lunes, 19 de junio de 2017

P I N T U R A F I S C A L



En la pretenciosa y fallida exposición organizada para dar cumplimiento a las promesas con las Carmelas de la curatoría nacional, hubo dos pinturas que llamaron poderosamente mi atención, y que se suma a lo que he mencionado sobre el trabajo de Pia Michelle.

En términos estrictos, en la vorágine de trabajos pasados en limpio que se proponen emular las obras del manual santiaguino de la objetualidad y de las intervenciones documentarias de carácter decorativo, estas pinturas se destacan de manera ejemplar. 

Lo que  se da a ver directamente  en estas pinturas es el significante material: barro y alquitrán (tapa goteras).  Es decir,  que pone  en tensión  rudimentos de  la cultura rural y  de la cultura citadina  para sostener la  “invención de un paisaje” dominado por la profusión de un follaje que, manifiestamente, no deja ver el bosque.

En su obra  “La playita”, Francisco Bruna emplea barro proveniente de una excavación realizada en las faldas del cerro Renaico,  donde fueron enterrados campesinos asesinados durante la dictadura, para posteriormente ser arrojados a su cauce.  Esta es la información que aparece como párrafo adicional en la ficha museográfica.  Valga preguntarse qué hubiese ocurrido, en términos de “legitimación” de esta pintura, si no hubiese  indicado esta información.

Lo  anterior  da a entender que la ficha museográfica forma parte de la obra.  Aunque se puede pensar  que semejante párrafo ES la obra  misma y que la pintura no sería más que su extensión ilustrativa, porque el texto es más fuerte que la imagen. Incluso, hasta se podría sostener que la imagen del mural termina por banalizar un texto que se bastaba a si mismo; es decir, que tenía una potencia  por la que se validaba  la Palabra  revelada por sobre la Imagen referida. 

Pues bien: en este contexto interpretativo, la pieza video se hace absolutamente innecesaria, porque parece estar disponible  solo para satisfacer a una  cierta academia santiaguina de la contemporaneidad.   


Cuando se combinan dos tecnologías de la imagen para “reforzar” el texto de la historia,  lo que generalmente  invade el campo  es una “explicación saturada” que  termina por quemar el discurso. El mural se sostiene sin que sepamos de donde proviene el barro.  Pero ya que se insiste en la crítica de la representación del  territorio mediante la conversión de la tierra excavada en pigmento cubriente,  pensemos que el significante material pasa por encima de la denotación literal y permite interpretar la operación como un acto de albañilería sucia, que reclama por el “deseo de casa”. 

Se me dirá que es preciso acudir al título, para recuperar el  “sentido original” de la obra.  Se descubre, entonces, el uso paródico de la denominación de un lugar  que remite a actividades lúdicas  (la playita),  para sustituir  mediante su enunciación  la función del horror que dimite ante  los residuos de una masacre. 

Roberto Matta, en 1970,  en el MNBA realizó sus famosas pinturas sobre arpillera, pintando con barro. Pero en su versión, estaba  “parando”  los tabiques de una casa campesina donde el pueblo podría escribir sus deseos.  En 1981, Victor Hugo Codocedo dibuja sobre la arena de otra playa, la imagen de un emblema patrio, que es borrado por las olas.  Pero lo que él hace es pasar directamente a la invención del paisaje, superando la sujeción administrativa al territorio.  Es por la acción del arte que un territorio se reconoce como paisaje.  Es por el barro que la pintura de Francisco Bruna se valida,  porque porta consigo  la memoria  posible de todas las  excavaciones.  Y dicho sea de paso, de todas las contenciones, como  base arcaica  para la fabricación de la imagen que reproduce  la  representación del deseo de representación de la ausencia y de la desaparición.  Basta con asociar  esta acción al gesto del alfarero de Corinto que modela el perfil de un sujeto que ya no está. 

Francisco Bruna, en esta operación de (re)cubrimiento de una verdad  como pintura, modula el paisaje para mitigar el dolor de  su conversión  en jardín funerario.  

En el caso de Tomás Quezada, en cambio, el soporte pasa a jugar un rol por distinción. En la pintura de Francisco Bruna el soporte se confunde con el médium.  El muro pasa a ser una pantalla totalmente prescindible. No es el caso en la pintura de Tomás Quezada porque éste la ha imprimado, ¡con papel impreso!   Más bien, con papel mecanografiado sobre lo que parece ser papel fiscal. 

Ya no se trata de un juego de palabras, sino de una confusión programada a nivel de las tecnologías que habilitan el soporte.  Y sobre esa “cama”   el pintor  deposita la figuración viscosa del material empleado para tapar goteras,  en una abierta inversión  paródica del dripping.   De este  modo  estamos ante dos regulaciones formales; primero, la de la imagen como retención;  segundo, la del soporte como representación del renglón seguido.  Desde  este doble procedimiento analítico, Quezada   sostiene   esta pintura de “garaje mecánico”,  absolutamente citadina, yuxtaponiendo fragmentos  en diferentes escalas. 



Sin embargo, Quezada no construye un jardín, sino que devela su pasión por la  falsa pintura de plein-air, pero  practicada sobre  certificados de dominio figurados para dar cuenta de otro tipo de ausencia; la ausencia de la propiedad.


Si Francisco Bruna apela a la existencia de una tierra fiscal como pigmento madre, Quezada se remite al uso y abuso del papel fiscal como simulacro de título. Nunca antes, en pintura, se había  expuesto unas pruebas para poner en duda la legitimidad de la propiedad rural.

jueves, 15 de junio de 2017

EL TRABAJO DE PIA MICHELLE EN MATUCANA100.





En Matucana100  fue montada una exposición de obras de artistas de regiones.  La ilusión representativa llevó a los funcionarios a satisfacer el deseo ascendente de agentes, en su mayoría formados en Santiago, pero que fungen como glorias locales. Además, suele ocurrir que en los Fondart regionales, los egresados que regresan habiendo aprendido a llenar formularios, tienen mayores posibilidades de éxito que los tardo-modernos que ya han agotado todas sus posibilidades de circulación. Más aún si introducen en los objetivos-fundamento-descripción algunas palabras claves como ciudadanía, género, violencia simbólica, participación y comunidad.

La exposición en Matucana100 era una muestra-del-consejo destinada  a probar que el área de artes visuales había cumplido con una meta inclusiva. Coddou se paseaba ufano como dueño del lugar. Definida ya la dirección de Cerrillos los operadores de servicio han tenido que regresar a sus viejos cuarteles. Se acabó la funesta época del abrazo-del-oso.  Lo que les cabe ahora es desarrollar las deudas coloniales  en regiones.

Los curadores comprometidos en esta recepción capitalina de Carmelas, que se caracteriza por exponer su  fórmula de distracción compensatoria, se hicieron disponibles para mimar el juego de una inclusión fallida. El único que salva en esta operación es José Pablo Díaz, porque es un veterano experto en decepciones institucionales y que seleccionó a Pia Michelle –aparentemente liberados del formato Balmaceda- para montar una de las pocas  obras que desmontan el propósito de esta juntura intra-colonial.

LA obra de Pia Michelle es una parodia patrimonial, orientada hacia la depresión del paisaje. De hecho, el traslado  a Santiago de las partes de la obra provocó un incidente interno que puso en tensión la tolerancia administrativa hacia el “arte contemporáneo”. Que todavía estemos en esa no hace más que develar las precarias condiciones  locales de trabajo.

Las sillas consideradas en la instalación fueron todas recuperadas de un basural de fondo de quebrada y sometidas a un restrictivo procedimiento de conservación. Sin embargo, ha sido más que un mero rescate de restos de mobiliario, sino un verdadero re/potenciamiento de una estructura que condensa una de las condiciones mínimas del asentamiento humano.  Entre las patas laterales de la silla, los artistas han dispuesto un trozo de madera modulado especialmente para  modificar su uso y convertirla en una mecedora.



Traer una mecedora contra-hecha desde Valparaíso a Santiago es hacer estado de un arte de la usura subordinada que se confunde con la exhibición de la digna pobreza porteña, para  servir de insumo a un programa de recuperación artística de una vulnerabilidad histéricamente explotada.  La silla es productivista; se usa para trabajar, para comer, para asistir  a una ceremonia, etc. La mecedora indica el término de  jornada, el descanso en el zaguán, en un balcón, en una terraza, en un salón. En definitiva, es la ortopedia del ocio mínimo que recibe el desplome de un cuerpo cansado, al que acoge con la única contención doméstica  que le es posible. En este caso, las condiciones de maternación son forzadas y el dispositivo ofrece un par de audífonos que reproducen una información mantenida en secreto.

Roberto Matta había diseñado unas sillas para unos espacios imposibles en su proyecto de título de arquitectura, a mediados de los años treinta. Los muebles eran la “contra-forma” mobiliaria de los cuerpos.  En este caso,  para Matucana100,  Pia Michelle expone  la forma des/fondada que suple la maquinalidad de la  exposición orgánica  del patrimonio. 

De este modo, el objeto es incorporado al inventario del amoblamiento  propio de los tiempos de ocio.  En Valparaíso, sin embargo, esos tiempos del ocio no existen. Es solo un tiempo que traslada la deseabilidad territorial de los afuerinos que hacen negocio con la fragilidad de los otros.  El gesto institucional de esta obra devuelta a las fauces metropolitanas ha sido el de re/patrimonializar un objeto-ruina para demostrar la plena vigencia –como ya lo he sostenido-  de la figura exótica de una pobreza bien temperada. 

Pia Michelle trajo a Santiago la medida apropiada para identificar la oficial impostura del turismo cultural que aparece descrito en los planes de satisfacción escenográfica de una ciudad cuya gobernanza está bajo la línea crítica de la credibilidad política. La ortopedia convertidora de las sillas-mecedoras en display para la distribución de unos relatos que los visitantes de fin de semana  no escucharán nunca,  porque todo los conduce a “comer y tomar” en el lado oscuro de la gentrificación.  Entonces, en Matucana100,  el público  es  invitado a tomar asiento y  a  calzar los audífonos en los que puede  escuchar un relato de pertenencia, de anclaje simbólico prestado.

Por ejemplo, en uno de los audios una mujer cuenta la historia de una silla que ha estado en su casa desde el día de su matrimonio; en otro, un joven hace el relato que describe la silla que ocupaba su padre, mientras que en un tercero un hombre ya maduro cuenta cómo había encontrado tirada en la calle una silla que recogió, restauró y la puso en su jardín.



Las historias personales ponen a existir por el discurso una analítica territorial afectada por la sentimentalidad prescrita en el acomodo corporal disponible para los tiempos muertos.   De partida, las sillas relatadas son únicas; desentonan en la distribución del mobiliario familiar normalizador. Algunas han sido recogidas como si fueran quiltros-de-palo, convirtiéndose rápidamente en emblemas de una subjetividad que les atribuye un rol totémico.  Se trata, entonces, de objetos intransferibles asociados al dominio de un cuerpo cuya densidad es condensada para la recuperación de las fuerzas.


La silla-hablada es el anverso de la ruina y se descompone mediante la sonoridad identificatoria de la voz-de-un-sujeto que se hace portador de historia y no cargador de memoria acarreada.