lunes, 29 de abril de 2019

TRADUCIONES (3)




Hablemos de los poetas chilenos como de unos aventureros (adelantados) de la lengua. Así como en un momento pudimos hablar de unos aventureros del saber, cuando estudiábamos a quienes se encargaban de traficar con las ideas en el Mediterráneo de Fernand Braudel. Una historia lenta y móvil, de corrientes, de vientos dominantes, de lugares de tránsito, de refugios, para hacer de todo este mundo una historia no dominada por la arrogancia del presente; una historia larga y ribereña, que ya desde la Edad Media, en términos de larga duración, hicieron que la lengua de Europa fuera la traducción.

La lengua de Europa es la traducción. Esta frase le ha sido atribuida a Umberto Eco. La habría pronunciado en Arles en 1993 en las “Assises de la traduction littéraire”; aunque se dice que fue en la lección inaugural del College de France en 1992. Pero esto hace que la inquietud sobre la situación que se instala entre-dos[1] lenguas nos conduzca a la existencia de dos orillas, de dos bordes; por ejemplo, en un frente a frente, en los que existen dos filtros; como es el caso de Africa y Europa mediterránea. Esto tiene que ver con una historia que se asume como plural y diversa que poner al día diferentes texturas del tiempo.

Todo lo anterior ha sido observado por Patrick Boucheron en una conferencia sobre las historias conectadas del mediterráneo,  que para plantear su propósito recurre al título de la autobiografía de Vladimir Nabokof –"Las otras orillas"- en que hace el relato de la Rusia perdida y la manera de cómo no se resigna a perder su lengua. Es el libro de la infancia, del exilio, de la memoria, el libro del entre-dos de las lenguas, al punto de volver a traducir al ruso aquello que había escrito en inglés, de un modo análogo a cómo se escribe en español pensando en francés.

Nabokof aprendió una lengua que no era la suya, de manera suficiente para escribir y convertirse en escritor en esa misma lengua, para dominarla, practicando esa escritura  porque finalmente escribir significa hacerse extranjero en su propia lengua, para luego regresar a la lengua perdida.  Esto significa pasar sin transición de la familiaridad a la inquieta perturbación. En eso consiste nuestro trabajo: producir la familiaridad de aquello que nos parece lejos; proyectar la lejanía necesaria de aquello que está bajo nuestros ojos, para hacerlo regresar.

Al final de cuentas, ¿dónde se juega el poder de una política exterior, sino en las traducciones? Antes de venir aquí, tuve que leer “Decir casi la misma cosa” del propio Eco. Fue mi libro de cabecera mientras trabajé en Valparaíso, “traduciendo” unos conceptos (lengua de partida) en programas de acción (lengua de arribo).

Las traducciones son una actividad institucionalizante que hacen concurrir, por un lado, una universidad; por otro lado, una editorial; finalmente, un traductor. Lo que se arma es un triángulo productivo que pone en resonancia una palabra en una condición de extrañeza fundamental.  Es lo que se lee en las introducciones sobre la alegoría y el duelo. Cada palabra busca ser traducida para seguir viviendo, dentro de una cierta infidelidad respecto del original y de su posteridad acarreada.

La poesía chilena busca ser traducida, porque nunca puede traducirse. ¡Ah! La novela vendría a ser más traducible  que la poesía, porque sigue un itinerario de previsibilidad económica donde la lógica del negocio de la recepción la hace plausible. Toda traducción es tráfico, transferencia, traición.  Se traduce, para “intervenir”; para espiar mejor, para engañar. Por eso, la traducción, a veces, se acerca mucho al trabajo de contra-inteligencia. De hecho, grandes traductores y escritores han estado ligado a servicios de inteligencia en épocas de crisis.

La poesía, en cambio, goza de una ilusión ya afincada de superioridad ontológica.  Es una broma. Por esa razón es una punta de lanza cuya eficacia depende que encontremos un traductor que esté dispuesto a enfrentar lo intraducible. Solo una obra que permanece intraducible puede ser, efectivamente, traducible. La tarea de la traducción, como aman decir los nuevos especialistas, no es traducir, sino permanecer fieles a la intraducibilidad de la obra. Traducir es hacerse extraño en la lengua.




[1] Consigno aquí la existencia de la tesis escrita por Ivan Flóres sobre el estatuto del entre-dos.

domingo, 28 de abril de 2019

CIENCIA LITERARIA


En relación a lo planteado en la columna anterior, no se ha estudiado el aporte a la ciencia literaria chilena de la “lectura de comité central”, que tenía algo de asociatividad léxica desde la que armaba grandes cadenas locales de universos significativos.

Una cierta tradición de académicos de la lengua fue obligada  a tomar el camino del exilio y navegó por otros cauces. Pero tampoco sabían de la ciencia textual de comité central, cuyos principales exponentes también tomaron dicho camino; sin embargo, se consolidaron como espacios extremadamente diferenciados. Aunque no se sabría sostener hasta qué punto una revista como Araucaria mantenía algún tipo de autonomía diagramática. De todos modos, en el terreno de la escritura prospectiva, el “político” suplantó al “científico” definiendo una nueva institución en la decibilidad de la Historia.

Ronald Kay, en cambio, buscaba instalar el discurso de la anticipación de la catástrofe, para lograr una garantía política y orgánica como la que consiguió Raúl Zurita, en la medida que su poesía satisfacía las necesidades catártico-mitológicas del partido como categoría de construcción de lo real, y que seguía operando como categoría ontológica subordinada, bajo diversas figuras sustitutas.

El leninismo, al fin y al cabo, es (eminentemente) tipográfico. Esa es la imagen partidaria de la palabra: ISKRA, el título del diario.  Siempre, cuestión de título.  El título, puesto en cuestión. (Pero si todo eso ya fue abordado en 1985 por los Acuerdos Díaz-Mellado). El periódico político es el andamio del partido político. Hay que poner el acento en la palabra andamio, como soporte de la obra de Díaz, en 1984, cuando “abandona” la pintura, para escribir con luz de neón los “pie de página” de una historia de tercer grado.

La gran diferencia entre Ronald Kay y los “analistas de comité central” era que él reivindicaba los faits-divers, como un dandy que se excita con el olor de la tinta de la crónica roja, mientras que los segundos –como “ingenieros del espíritu” (Stalin)- encarnaban la lectura correcta de la Historia, que estaba escrita, como digo, en lengua tipográfica.

No pondré en un mismo rango la “crónica roja” y el “análisis político”, pero ambos son deudores de una retórica forense cuyas determinaciones modelan los modos de expresión. En su

Aunque valga recordar que hubo representantes de la ciencia partidaria de ese entonces que fueron extremadamente críticos de los estudios que hacían Mattelart y compañía sobre el discurso de la prensa liberal.  Lo que ocurre es que estos demostraban por extensión que la “prensa de izquierda” era estructuralmente de derecha en su concepción periodística, lo que los habilitaría para sostener, en 1974, la hipótesis sobre el leninismo insurreccional de la burguesía chilena, como base de un film que no será jamás difundido más allá de lo que ya ha sido, en el Chile de hoy: “La espiral”. 

¿Ronald Kay nunca leyó los textos de Mattelart publicados en el CEREN? Al parecer, ese tipo de “literatura” no estaba en su horizonte de reserva. Cuando escribió “Re-writing… “ (para revista Manuscritos) sacó a “El Quebrantahuesos” de su pre-determinación surrealistizante (medio gagá a des/tiempo)  y lo convirtió en el monumento que necesitaba para sostener la radicalidad de su propia escritura.

Sin embargo, aun así, hubo quienes ya habíancomenzaron a leer a Gramsci, seriamente, en 1963, y fueron “ninguneados” por una autoridad indolente que portaba consigo la verdad del proceso.  Después vinieron los agentes de  flaccidez en las ciencias humanas, cuando se dieron cuenta que por el curso de la derrota debían acomodar su desmarxistización a la presupuestariedad de las fundaciones americanas y re-inventar a Gramsci  banalizando el concepto de hegemonía.

Mientras tanto, en la escena de arte vinculada a los años post-dictatoriales –como acostumbran definir- al complejo discursivo Arcis-la-Chile tuvo la responsabilidad de poner en marcha un proceso de banalización análogo,  pero por la vía de la sobre-benjaminización de un discurso dispuesto a asociar el golpe militar con la gran catástrofe. Para desde allí, formular el valor de un trauma ontológico superior que habilita el presente como efecto-de-huella ininscriptible.



                       

LECTURAS, LECTURAS, LECTURAS



Después de las columnas sobre traducciones, ahora es preciso abordar el manejo de unas hipótesis que han sido puestas en juego en las relaciones entre imagen y palabra. Todo tiene que ver con la reconstrucción de unas polémicas formales de mediados de los años setenta.  Me urge declarar que esa historia –convertida en mito fundador-  no comienza con Ronald Kay en Revista Manuscritos (1975). Cuestión de proseguir con debates que no dejan de marcar nuestra historia (de la) crítica, incluyendo el desmontaje de sus mitos fundadores.

Nadie discute la irrupción de la revista como uno de los proyectos editoriales que colaboró en la construcción de una escena plástica polivalente y multi sistémica. ¡Qué palabras! Hay que decir, además, que tampoco las obras producidas en la coyuntura de 1980 “inauguraron” en Chile las relaciones entre arte y política.

El propio Mulato Gil había proseguido esta relación en la pintura republicana. Incluso desde cuando pintaba frailes dominicos que portaban en una mano el ejemplar de las sagradas escrituras sobre la que sostenía la maqueta de una Iglesia. ¡Objeto reducido y textualidad sagrada! Eso es de gran importancia. Siempre hay una escritura sagrada de referencia. Habrá que declarar de qué lectura nos hacemos responsables[1].

La posición del Mulato, por eso, es ejemplar.  ¡Por el solo hecho de ser cartógrafo y autógrafo del Director Supremo! Por algo será. Esto ya estaba inscrito en las estelas de la pintura colonial. Digo, la letra pintada. Que no se me acuse de meter a todos en un mismo saco; se entiende que corresponden a epistemes distintas, pero los elementos sobre los cuáles se asienta la relación son los mismos: arquitectura y discursividad.

Me refiero a la maqueta …. de una instalación. La gran instalación del arte chileno, como una …. maqueta.

En términos estrictos, lo único que introduce Ronald Kay, en 1975, es el valor metodológico del fait-divers, convertido y trasvestido en objet-trouvé-littéraire. Ahora, todo eso proviene de la sociología de la recepción de Jauss.  Tampoco inventa nada nuevo al bloquear las zonas de legibilidad de las portadas de El Mercurio como procedimiento poético revolucionario. Había que ser, desde ya, un conocedor de Tom Philips y Ian Hamilton Finley para entender la real dimensión de algunas cosas, sobre la letra bloqueada, y la letra esculpida en la piedra como remedo crítico de incisión originaria de la tablilla caldea, con la diferencia que ésta última necesitaba ser cocida. Es decir, suponía la existencia de las artes del fuego, sin la cual, al parecer, no hay escritura. Ni reproducción mecánica simple. De ahí que ya se sabe que toda historia del arte es la historia de su reproducción técnica. La falta de información promueve la dictadura analítica. Por otra parte, a nadie se le puede pasar desapercibida la “poesía encontrada” en la publicación de los Documentos de la ITT. La crónica roja ya dejaba de ser fait-divers para dominar el relato de la historia.

Ronald Kay, por lo demás, niega la experiencia de “lectura de los diarios” que tenía la izquierda mimeográfica como atributo literario fundamental, antes de que él mismo escribiera sobre “El Quebrantahuesos”. Antes, incluso, de que presentara “Variaciones ornamentales”.  

Si queremos ser relativamente rigurosos en la consideración de las fuentes, al menos debiéramos pensar que el título de una obra ya funciona como imagen: variaciones ornamentales.  Pero también como delito. Es decir, la lectura –también- como omisión de las fuentes.

Lo más simple es reconocer que la continuidad de la letra está siempre perturbada por obstáculos gráficos que reconfiguran la disponibilidad visual de esta, en su propia literalidad. Sabiendo de antemano que debemos preguntarnos de qué texto referencial es variación y bajo qué determinaciones, un ornamento. (Me refiero, claro, a la “arquitectura del texto”). Por eso, no me parece que sea condición suficiente para comprometer a Ronald Kay con una hipótesis efectiva sobre de la muerte del autor. No se ha conocido en esta escena a un autor-más-autoral que Ronald Kay. Solo que ha sido insuficiente el acondicionamiento teórico destinado a promover la “blanchotización” forzada de su escritura.

En la coyuntura político-intelectual de los setenta, la reconfiguración de fuerzas a nivel de la letra hizo que las técnicas del “análisis de contenido” implementadas por las ciencias humanas americanas inventadas para uso de los analistas de la CIA, fueran ya traspasadas a los activos intelectuales partidarios, para cuyos agentes la realidad era “reducida” a las portadas de los periódicos,  convertidas  en modelo reducido de referencias sintomáticas.

Todo esto va (mucho) más allá de Ronald Kay y del lugar que ocupaba en el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH), a fines de la Unidad Popular. En su poética implícita (de la) política la textualidad unitario-popular  dio nacimiento a un modelo operativo que estableció un campo literario dominante, en relación con el campo literario de la academia universitaria.

Así como después de 1973 hubo espacios que se autodefinieron –con gran sentido de la oportunidad- como resistentes, se puede sostener que el DEH de antes de 1973 era un espacio reticente. Cada cual se hará responsable de sus reticencias.

La gráfica puesta de manifiesto en la publicación de los Documentos de la ITT durante la Unidad Popular ya había instalado el rol del bloqueo como estrategia de puesta en página reversiva de una prueba incriminatoria. Existió un tic epocal que consistió en el barrado de la letra y la sobreimpresión, primero de una línea negra que fisuraba la palabra, que luego se transformó en franja abiertamente oclusiva. Eso, en la fértil imaginación de no poca gente atribuía a la crítica, era el signo de la más absoluta “radicalidad”. Sobre todo, porque la palabra barrada le proporcionaba un aire lacaniano al cometido.  Juan Luis Martínez ya se había adelantado.

En la escena oficial de la escritura partidaria durante la pre-dictadura, la “lectura de comité central” instaló (algo así) como la preeminencia inconciente de lengua tipográfica. Luis Emilio Recabarren era editor.   El diario del partido es el andamiaje del partido.

Entonces, en la superficie impresa de la página del diario la distribución de las columnas y el tamaño de los encabezados proporcionaban una clave interpretativa suplementaria. Viejos chamanes analizan las huellas dejadas por los zorros en la arena.

Para los lectores autorizados de la fase, que habían inventado el género del Informe Político, “lo real” estaba disimulado en la entre-línea. Ronald Kay, sin embargo, estaba –a destiempo- en otro régimen de performatividad literaria. Fue preciso que el poder de los primeros fuera visiblemente demolido para que su tentativa –recién- alcanzara la visibilidad reservada a los catecúmenos de la nueva crítica.



[1] Sobre la génesis de las escrituras sagradas del arte chileno se encuentra en preparación la edición de un libro con tres textos sobre el trabajo de Eugenio Dittborn, en que –entre otras cuestiones- se aborda la lectura que Ronald Kay instaló y que se convirtió en una condición canónica de su estudio. La corrección editorial está a cargo de Sebastián Astorga y el libro será publicado en el curso de este año por Ediciones UDP.