sábado, 25 de marzo de 2017

ALMACEN DE ESQUINA



Hace unos días, DIBAM  publicó en twitter una mención  a la importancia de los almacenes de esquina.  De inmediato  hice un comentario acerca del almacén de esquina como un centro cultural de facto que se hacía cargo de la economía lenguajera del barrio.  Algunas personas me tomaron el pelo, posteando algunas observaciones acerca de mi forma críptica de escribir.  Pero en el intercambio de notas, alguien me solicitó explayarme en el tema. Había que explicar qué significa, por ejemplo, “centro cultural de facto”.

En verdad, este es todo un tema, cuando se construyen centros culturales sin modelo de gestión, que al final se convierten en mediocres híbridos destinados a organizar cursillos y montar programas de asistencia cívica, cuando no son oficinas de relaciones públicas del municipio, combinadas con una cartelera  de  espectáculos de segunda que recibe paquetes de itinerancia prefabricados.

Se instaló, con el “regreso” a la Democracia, la idea del centro cultural como un lugar vacío, después de haber sido en dictadura un lugar de sustitución de la categoría de partido.  La Cultura siempre ha sido considerada como un espacio reparatorio de segundo orden y así fue programada para cumplir  su rol en el control de poblaciones vulnerables. Pero esta es una invención chilena de la Cultura, colonizada por el estatismo concertacionista, que  es el Estado-que-domina.  Me explico: puede  acceder un candidato de la no-izquierda al gobierno; el marco estatal seguirá siendo concertacionista.  Permítaseme repetir la palabra.

La “cultura”, en los años sesenta, por ejemplo, no era “lo mismo”.  Verán: en 1964, Frei Montalva  echó a andar un programa que denominó  “Promoción Popular”. ¡Háblenme de ese nombre!  Ha sido, a mi parecer, la mayor invención simbólica de un gobierno, en el curso del siglo XX. La UP no hizo más que izquierdizar el proyecto; dándole  un “contenido” proletario más preciso.   De esto podemos hablar el otra ocasión.  Solo quiero poner en contexto  el recuerdo de una persona que me parece clave en este asunto. Pienso en Claudio di Girolamo, a quien conocí cuando yo no terminaba todavía la secundaria y asistía a su casa a escuchar reuniones con vecinos y amigos,  todas ellas enmarcadas en este magma de nociones nuevas y que tenían  viabilidad de aplicación en lo que todavía no era llamado “campo cultural”. De todos modos, aquello de lo que hablaba pasaba por tomar a cargo las expresiones más elaboradas de la cultura popular, reivindicada por un “cierto comunismo” que se había dedicado a producir una juntura entre cultura popular y cultura política contemporánea.

En ese entonces, por lo que recuerdo, Claudio di Girolamo se había inscrito en ILADES (Instituto Latinoamericano de Estudios Sociales) y su discurso era muy cercano a un jesuitismo analítico ascendente que adquiría relevancia en sectores universitarios a los que él mismo estaba muy conectado. Por algo fue nombrado director de Canal 13, durante la rectoría de Castillo Velasco; es decir, durante la Reforma Universitaria.  La versatilidad de Claudio, entonces, lo hacía operar en  tres frentes: el teatro, las ciencias sociales y las comunicaciones. 

¿Por qué me detengo en la figura de Claudio di Girolamo para hablar de los almacenes de la esquina? Porque todo lo que él hizo después, en el “regreso” a la Democracia, fue expandir lo que ya había conceptual y políticamente ensayado en los años de su “primer culturalismo”.  Llamaré “segundo culturalismo” a su estrategia de trabajo en el  Sistema ICTUS, durante la dictadura. Su “tercer culturalismo” se concreta en su nombramiento a la cabeza de la División de Cultura del MINEDUC.  

En esta última posición fue desde donde llevó a cabo su proyecto de Cabildos, para contrarrestar el burocratismo tecnocrático del culturalismo neo-estatal que condujo a la formación del Frankestein-CNCA. 

¿En que se relaciona el almacén de esquina con la dinámica de los Cabildos? En una cosa fundamental que consistía en recoger las pulsaciones de las comunidades, en sus condiciones arcaicas de vínculo, que podríamos calificar de pre-políticas, si nos remitimos a reconocer un mapa de afectos básicos que mantienen una cohesión social básica.  Y todo esto tiene que ver con la circulación de la palabra,   en distintos niveles,  de manera simultánea, comprometiendo los deseos, los rencores, las frustraciones, las reparaciones, los silencios, las formas de nombrar, que se pone a circular en un formato llamado almacén. Lo cual supone otra forma de socialidad, donde la “libreta de fiado” ocupaba un rol fundamental en el registro de intensidades, porque  llevaba el ritmo de la resistibilidad  familiar escrito como efecto de una deuda  que modelaba la  pequeña humillación  y la convertía en estatuto. 

El almacén pasaba a formatear la intensidad que ya se había manifestado en la plaza pública, a través de la feria.  En los últimos años han aparecido algunos estudios sobre el efecto cultural de las ferias y del comercio barrial, buscando un antecedente de socialidad que  remita a esos momentos (aparentemente) pre-políticos en los que la intimidad se desbordaba y pasaba a negociar un lugar en una zona de refriega entre discurso privado y discurso público.  Cuando una vecina iba al almacén en pantuflas y con un abrigo puesto encima de la bata de levantar, lo que hacía era prolongar  simbólicamente su casa, en una zona en la que padecía la pequeña explotación del comerciante que estaba obligado a componer con la familiaridad, para poder sostener su economía de pequeña escala.   Algunos historiadores sostendrían que el almacén es una zona  en la que se produce la cultura fronteriza de una palabra lubricada por el aceite que desborda levemente la botella de un octavo o de un cuarto.  Siendo ésta, la medida arcaica que asume la letra de intercambio de chismes, noticias, advertencias, amenazas, seducciones, ilusiones, infracciones, mociones, saludos y veleidosas desconocidas.

No es mi propósito convertir al almacenero en un etnógrafo de pacotilla, pero la “observación participante”, propia de la más sesentera sociología demócrata-cristiana, señala el valor del almacén como un yacimiento privilegiado para el estudio de las relaciones intersubjetivas que están en la base de la cohesión de un barrio. Los partidos políticos de la “democracia anterior” rivalizaban con la estructura del almacén,  proporcionando la plataforma de intervención en el terreno de lo público, mediatizado por  un caudillo local  habilitado para ser la correa de transmisión  entre individuo y colectivo-fabricado-a-su-medida.  El almacén permanecía como refugio de “viejas materas”,  porque en su perspectiva convencional, el partido como categoría que se apropiaba de lo colectivo  necesitaba reducir lo privado a una perspectiva pequeño-burguesa condenable. Sin embargo, el almacén siempre estuvo en el terreno de la reproducción de la vida cotidiana, mientras el partido pasaba a ser el lugar para la inscripción y modelamiento del rencor,  convertible en ficción burocrática de lo público.

En la infraestructura  del discurso franciscanista de Claudio di Girolamo, la palabra que circula en el almacén está próxima al reflejo del malestar de la cultura barrial y debe ser  escuchada por un dispositivo de  acogida, para ser proyectada, promovida, hacia nuevas formas de existencia.  Eso es lo que valida su política de los Cabildos; al menos, como “ficción de escucha”. Porque en ese momento, la categoría de partido entendió que debía apostar a la manipulación de la palabra de los más vulnerables para  construir la necesidad del gestor cultural como funcionario de intermediación  de  caudillos locales.  Situación favorecida por  la estructura de un ordenamiento del acceso a mejores condiciones de extorsión, por parte de comunidades que aprendieron rápido el formato de trato con la autoridad.

En cambio, Claudio di Girolamo se quedó con la ficción de ser escuchado y se retiró a sus cuarteles. Su sentimentalidad se me quedó pegada entre el mural que pintó en el Teologado Salesiano de Lo Cañas y La calzada de Emaús (Los Perales).

En cuanto al almacén de esquina,  en términos etnográficos, reúne las condiciones de un residuo de civilización barrial amenazada por la voracidad del capitalismo inmobiliario.  He dicho que se sostiene como “centro cultural de facto”: eso quiere decir que se apega a la delimitación de la pérdida de una socialidad cuyos antecedentes están anclados en la democracia “de antes”.  En esa medida, está amenazado por  la nostalgia de un primitivismo que solo satisface el  ya saturado mercado del exotismo urbano vintage. 

Pero lo que no se puede negar es que sobrevive el formato que reproduce la circulación de afectos averiados, mediante el reconocimiento del prójimo en la frontera domiciliaria, donde el consumo adecuado obliga a fijar una medida, una retención –si se quiere- de las formas de intercambio de los discursos de “primera necesidad”.


  

martes, 21 de marzo de 2017

CECILIA JUILLERAT


Desde hace unos años he puesto mi atención  en los trabajos de artistas cuyas obras se despliegan utilizando recursos de los sistemas de corte y confección.  Existe una cierta fascinación por tomar el  patrón McCalls o Burda, para  hacer declinar de su despliegue, una  modalidad de trato con la representación del cuerpo, a través de la manufactura vestimentaria. 

En cierto modo, la ceremonia de la toma de medidas para  hacerse un traje anticipa simbólicamente el tamaño de la urna.  No sería impreciso pensar que el porte de ropa no fuera una manera de conjurar la angustia ante la muerte, llevando puesto consigo un  ataúd de trapo.  Sin embargo, existe un elemento intermedio que acompaña  el movimiento del cuerpo y que se pega a él como una condición inevitable de fijación; me refiero al  sudario. 

Uno de los relatos más bellos sobre estudios de exhumaciones en la zona del Mediterráneo próxima a Palestina tiene que ver con  el uso de  telas de barcas pesqueras que ya han dejado de cumplir sus funciones de navegación y pasan a proporcionar insumos a diversas prácticas de sepultación. Son telas remendadas hasta el cansancio material y que  se hacían disponibles para  que la “gente de a pie” pudiera envolver a sus deudos.  De algún modo, acostumbrados a un trato regional con las ceremonias funerarias andinas, nos señalan esta doble función de “envoltura” de la tela y de la vasija de barro que sirve de sepultura.  Existe, en estas prácticas “arcaicas” una cierta pasión por las envolturas.

¿Qué es lo que importa, en este terreno?  Habría que establecer dos cosas: la  importancia  reparadora de la envoltura y  el efecto  gráfico de los remiendos en las telas para uso  productivo. Entre envolver y remendar se instala una relación que nos va a conducir a montar una gran interpretación sobre las condiciones del sujeto psíquico. Lo sabemos muy bien: ¿qué hay  de más cercano que  la tela y la piel?



Pues bien: este es el momento crucial que permite  dar cuenta analítica del trabajo de Cecilia Juillerat. Toda envoltura supone la existencia de un despliegue; es decir, de la validación ostensible de la superficie; y para no ir más lejos, hablar de superficie es hablar de superficie de contacto; es decir, de una zona fronteriza conducida por una prohibición; que es, sin más, la prohibición del tacto.

El tacto debe ser habilitado porque existe algo así como una “jurídica de los cuerpos”, donde la consciencia de la cobertura pone en evidencia este doble juego del tacto y de su repliegue.

¿Qué es lo que hace Cecilia Juillerat?  Des / envuelve para expandir una tela que será un símil de piel, porque requiere trabajar por capas. En el entendido que se coloca de inmediato en un campo específico: el cuerpo de la pintura.  Sin embargo, se trata de un cuerpo casi desfallecido que vive amenazado por el fantasma del despegue de las capas básicas de protección.  Por eso,  no hay, prácticamente, humedad. Solo costura de capas sobre capas, como si fueran remiendos que corresponden a momentos temporales diferenciados,  pero que son remitidos a comparecer en una misma zona.  De este modo, entre piel y tela, la diferencia  se hace evidente en la materialidad del hilo y la factura de un tipo de  costura determinada, por cuya amplificación quedará marcada la herida.  Solo hay remiendo porque existe merma en la trama. La recomposición que depende de la toma del hilo a veces fracasa y se requiere una solución mayor, que consiste directamente en aplicar un parche.  Un parche, antes-de-la-herida, o “ante la herida” (delante de). Si por eso entendemos que a cada herida,  el parche  que corresponde,  como una especie de primeros auxilios.



En francés,  el parche, el esparadrapo, la vendita adhesiva, el apósito, se dice pansement.  Pero su homofonía lo acerca a la palabra española pensamiento. La pintura es un modo de pensar.  Pero René Passeron sostiene de inmediato:  oui, cést une pensé, mais, comme pansement.  Es un juego de palabras muy productivo.  Es un pensamiento, pero como un apósito, sobre la herida. Passeron agregará, un pansement sur le vide: un parche sobre el vacío.  De esto ya he hablado, en otra ocasión, comentando el aporte que tuvo Jean Lancri  en el desarrollo de mi trabajo.

Entonces, envoltura, despliegue, parchado, son operaciones mediante las cuáles Cecilia Juillerat sustituye los elementos fundamentales del dibujo por aplicación de patrones  y recupera el hilo perdido de los relatos infantiles, que va a recuperar de las ilustraciones de primeras ediciones de “Alicia en el país de las maravillas”, como expresión de aquellos sueños fundantes en la infancia.  Pero el traspaso de las ilustraciones va a ser seguido al hilo como ejercicio de remiendo; es decir, convertirá el dibujo, propiamente, en ejercicio de costura destinado a recuperar el hilo perdido. 

La entre-tela proviene de la industria de la confección, que se despliega sobre la corporalidad, pero tiene la función de proporcionar a la pieza una cierta  rigidez, una  especie de certera  consistencia protectora dispuesta a mantener las formas.  En el dibujo, a veces, hay que mantener las formas.  Lo que importa, en estas láminas, es la visibilidad de las costuras sobre las estratagemas mínimas de parche.   Porque en definitiva,  toda esta figuración sobrepuesta corresponde a una unidad compuesta de remiendos que llegan a cubrir la consistencia de la tela de origen, como cuando se habla de una “lengua de partida” en una traducción.  

Los remiendos son la marca de una fricción social y simbólica de los cuerpos.  Todo esto, para dar nacimiento a conjuntos de tela (género) en que la visibilidad del remiendo habla de la consistencia de los indicios de cobertura de los cuerpos. Pero de lo que habla es de la corporalidad de la imagen pespunteada, en algunos casos, hilvanadas en otro, preparando la disposición de costura propiamente tal. 



domingo, 19 de marzo de 2017

LA FALSA MEDIDA (2).


En esta gran maquinaria de re/significación del cuerpo, que es un hospital, Francisca Aninat recupera, registra, traslada, transforma, los relatos críticos de una recuperación de las trazas visibles como hilachas de dolor. Las letras reemplazan a las cifras que dan cuenta de las medidas canónicas que definen la normalidad. El habla de un paciente o el relato de un doctor que narra las vicisitudes enfrentadas durante el golpe militar, son fuentes de información que alteran la consciencia de los hechos y de sus efectos en la reconstrucción de sus biografías.  Pero la expresión gráfica no llega a formular palabras, sino a recuperar marcas a-significantes, que Francisca Aninat traspasa a un libro de apuntes que maneja como un incunable, para remitir la “actualidad” del gesto pictórico a su determinación primera y primaria (“arcaicidad”). 

Sin embargo, selecciona algunos fragmentos de frases que condensa el estado del trauma. Es así como transcribe  el rango afectivo de una acción: “En 1985 llegó al hospital una joven. Se había introducido un tallo de perejil para abortar”.   Después, la caligrafía se hace irreconocible, porque los síntomas de la degradación del relato se presentan en un grado de opacidad  que no se logra descifrar. 


En este punto,  Francisca Aninat plantea un problema crucial: el de la decibilidad concreta del dolor en su traspaso a la tela-página-sábana. Lo que no sabe-sabiendo es que es en esta triple función que se juega la cuestión de la materialidad contingente.  Lo que tenemos en evidencia es el afecto inscrito en un procedimiento de registro sobre un material que posee una autonomía que es conducida y modelada por la complejidad del procedimiento arcaico que lo precede.  Afecto portador de la complicidad que proporciona  al “artista la oportunidad especulativa para ver su obra como un reflejo de los materiales contingentes en sí misma, sus conclusiones secretas, conspiraciones, antagonismos, actitudes indiferentes y sus torsiones dentro y fuera de las posibilidades que se presentan”.

Tela-página-sábana: materiales contingentes que comprometen la historia de la cultura.  El orden debiera ser distinto: tela-sábana-página. Tenemos, en las dos primeras materialidades, una historia de representación (el paño de la Verónica) y una historia de sepultación (el santo sudario).   Es la tela que entra en contacto directo con el cuerpo de Cristo y de paso, se instala como el origen católico de la pintura.  Ya se sabe que hay otra historia, pagana, ligada al relato de la hija del alfarero de Corinto. Esta vez, nada. Estamos en la historia cultural católica, que ya he abordado en otros escritos, hace (muchos) años.  Recuerdo que lo hice a propósito del rol diagramático que jugaba  la matriz del via crucis en la obra de un insigne artista totémico. Lo cual quiere decir que hay problemas que nunca envejecen, y que jamás son “superados”. Lo nuevo está en el acontecimiento de su retorno.

Veamos: Francisca Aninat dobla la ropa de cama; la re/pliega para formar con ella un cuadernillo.  Es la ropa sucia del hospital.  Por eso, el apego a la lavandería como fábrica de re/puesta en condición higiénica, que es una  versión moderna de la re/virginización del soporte.  Lavado profundo de superficies de contacto, para terminar autorizando la página como objeto de acometida de una pluma sustituta; es decir, una situación en que la aguja será reemplazada por la pluma. Ese solo paso hace que nos introduzcamos en el universo del  libro.  Lo cual determina en el carácter del montaje en D21 y obliga a definir el mobiliario adecuado a su soporte.  Porque también, en el terreno de la disposición se juega la contingencia de la materialidad elaborada.

Para terminar esta columna, me remito a una historia de hilo que tiene lugar en el campo italiano cercano a Mantua, en 1970. En esta región se tejía a domicilio hasta comienzos del siglo XX, donde existía un rito de viudez que consistía en la destrucción del telar de la mujer. Esta es la historia de Clelia Marchi, campesina, madre de ocho hijos, cuatro de ellos muertos a baja edad, que pierde a su marido, con quien estaba casada desde los catorce años.  A los sesenta años Cleclia queda sola y desamparada. Duerme mal. Entonces comienza a escribir sobre papel grueso de envolver que luego cose con lana roja, como si fueran expedientes en un juzgado.  A través de dicho texto recoge los recuerdos de la familia, del pueblo, entre fotos personales y recortes de diarios.  Pero luego viene la noche y no teniendo ya más papel donde escribir, Clelia abre su armario y decide comenzar todo de nuevo.  Su deseo es escribir toda su vida, desde su encuentro con su marido. Entonces, escoge una gruesa tela de “sábana de abajo” y comienza a escribir sobre la prenda las razones de semejante gesto. Ella, de niña, había escuchado de boca de su institutriz, una historia en que los “truscos” habían envuelto a un muerto en un pedazo de tela escrita. Ella pensó que si ellos lo habían hecho, ella misma podría hacerlo. Si ya no podía usar esas sábanas con su marido, bien podía utilizarlas para escribir sobre ellas[1].  







[1] Anna Iuso, « Ma vie est un ouvrage à l’aiguille »
Écrire, coudre et broder au XIXe siècle
« (My Life is a Needlework ». Writing, Sewing and Embroidering in the XIXth century), Clio. Femmes, Genre, Histoire 35 | 2012.

sábado, 18 de marzo de 2017

LA FALSA MEDIDA


En su ultimo trabajo, Francisca Aninat exhibió en el “patio de luz” del nuevo edificio del Hospital San Juan de Dios, una serie de libros en los que consignaba residuos narrativos del relato de pacientes, doctores, enfermeras, personal auxiliar, que se referían a momentos de máxima tensión, en que los cuerpos eran llevados a los límites de su resistencia. Su trabajo, en el hospital, consistió en escuchar, en transcribir el relato del dolor y en coser un objeto reparatorio  que pasaría a ocupar casi la función de un objeto transicional; es decir, un fetiche sustituto que se instala como un comodín ortopédico ante la necesidad de consuelo. 

La serie de libros es reconocida como un conjunto de “libros de artista” y están confeccionados, esa es la palabra, con telas, pegamento, pintura, hilo, etc.  Son, en cierta medida, “libros-objeto”. Sin embargo, en su origen, pueden ser entendidos como “cuadernos de apuntes”,  que contienen tanto marcas gráficas como transcripción manuscrita de fragmentos textuales. En esta exposición, esta serie de libros ocupa un lugar de privilegio, en una de las salas de la galería, dispuestos sobre mesas especiales que convierten el espacio en un lugar de lectura, que en términos estrictos  distribuye los términos de una zona de consuelo y  de acogida. 


En las salas de ingreso a la galería D21   -donde prepara su nueva muestra- , en cambio, se recoge la disposición de materiales que provienen del universo de la albañilería básica. Esta es, si se quiere,  la zona amenazante,   en la que se ordenan   piezas de yeso blanco, yeso pintado y placas de madera aglomerada negra, que forman una  empalizada de cierre.  La proximidad de formas lapidares conduce a un recinto funerario de referencia evangélica: sepulcros blanqueados.  Hay que ver hasta donde se llega con todo eso.  La ética del arte está juego.

Falta decir que  la zona de acogida y de consuelo está delimitadas por la maquinalidad  y la bibliografía.  Me explico: la “máquina de anestesiar”, de modelo perimido, ya no cumple funciones de tal; solo es trasladada desde el hospital  -donde forma parte del museo hospitalario, hacia un campo donde  se le atribuye  -en la galería-  la función de  “máquina de re/semantizar”.   Todos los materiales adquieren un nuevo valor, una atribución nueva, una función diferenciada que se expande de acuerdo al esfuerzo de una lectura cooperante. 

Es a propósito de  este punto que en esta exposición Francisca Aninat  hace un visible un problema crucial, que ha marcado el carácter de su trabajo: la contingencia de la materialidad.

¿De donde proviene esta reflexión? De un texto del filósofo iraní [1] Reza Negarestani publicado en http://www.ramona.org.ar/[2] bajo el título de Contingencia y complicidad, en cuya primera frase sostiene lo siguiente: “El artista no es un aventurero que se lanza a experimentar con los materiales sino un explorador de un campo experimental de materiales contingentes”.  Existe, entonces, una complicidad entre el artista y los materiales, como sinónimo de apertura, como si fuera una especie de “atención flotante”, pero en la que sin embargo se plantea una cierta autonomía de la materialidad, porque su contingencia se resiste a ser subordinada a intensiones, que por complejas que sean, no pueden dejar de considerar que la materialidad constituye desde ya una corriente subterránea que se resiste, como digo, a ser subordinada a una intencionalidad.  La contingencia, claro está, puede ser la plataforma desde la que surgen interacciones y procesos dinámicos.

Me remito, pues, a la contingencia sub/versiva[3] del yeso y de la tela cosida en una especie de grado cero de la “vestimentareidad”.  En el imaginario de Francisca Aninat el proceso de lavado de la ropa hospitalaria ocupará un lugar central.   Esta es una cuestión que se relacionará con la pasión del blanqueo, como se verá más adelante. 

Los libros de tela, por su parte,  recogen la suciedad libidinal de la palabra, como si fuera el material de absorbencia de una supuración: es decir, de la palabra en condición de delirio purulento pronunciado en voz baja, para que el traspaso experimente la menor merma posible  en el proceso de su conversión en materia  transcriptible. 






[1]
Reza Negarestani es un filósofo y escritor iraní, conocido por ser el "pionero en el género de la "teoría-ficción” con su libro Cyclonopedia. Artforum lo calificó como uno de los mejores libros de 2009.

[2] http://www.ramona.org.ar/node/62405
[3] Hago referencia al juego de palabras que proviene del uso de “sub-versión” como versión subordinada.