas sobre análisis de exposiciones se caracterizan por compartir, todas, una abstención de juicio, llegando a confeccionar eficientes descripciones de un objeto aislado de toda contingencia. 

Doy por supuesto que de manera indirecta, tiene que haber algo más decisivo acerca de las obras de Luis Poirot,  Gerardo Pulido y Pilar Quinteros, que justifique las columnas. A “simple vista” eso no es advertible. No existe “la simple vista”.  Pero existe la conexión orgánica entre las instituciones que acogen las exposiciones: MNBA, MAVI y GGM.  Lo que da a pensar que en esta coyuntura post-electoral,  a alguien le interesa  reivindicar la fuerza propositiva de instituciones que están lejos del “barrio alto”,  como si en este gesto se quisiera re/editar una vieja hipótesis insurgente  elaborada hace una década,  acerca de la necesidad de constituir  un “bloque” de instituciones  anti-Alonso-de-Córdova.  Algo así como levantar un frente de clases en contra del “arte-de-arriba”.

La paradoja es que en la actualidad,  "La Panera"  pareciera cumplir el rol  de  “órgano ideológico” del Centro Cultural Patricia Ready, que satisface  la completud  invertida de una  verdadera “Galería-Metropolitana-del-barrio-alto”. Lo cual no deja de ser extremadamente gracioso. 

Ahora bien: las tres columnas  denotan el hecho que a través de una exhaustiva descripción de las obras,  reprimen  la analítica efectiva acerca de lo que cada una de esas obras significa en el seno de una escena.

Por ejemplo, existe una visible y sospechosa retención para convertir las exposiciones de Pulido y Pilar Quinteros en verdaderas ofensivas formales. Nadie se atreve.  Porque si pongo atención a lo que escribe Juan José Santos en las páginas precedentes, debiera pensar -a lo menos- que las obras de Pulido y Pilar Quinteros “tienen algo muy importante” que decir, tanto en relación a la resaca de Kassel como  a  la expansión de Münster.   Caracterización que comparto plenamente.  Aunque no se sabe, a ciencia cierta, si la resaca de la una es un fiel reflejo de la expansión neo-decorativa de la otra.   Por esta razón, hay una cierta mezquindad analítica. Pulido y Pilar Quinteros desmontan, tanto la resaca como la expansión; pero los autores no toman el riesgo de decirlo.

Al final, en el extremo derecho superior de la doble-página  que “signa” la lectura  editorial de la coyuntura ha sido impresa la columna de Ignacio Szmulewicz,  dedicada al análisis, no de una exposición, sino de un libro.  Pero tampoco  analiza el libro.  Dice, por el contrario, cosas muy extrañas sobre las reales capacidades estructurales que tendría Waldemar Sommer para escribir sobre Leppe, Dittborn y Dávila.  Entre otras aseveraciones en que me involucra y que puedo tomar como una velada insolencia hacia mi trabajo.

Entonces tenemos que en el diseño  de la zona editorial  las columnas sobre exposiciones se abstienen de formular juicios, mientras que la columna sobre un libro  enumera una cierta sobre dimensión de pre/juicios, que termina por sellar el propósito del “bloque” de clases  implícito que hilvana por debajo de la organización simbólica de la lectura de la coyuntura. 

Me ocuparé en otra columna del análisis en particular de la factura del texto. En lo inmediato, solo queda saludar la transparencia implícita de la revista  "La Panera"   al hacer explícito un “natural”  deseo de mercurialidad, atacando directamente  el indicio de la discursividad en que  la mercurialidad del arte chileno se sostiene.  Todo esto es sinónimo de un  deseo de  ejercer una hegemonía,  del que "La Panera" sería una especie de síntoma concertacionista  de efecto tardío. 

Al final, lo que Szmulewicz  aplaude  desde sus “intereses de escritura”  es la ineficacia de un libro que termina siendo inútil hasta para la propia mercurialidad. Lo que debía ser un análisis de la escritura de Sommer, no pasó de ser una mención fóbica  sobre el trabajo de edición  de una entrevista y de unos textos, pero tampoco lo dijo con todas sus letras.  



martes, 26 de diciembre de 2017

EL RECADERO

Alguna vez escuché el relato de una hipótesis acerca del temor que tenían  los americanos  frente a amenazas de extra-terrestres.  Era una explicación junguiana que sostenía que el hombre blanco europeo sentía una gran culpa por haber sometido a continentes enteros durante el siglo XIX. De acuerdo a este sentimiento, tendrían el temor de que los extraterrestres los trataran del mismo modo como ellos  lo habían hecho con las poblaciones aborígenes.

Recordé este relato al enterarme de una mensaje de Luis Alarcón en las redes, en el que (me) anunciaba como el ministro de cultura que se haría cargo de las razzias.   

De algún modo, la expresión de su temor podría instalar una sombre de duda que apuntaría a encubrir acciones por las que se teme una represalia.  ¿Que tendría que temer Alarcón?  

De seguro, Alarcón clama en favor de operadores a los que cree justo defender, porque ellos si que tienen razones  para temer ser tratados como ya trataron a sus subordinados y adversarios en el CNCA. Lo curioso es que Alarcón, ni siquiera trabajando en el CNCA, decide hablar-por-otros.  En la tradición comunista eso se llamaba “recadero”.  Digamos, es una figura que está en tránsito, entre el que lleva mensajes que no son de su autoría y el que repite como ventrílocuo lo que su amo(a)  le hace decir.

Ahora: es curioso que Alarcón se muestre (tan) interesado en mi futuro. 

¿Ministro?  El uso del término no es un cumplido. Apuntó alto, para intoxicar la referencia por antonomasia.  El nombre de la función atribuida define el rol de un ministro por analogía con el trabajo de un policía; es decir, alguien cuya práctica cultural solo es comparable a una razzia.

En tal medida, en la memoria comunista de Alarcón esta palabra opera como un fantasma arcaico cuyo destino es atribuir(me) un carácter nazi, mediante la estrategia de conversión de si mismo en un judío del ghetto de Varsovia.  Pero en este caso, Alarcón ejerce la función de síntoma  en el seno de una  izquierda chilena que jamás podría estar en condiciones de disputar dicho estatuto,  y que vive su post-memoria con el lamento de  no haber estado a la altura de una Gran Catástrofe,  no pudiendo  encarnar al héroe benjaminiano  que correspondería.

Alarcón no puede sino  acomodar la realidad a su deseo partidario residual, como cuando sus camaradas definían el carácter fascista de la dictadura, solo para poder legitimar la organización de un “frente anti-fascista”, porque esto facilitaba la comprensión popular a una política de antes de la “guerra fría”  y convertía al Gobierno Militar en un “ejército de ocupación”.

Regresar a dicho estadio parece ser la única operación compensatoria de Alarcón, que debe incorporar a su activo el lenguaje frentista para poder inscribir la marca de su emprendimiento –Galería Metropolitana- como una “zona liberada del arte”, reviviendo el programa formulado por Siqueiros en 1941: “ante la guerra, arte de guerra”.

Sin embargo, Alarcón se ofrece para declarar a su mandatario(a) como víctima por anticipación. Pero al hacerlo, no se da cuenta que hace manifiesto el sentimiento de culpa de éste(a) transformándolo en una prueba  verosímil que nos habla de la existencia de un  maltrato efectivo ejercido directa e indirectamente sobre   personal del CNCA. El temor es que el “maltrato de origen”  pueda ser devuelto de manera proporcional como “maltrato de arribo”.  De otro modo, Alarcón no se daría el trabajo de denunciarlo, a menos que, deseoso de rendir servicios de recadero sin que se lo pidan, termina provocando un daño enorme a  un supuesto defendido.

Alarcón, al  ofrecer  un chivo expiatorio a la medida, no se da cuenta que la conversión en víctima por anticipación  es una confesión encubierta. De modo que  realiza, por añadidura,  una inverosímil solicitud para  que su mandante no deba ser investigado, como única manera de limitar sus responsabilidades políticas.




miércoles, 20 de diciembre de 2017

GLORIA CORTÉS


Gloria Cortés fue mi alumna en la Universidad de Santiago, en el campus del Tecnológico, cuando éste quedaba en Dominica y comenzaban las primeras marchas en el patio en contra de la dictadura. Luego llegaban las “fuerzas especiales”, lanzaban lacrimógenas y salíamos de las salas de clases porque no se podía respirar. Estábamos en Comunicaciones y todo indicaba que Gloria Cortés se especializaría en Medios y terminaría trabajando en una gran agencia. Pero me la encontré, nuevamente, en otra universidad, estudiando historia del arte.  Fue entonces que le escuché una magnífica ponencia en que abordaba la historia de los hermanos Palacios. 
En efecto,  Antonio Palacios había llegado a Chile en compañía de sus hijos Manuel Palacios Daqui, pintor, y Pedro Palacios Rodríguez, escultor, en 1826. Su permanencia en el país, se extiende hasta 1846, fecha en la que regresa a Quito. Tanto Manuel como Pedro permanecen en Chile, estableciendo talleres de producción artística en Santiago y ciudades como Concepción, asociados a pintores como el francés Boyer y a escultores como el también quiteño Ignacio Jácome y el chileno Telésforo Allende. Manuel regresa al Ecuador en 1854, para establecerse como comerciante, muriendo en 1906.
El ensayo que escribió junto a Francisca del Valle trataba la cuestión de la circulación y la transferencia de la imagen a comienzos del Chile republicano, esbozando  unas hipótesis muy competentes sobre el comportamiento y funcionamiento  de la escena plástica, en momentos  cercanos al arribo de Monvoisin.  Esto suponía establecer relaciones entre espacios de reticencia relativa, entre pintura de salón de clase ascendente y pintura de culto.    
De inmediato puse atención en los dos términos. No hay circulación sin transferencia. Y las transferencias se construyen sobre tramas de circulación muy definidas. La ventaja de su posición se asentaba en el estudio histórico de la construcción del paisaje local  hispanoamericano y no en la metaforización extrema de un discurso que pasa al lado de las obras.  Y eso ha sido lo que ha caracterizado su trabajo, todos estos años: ponerse en el centro de las obras. 
Bueno. Es justamente lo que hace, por ejemplo, cuando en el 2009 concibe la muestra “Chile Mestizo” y la realiza en el CCPLM.  Lo más grave de esta operación es que puso en escena el hecho de que la “pintura religiosa” en Chile, viene de fuera y que no es el fruto de una especie de auto-producción oligarca originaria. Y lo peor: tenía rasgos no-europeos. O sea: Ya era difícil soportar que el Mulato Gil fuese peruano y mulato. El nacimiento de la república le debe su puesta en imagen. En el terreno del culto  era la norma. Venir de fuera. Sin transición. Eso marca una disputa historiográfica y fue acusada en medios académicos de hacer un uso irreflexivo del término mestizo. 


Pero el campo de la curatoría es el campo de los “usos irreflexivos” de los conceptos. Sería el caso, de “(en)clave Masculino”, porque aquí, respecto de la historia de la representación del cuerpo en una colección pública, ¿que más irreflexivo que sostener la hipótesis homo-erótica inconsciente sobre la que se sostiene la “ideología del cuerpo” en el curso del siglo XIX? Habría que acusarla, a demás, de anacronismo. Lo que pasa es que  no se sabe si la irreflexión es efecto directo de un cierto tipo de mestizaje historiográfico, o bien, si el mestizaje configure desde ya un espacio de irreflexión.  Nuestra oligarquía, al no dominar consecuentemente el dominio sobre  el destino de la imagen religiosa en el momento de (la) independencia, se somete a reproducir  irreflexivamente la transferencia del sentido común  plástico de la Francia del Segundo Imperio.  Es decir, de lo que  creen entender que es eso, porque tampoco escucharon lo que Monvoisin les quiso decir cuando trajo “9 Thermidor”.
Entonces, el gran aporte autónomo de Gloria Cortés, en cuanto a pensamiento y a iniciativa curatorial, se sitúa en cuestiones de periferización ligadas a filiaciones perturbadas y en las grandes cuestiónes críticas de la teoría de género en historia del arte local.
La mezquindad, la obsecuencia, el chaqueteo, la persecusión administrativa, son experiencias comunes que Gloria Cortés debe enfrentar a diario  como único argumento en contra de su trabajo.  Incluso, llegan a subordinarla a oscuros propósitos conspirativos forjados por otros, cometiendo el acto fóbico de desautorizar su independencia orgánica y dudar de su integridad curatorial, solo porque no ha estado “patriarcalmente” disponible  para satisfacer  arbitrarias decisiones en el campo de la musealidad y del manejo de colecciones.



martes, 19 de diciembre de 2017

RODOLFO ANDAUR


Hace diez años, con Rodolfo Andaur montamos la exposición HUELLAS CIVILES, en la “vieja estación” de Iquique.  Por allí pasaron centenares de hombres, mujeres y niños que se dirigían a reforzar la huelga minera que terminó en la masacre que todos conocemos.  Hoy día, la estación está ocupada por las oficinas del Registro Civil. ¿No les parece oportuno que nos hayan invitado a un proyecto de este tipo? Esta fue la ocasión del comienzo de una estrecha colaboración curatorial con Rodolfo Andaur, en el curso de la cual pude conocer el trabajo de Bernardo Guerrero, Patricio Advis, Gloria Delucchi y el premio nacional de historia Sergio González, todos ellos extraordinarios conocedores de Tarapacá. Una amplia colaboración y resonancia  textual se estableció entre nosotros, hasta culminar en el histórico proyecto de viaje a Pisagua que organizó Andaur bajo el contexto de Transcripción_Local (2011) junto al mismo Bernardo Guerrero y Carlos Flores  Delpino.

Lo que estaba en nuestro horizonte de preocupaciones era el cuerpo deportivo y las conexiones con los ritos coreográficos presentes en diversas fiestas religiosas en la región, como una prueba de que sus efectos estéticos podían ser más consistentes que muchas obras de arte contemporáneo. Siendo ésta, una de las enseñanzas más claras que he podido extraer de estos viajes, organizados y producidos por Rodolfo Andaur.

Luego, estas iniciativas que elaboramos las pusimos en práctica en el proyecto de la Trienal de Chile. Por ejemplo, algunas de ellas ponían el acento en otros efectos, de tipo simbólico, digamos antropológico y religioso, como elementos de anclaje en la invención del paisaje altiplano, como fue el caso de las chullpas y de las relaciones que tensionamos con algunas prácticas de la escultura contemporánea. Frente a este tipo de construcciones, difícilmente se puede sostener la primacía de lo espectacular que determina cierto modelo de residencias de artistas. Después vinieron los proyectos diagramados a partir de los geo-glifos y petro-glifos de la región de Tarapacá, como anticipaciones significas de las “lenguas de la pampa”.

Lo anterior nos condujo a compartir algunas nociones y conceptos que habían sido elaboradas en el desarrollo de mi trabajo; a saber, las “condiciones de inscripción” de las obras, la “construcción de escenas locales”, la hipótesis sobre las tasas mínimas de institucionalización,  las filiaciones formales perturbadas, los diagramas de composición de los efectos estéticos, por nombrar los más relevantes.  Ciertamente, en el curso de su propia experiencia curatorial estas nociones experimentaron algunas variaciones, pero se mantuvieron en el marco de una estructura referencial compartida.  De modo que de estas iniciativas y de su sistematización fuimos configurando un gran trabajo de autonomía que se tradujo en su libro “Paisajes tarapaqueños” en 2015, y de mi parte, en el libro “Escenas locales”, ese mismo año. Allí está reunida parte de nuestras propuestas acerca de los modos de construcción y reproducción de la escenas locales.  Noción, ésta última, que ha demostrado de manera suficiente una gran utilidad analítica.

En medio de estas decisiones y complicidades formales, Rodolfo Andaur ha llegado a elaborar grandes proyectos junto a Mario Navarro; proyectos que no han tenido curso efectivo, pero que sin embargo señalan un cierto rumbo en el trabajo colaborativo de largo alcance. Algo similar ocurre con Ale Prieto y Gonzalo Cueto, por mencionar a algunos de los artistas jóvenes más relevantes.  De seguro cometo alguna injusticia al no mencionarlos a todos.

Un elemento que no puede dejar de ser considerado son los viajes de trabajo. Un curador es un viajero; y en cierto sentido, un “etnógrafo de pacotilla”, que sabe simbólicamente donde las papas queman, como cuando a través de un whatsapp me entero que está por ingresar a territorio kurdo, siguiendo las pistas para un proyecto que lo conduciría hasta Teherán, a la que aprecia como una “escena local” cercana; para luego, en esta analogía de estructuras y procedimientos, regresar a Istambul, donde realiza otras tantas interlocuciones que reproducen el diagrama ya ensayado en el paisaje de Tarapacá.  Esas son, en sentido estricto, las huellas civiles que han inscrito y modelado su trabajo durante esta década.


Para desarrollar todo este trabajo, han sido necesarios miles de correos, centenares de miles de kilómetros recorridos, miles de imágenes de referencias, horas y horas de conversación con artistas provenientes de todos los horizontes del planeta,  para convertir todo esto en un tipo de autonomía personal y profesional que me ha resultado ejemplar y que se autoriza, de sí mismo, como uno de los emprendimientos curatoriales más significativos que ha tenido lugar en la escena chilena.