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miércoles, 5 de junio de 2019

PREGUNTAS COMUNISTAS



En www.d21.cl, Pedro Montes publicó ayer una descripción forense que da respuesta a las objeciones que Scott Weintraub, profesor de la Universidad de Oklahoma, formula en un paper que publica la revista Latin American Literature Today, en el que descalifica su trabajo editorial, y de paso pone en duda la probidad de Eliana Rodríguez, la viuda de Juan Luis Martínez. Dicha acusación está basada en el testimonio de Ricardo Cárcamo, que declara haber sido el autor de las anotaciones atribuidas  a Juan Luis Martínez, realizadas a mano sobre un ejemplar de “La Nueva Novela”, que Pedro Montes publica de manera facsimilar.

La descripción forense que hace Pedro Montes me ahorra hacer un resumen. Al leer este texto y recordar el paper del profesor Weintraub me formulé una pregunta comunista. En la  retórica del discurso político, una pregunta comunista contiene tres sub-preguntas encadenadas que forman un bloque enunciativo: 1.- para quien escribe?; 2.- quien le paga?; y 3.- cual es su propósito objetivo?

El paper del profesor, en su andamiaje, solo amerita –a mi juicio- que se le formule una pregunta comunista, como chiste literario, porque asume desde un comienzo la forma de una maquinaria de desmontaje, destinada a probar que   la publicación realizada por Pedro Montes  es un fraude.  En esta operación el investigador emplea la literalidad de la versión de quien reclama la autoría, convirtiéndolo en su ventrílocuo por inversión, sin realizar el trabajo de verificación de la fuente.

Sorprende, de hecho, que no haya recurrido a un estudio sobre el estatuto del trabajo de la anotación literaria, como “género” y puesta en escena de un dispositivo de transmisión ya sancionado por la french theory. Hubiese sido un bello trabajo sobre las condiciones bajo las cuáles Juan Luis Martínez realizaba frecuentes intercambios con estudiantes y jóvenes poetas que lo visitaban en su casa y en la librería. De ahí  a considerar a Cárcamo como un colaborador autoral hay un largo trecho, que el profesor Weintraub no considera.

Voy a comenzar por la tercera pregunta comunista. ¿Qué intereses sirve? Tengo una idea: sirve los intereses de franjas de académicos que consideran que solo es válido reconocer las obras publicadas en vida por el autor. En el caso de Juan Luis Martínez, en la medida que es preciso instalar la pertinencia de una obra que solo han tenido acceso mediante publicaciones, los académicos solo consideran lícitas, “auténticas”, aquellas que el propio autor preparó de manera explícita para su publicación.

El problema con Juan Luis Martínez es que se debe establecer el nivel de preparación de una edición específica, teniendo en cuenta que gran parte de su trabajo consistía en preparar sus obras; solo que no disponía de los medios para llevarlas a la imprenta. Entre tanto, falleció. Le faltó tiempo. En efecto, no tuvo mecenas y no tuvo acceso a fondos públicos. A fines de los años setenta no existían. 

Ahora, en la medida que estos académicos no pudieron acceder a las obras que estaban en posesión de la familia, le restaron validez  montando su condición de “resto”, en la medida que no eran sancionadas por su dispositivo de autovalidación institucional. La falta de audacia, por no decir, mojigatería de los editores es que no fueron explícitos hasta que encontraron a Ricardo Cárcamo. Solo en ese momento les fue posible montar la operación de descalificación, en que debían demostrar que Pedro Montes y Eliana “fabricaban” originales.

De este modo, el paper del profesor Weintraub satisface los intereses de una secta de académicos que se instala como garantizadores de la obra de Juan Luis Martínez, a los que ni el trabajo del editor Pedro Montes ni la acción de Eliana Rodríguez les merecería confianza. Defensores de la academia, no trepidan en emplear métodos no académicos para validar sus operaciones. Pero eso es lo común en el mundo académico. A tal punto, que a veces resulta muy complejo hacer una distinción tajante entre un mundo y otro. Lo no académico infracta lo académico como una condición necesaria de su propia existencia. De este modo, el deseo instituyente del profesor  Weintraub encarna  los intereses del editor. Por eso afirmo que se trata de una operación de demolición, en la que éste –al instalar una entrevista como fuente- hace el trabajo de agitar la mano mora de un comanditario objetivo, que lo haría compartir sus mismos propósitos. A menos que no sea a la inversa. Esto es, propiamente, la proposición de una intriga grosera que trabaja en un terreno de disputa institucional, puesto que se trata, no de un problema de análisis textual, sino de sociología de la distribución académica de la atribución autoral, en la que los propios participantes son  síntoma.  En esta operación es muy importante descalificar a Pedro Montes como editor independiente “sometido al mercado”, para recalificar el gesto de los editores de la revista, que para estos efectos asumirían la bandera de una “política pública” en el campo literario.

Ahora viene la segunda pregunta comunista: ¿quien le paga? Aquí, el asunto es más difuso, no porque no sea claro el objeto en disputa, sino porque  aviva  la cortina de humo. Suele ocurrir que académicos recurran a la metáfora del financiamiento. Es muy importante saber de donde proviene la infraestructura que sostiene la producción de los conceptos.  ¿Quién le paga al profesor Weintraub? No hablo de salario en sentido estricto, sino del valor simbólico que adquiere una operación de atribución autoral. Por un lado, como se suele decir, tenemos un chancho; y por otro, quien le da el afrecho. Esa es la figura que habilita un tipo de administración proveedora de una promesa. Sin embargo, el mecanismo funciona solo a condición de convertir al chancho en ventrílocuo, bajo la promesa de no cortar el suministro del afrecho.

La promesa se hace evidente en la medida que se ofrece en pago simbólico, bajo la figura de un reconocimiento autoral de las anotaciones de Ricardo Cárcamo. Cabe preguntarse si el rofesor Weintraub posee facultades para saldar la deuda contraída. Luego de manejar la comparecencia de Ricardo Cárcamo en la escena literaria que la revista gestiona, no se ha podido tener acceso a ninguna prueba de una escritura autónoma que refrende la afirmación de autoría. No solo de las anotaciones. (Al parecer, las anotaciones serían “la obra” de Ricardo Cárcamo).

¿Existen documentos en los que otros visitantes de Juan Luis Martínez hayan anotado observaciones semejantes, como sería normal en un trabajo de “colaboración”?  ¿Eso es todo? El profesor Weintraub no hizo el trabajo previo para establecer la existencia de un material irrefutable que asegurara la verosimilitud de la versión de Ricardo Cárcamo. Existiría la posibilidad que algunas de las visitas tomaran apuntes. Entonces, debiera existir algo así como un inventario de apuntes documentariamente autentificados.

¿Y si éstos hubiesen “tomado apuntes”, tendrían la iniciativa –hoy día, con el apoyo del  “aparato crítico” del profesor Weintraub-, para sostener las respectivas autorías; escudados en que los escritos garantizados por la academia solo cubren los textos publicados por Juan Luis Martínez en vida? ¿Este sería el pago, entonces? ¿Producir su autoralidad? ¿Y de paso declarar que lo que no fue publicado por Juan Luis Martínez en vida corresponde a la “fabricación de un fraude”?

Finalmente, vamos a la primera pregunta comunista: ¿a quien sirve la operación del profesor Weintraub y de su editor? La “dialéctica” puede funcionar de este modo. Es usual en el análisis político realizado por una cierta tradición del discurso, formular esa misma pregunta para señalar la posición de clase del adversario. En este caso, esta hipótesis es sugerida por el juego de oposiciones planteado por el profesor, entre “editor privado” y “universidad pública”. Así, era común señalar que tal o cual servía a los intereses del “imperialismo y de la burguesía nacional” que son vectores generativos de ficción, para revertir el efecto de la pregunta como operativo de sanción académica. El chiste metodológico consiste en recurrir a los residuos de una tradición para invertir los términos del problema y potenciar la explotación de elementos extra literarios.  

Lo extra literario se desplaza contextualmente para servir de acomodo a propósitos de política analítica en el campo de los estudios literarios. Es la manera más sencilla que existe para realizar un desplazamiento que busca obtener una determinada rentabilidad textual. Ciertamente, lo que está en cuestión es la rentabilidad textual de la operación del profesor Weintraub, estructuralmente determinada.

La pertinencia del texto de Pedro Montes reside en el carácter descriptivo forense de un procedimiento destinado a validar un momento significativo de su producción editorial. En este punto, expone de manera exhaustiva la cadena de  graves falencias sobre las que  la puesta en escena editorial del paper del profesor  Weintraub se instala como un modelo de trabajo paralelo a su propio trabajo analítico sobre la obra de Juan Luis Martínez. Lo grave sería que fuese, no un trabajo paródico, sino que ocupara el espacio de la sub-versión, sosteniendo  la supra-versión de su figuración académica.  

domingo, 28 de abril de 2019

LECTURAS, LECTURAS, LECTURAS



Después de las columnas sobre traducciones, ahora es preciso abordar el manejo de unas hipótesis que han sido puestas en juego en las relaciones entre imagen y palabra. Todo tiene que ver con la reconstrucción de unas polémicas formales de mediados de los años setenta.  Me urge declarar que esa historia –convertida en mito fundador-  no comienza con Ronald Kay en Revista Manuscritos (1975). Cuestión de proseguir con debates que no dejan de marcar nuestra historia (de la) crítica, incluyendo el desmontaje de sus mitos fundadores.

Nadie discute la irrupción de la revista como uno de los proyectos editoriales que colaboró en la construcción de una escena plástica polivalente y multi sistémica. ¡Qué palabras! Hay que decir, además, que tampoco las obras producidas en la coyuntura de 1980 “inauguraron” en Chile las relaciones entre arte y política.

El propio Mulato Gil había proseguido esta relación en la pintura republicana. Incluso desde cuando pintaba frailes dominicos que portaban en una mano el ejemplar de las sagradas escrituras sobre la que sostenía la maqueta de una Iglesia. ¡Objeto reducido y textualidad sagrada! Eso es de gran importancia. Siempre hay una escritura sagrada de referencia. Habrá que declarar de qué lectura nos hacemos responsables[1].

La posición del Mulato, por eso, es ejemplar.  ¡Por el solo hecho de ser cartógrafo y autógrafo del Director Supremo! Por algo será. Esto ya estaba inscrito en las estelas de la pintura colonial. Digo, la letra pintada. Que no se me acuse de meter a todos en un mismo saco; se entiende que corresponden a epistemes distintas, pero los elementos sobre los cuáles se asienta la relación son los mismos: arquitectura y discursividad.

Me refiero a la maqueta …. de una instalación. La gran instalación del arte chileno, como una …. maqueta.

En términos estrictos, lo único que introduce Ronald Kay, en 1975, es el valor metodológico del fait-divers, convertido y trasvestido en objet-trouvé-littéraire. Ahora, todo eso proviene de la sociología de la recepción de Jauss.  Tampoco inventa nada nuevo al bloquear las zonas de legibilidad de las portadas de El Mercurio como procedimiento poético revolucionario. Había que ser, desde ya, un conocedor de Tom Philips y Ian Hamilton Finley para entender la real dimensión de algunas cosas, sobre la letra bloqueada, y la letra esculpida en la piedra como remedo crítico de incisión originaria de la tablilla caldea, con la diferencia que ésta última necesitaba ser cocida. Es decir, suponía la existencia de las artes del fuego, sin la cual, al parecer, no hay escritura. Ni reproducción mecánica simple. De ahí que ya se sabe que toda historia del arte es la historia de su reproducción técnica. La falta de información promueve la dictadura analítica. Por otra parte, a nadie se le puede pasar desapercibida la “poesía encontrada” en la publicación de los Documentos de la ITT. La crónica roja ya dejaba de ser fait-divers para dominar el relato de la historia.

Ronald Kay, por lo demás, niega la experiencia de “lectura de los diarios” que tenía la izquierda mimeográfica como atributo literario fundamental, antes de que él mismo escribiera sobre “El Quebrantahuesos”. Antes, incluso, de que presentara “Variaciones ornamentales”.  

Si queremos ser relativamente rigurosos en la consideración de las fuentes, al menos debiéramos pensar que el título de una obra ya funciona como imagen: variaciones ornamentales.  Pero también como delito. Es decir, la lectura –también- como omisión de las fuentes.

Lo más simple es reconocer que la continuidad de la letra está siempre perturbada por obstáculos gráficos que reconfiguran la disponibilidad visual de esta, en su propia literalidad. Sabiendo de antemano que debemos preguntarnos de qué texto referencial es variación y bajo qué determinaciones, un ornamento. (Me refiero, claro, a la “arquitectura del texto”). Por eso, no me parece que sea condición suficiente para comprometer a Ronald Kay con una hipótesis efectiva sobre de la muerte del autor. No se ha conocido en esta escena a un autor-más-autoral que Ronald Kay. Solo que ha sido insuficiente el acondicionamiento teórico destinado a promover la “blanchotización” forzada de su escritura.

En la coyuntura político-intelectual de los setenta, la reconfiguración de fuerzas a nivel de la letra hizo que las técnicas del “análisis de contenido” implementadas por las ciencias humanas americanas inventadas para uso de los analistas de la CIA, fueran ya traspasadas a los activos intelectuales partidarios, para cuyos agentes la realidad era “reducida” a las portadas de los periódicos,  convertidas  en modelo reducido de referencias sintomáticas.

Todo esto va (mucho) más allá de Ronald Kay y del lugar que ocupaba en el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH), a fines de la Unidad Popular. En su poética implícita (de la) política la textualidad unitario-popular  dio nacimiento a un modelo operativo que estableció un campo literario dominante, en relación con el campo literario de la academia universitaria.

Así como después de 1973 hubo espacios que se autodefinieron –con gran sentido de la oportunidad- como resistentes, se puede sostener que el DEH de antes de 1973 era un espacio reticente. Cada cual se hará responsable de sus reticencias.

La gráfica puesta de manifiesto en la publicación de los Documentos de la ITT durante la Unidad Popular ya había instalado el rol del bloqueo como estrategia de puesta en página reversiva de una prueba incriminatoria. Existió un tic epocal que consistió en el barrado de la letra y la sobreimpresión, primero de una línea negra que fisuraba la palabra, que luego se transformó en franja abiertamente oclusiva. Eso, en la fértil imaginación de no poca gente atribuía a la crítica, era el signo de la más absoluta “radicalidad”. Sobre todo, porque la palabra barrada le proporcionaba un aire lacaniano al cometido.  Juan Luis Martínez ya se había adelantado.

En la escena oficial de la escritura partidaria durante la pre-dictadura, la “lectura de comité central” instaló (algo así) como la preeminencia inconciente de lengua tipográfica. Luis Emilio Recabarren era editor.   El diario del partido es el andamiaje del partido.

Entonces, en la superficie impresa de la página del diario la distribución de las columnas y el tamaño de los encabezados proporcionaban una clave interpretativa suplementaria. Viejos chamanes analizan las huellas dejadas por los zorros en la arena.

Para los lectores autorizados de la fase, que habían inventado el género del Informe Político, “lo real” estaba disimulado en la entre-línea. Ronald Kay, sin embargo, estaba –a destiempo- en otro régimen de performatividad literaria. Fue preciso que el poder de los primeros fuera visiblemente demolido para que su tentativa –recién- alcanzara la visibilidad reservada a los catecúmenos de la nueva crítica.



[1] Sobre la génesis de las escrituras sagradas del arte chileno se encuentra en preparación la edición de un libro con tres textos sobre el trabajo de Eugenio Dittborn, en que –entre otras cuestiones- se aborda la lectura que Ronald Kay instaló y que se convirtió en una condición canónica de su estudio. La corrección editorial está a cargo de Sebastián Astorga y el libro será publicado en el curso de este año por Ediciones UDP.