martes, 27 de septiembre de 2016

M É T R I C A







No se toma a la ligera  una invitación desde  blogdericardolagos@gmail.com  Leo el encabezado  del programa:  Pensar Chile: una tarea permanente.  Recupero un fragmento  que me parece capital: “ Hoy ha llegado el momento de volver hacer un planteamiento del país al que queremos llegar, definir en conjunto las metas compartidas para lo que queda del siglo XXI e incorporar una nueva métrica, es decir, una nueva forma de medir el progreso de Chile y de lo que los chilenos quieren alcanzar hacia delante”.

Definir en conjunto metas compartidas para el país al que queremos llegar supone, sin embargo, incorporar una nueva métrica.  La apuesta es radical: para determinar una medida del progreso del país, Ricardo Lagos emplea una palabra que va buscar al léxico del análisis literario. ¿Acaso va a comparar el progreso de la poesía con el progreso del país?  Siempre he sostenido que cuando la política pierde su edificabilidad recurre a la poesía; es decir, al mito, para recomponerse.

Fue la manera que tuve para  explicarme la necesidad política de poder disponer de la poesía de Raúl Zurita,  en el momento en que la recomposición  cuasi fundacional de su espacio más  lo requería. La poesía, entonces, permitió que el mito encubriera la autocrítica y por eso la política quedó impune.  Toda la responsabilidad de la catástrofe le fue imputada a la monstruosidad del Otro. Pero luego, recuperó el poder de la sangre como semen cristianorum.

La poesía, sin embargo, pudo regresar a lo suyo, porque la  política de la memoria pasó a cumplir con el  nuevo rol de encubrimiento esperado, para pavimentar  la fase de radicalización de unas reformas que pasan a poner en peligro la estabilidad del sistema.  En este marco de inflación discursiva que buscó ampliar el liberalismo social bajo léxico socialista casi-bolchevique, Bachelet pasó a encarnar no ya la figura  reparatoria de Allende, sino la fisura  vindicativa de Altamirano.   

Ricardo Lagos invita a incorporar una nueva métrica para medir el progreso de la enunciación del Chile, como esfuerzo poético. Recuerdo que en los años de plomo se mencionaba  la figura del  purgatorio como reverso del deseo que las miradas del pueblo escribían con su dolor en los cielos.   Matta se había quedado corto. La pintura se había quedado corta.  Por eso Matta  “hablaba” en sus pinturas sobre tela y barro enyesado que sobre su superficie se escribía el deseo de liberación del campesinado pobre,  que era el único conjunto social que este conocía y en el que localizaba algo así como la autenticidad eruptiva de sus morfologías psicológicas. Solo que no previó que la poesía era la herramienta adecuada para escribir en los cielos aquello que era negado en la tierra.

Ante el “estado de guerra”, la poesía le indicó a la política la manera de incorporar la métrica que la fase de legitimación del Estado Político Concertacionista requería. Ha sido preciso que Ricardo Lagos declare la regresión al primer estado señalado, para desplazar a los poetas y  asumir en persona la incorporación de una nueva métrica como la demanda diagramática del período que se inaugura.  Que viene a ser como si dijera que ya basta de imagen; que incluso, ya basta de inflación del imaginario mediante una ilustración insatisfactoria. Lo que se viene es la fuerza de la Palabra y del Programa que asegura la Permanencia de Chile en su modo de pensar/se.  Tarea, para la cual, la Imagen será, no solo insuficiente, sino indebida, porque la “seminalidad” del Verbo debe suplir  la  “sanguinidad”  que hasta ahora la sostiene.

Bajo esta consideración,  la reciente inauguración de la exposición Una imagen llamada palabra es el primer acto institucional a favor de la candidatura de Ricardo Lagos, porque señala la dimensión faltante   de una   Imagen  que no logra representar ni “poner en escena” la densidad de la Palabra; dejando la vía libre para que se plantee la necesidad de una nueva métrica que sea capaz de proyectar la nueva medida del Verbo Incorporante, como política.  

Raúl Zurita declaró hace muchos años que el Verbo  inventó el paisaje. Ahora, Ricardo Lagos aprovecha esta enseñanza y modela la nueva métrica para la invención del nuevo paisaje cultural. Es un desplazamiento retórico hacia una nueva  política de la enunciación,  sobre la cual sea posible construir el edificio del lenguaje para sostener la seminalidad efectual de  Chile, como  palabra  terminal  impresa (grumo serográfico), convertible  en  Programa  de(l) Futuro.



domingo, 25 de septiembre de 2016

VAGONES DE CARGA DE LA IMAGEN

En el trabajo directo de crítica,  preparo una exposición de dibujos de Francisco González-Vera en el Instituto Cultural de Las Condes.  Todo parte de una fotograma de una película de Angelopoulos, que éste había visto con Balmes.  Pero el gesto es el mismo. Partir de un fotograma cercano a los relatos de fuga y asentamiento precario. ¿Qué puede significar un carro de carga, detenido en medio del campo? De un modo análogo, ¿qué puede significar la fotografía de José Ricardo Ahumada Vásquez, tendido en el borde de una vereda, con las piernas en la calzada, como si la cuneta hubiera realizado la función de la guillotina, para separar el ámbito privado del  espacio público? Balmes ya había realizado la pintura NO a partir de un  afiche de su propia autoría, revelando las inter relaciones entre gráfica y pintura en la coyuntura de 1971. 

Hace dos semanas, compré a precio rebajado, en Altamira, una novela de Arturo Pérez-Reverte,  “El pintor de batallas”, atraído por la fotografía de la portada.  La verdad es que había visto recién una exposición de retratos de Luis Poirot sobre personas “de antes”.  La batalla  imaginada y su efecto en la decisión de compra de la novela  tenían que ver con Poirot y nuestro paseo mirando los árboles del bosque de las Ardenas, donde el 101 de paracaidistas estadounidenses no cedieron un centímetro de terreno en diciembre de 1944. 

Semprún escribió que escuchaba la BBC, siendo miembro del aparato clandestino del partido comunista en el campo de Buchenwald.  Siempre repetía la misma frase: los norteamericanos no cedieron un centímetro de terreno ante la contraofensiva alemana.  De eso dependería la vida de unos otros miles a  unos cuantos centenares de kilómetros de distancia, en los campos.  En 1963 publicó una novela: “El largo viaje”.  Su propósito era relatar la experiencia del olvido.  En ese momento, Balmes estaba de viaje, nuevamente. Vería en Paris, “Morir en Madrid” de F. Rossif (1962).  Ese año expondría junto al Grupo Signo, en esa ciudad, acogido por la figura del crítico José María Moreno Galván, con  quien, diez años  después, formaría el Museo de la Solidaridad.  En el 2009, Balmes era su director, hasta que Ottone lo desbancó gracias a Correa,  para quedarse con el cargo.  Ahora Ottone escribe sobre Balmes en el pasquín-catálogo de la muestra que su dudoso lugarteniente organizó y en la que Jaar  fue el único artista que se ha negado a participar.



Entonces, en el 2008, Francisco González-Vera era el asistente de Balmes en el MSSA. Por los avatares de la vida de exclusión del sistema de arte local,  éste pasó recientemente su doctorado en Barcelona y es de los pocos artistas que no han sucumbido a la fatalidad del  artista-docente.  Por eso trabaja en  DECAPACK.  Y le corresponde trasladar  la obra de Balmes hasta Cerrillos. La han movido desde el hall del edificio de Avda El Golf con todas las precauciones de rigor; como nunca esta pintura ha sido “tratada”.  Muchos de los asistentes del  dudoso curador jamás habían visto una caja de embalaje, porque no son profesionales sino “niños de los mandados”.  Tampoco sabían lo que implica un seguro para obras de esta envergadura.  Y lo sorprendente es que haya tenido que ser  Francisco González-Vera quien asumiera la responsabilidad de este traslado,  habiendo sido el diligente asistente del propio Balmes, desde la época en que éste comenzara a hablar de la noción de artista-ciudadano. 

Balmes, Semprún, Rossif, Angelopoulos, Resnais, la memoria de los trenes de carga,  desde cuyos fotogramas Francisco González-Vera arma su exposición para el mes que viene, recogiendo una sección de dibujos de trenes detenidos en medio del campo, sobre líneas de caligrafía, para que las masas de grafito no pierdan el “horizonte de espera” que  ha fijado la palabra,  en la época de su reproductibilidad técnica, como imagen taquigráfica.

En este vagón detenido está contenido el efecto del verbo acarrear,  que equivale a conducir unos cuerpos a la muerte.  Por eso adquiere importancia, en este contexto, la noción de sombra acarreada, para referir a la proyección sobre la tierra de un cuerpo en su momento de abatimiento, como la del combatiente  de Robert Capa.  Sin embargo, a lo que  apunta el fotógrafo de la novela de Pérez-Reverte es que hay  pequeños trucos para “empañar la fiabilidad de la cámara, devolviéndole unas imperfecciones que ayudarán al ojo del observador a captar las cosas de otro modo: la misma distorsión focal que, en lenguaje pictórico, desfigura la minuciosa hierba de Giotto con las pinceladas gruesas de Matisse” (página 72, Punto de Lectura, 2007).

Esas imperfecciones y distorsiones locales son posibles solo en el ejercicio de la pintura, porque solo en ella se da cuenta de las incertidumbres del territorio, como en el caso de las masas negras que reproducen de manera imperfecta el peso de la gravedad en la imagen de José Ricardo Ahumada Vásquez, caído, que Balmes pinta en 1973 y que luego trasladará a una obra serigráfica.  Porque si de traslados se trata, la detención del vagón de tren en medio del campo, distorsiona las condiciones propias que van a fijar un espera sin horizonte. 


jueves, 22 de septiembre de 2016

LA LETRA (hace) FIGURA

La pintura NO de José Balmes es un homenaje a la fase letrista del muralismo BRP.
Camilo Yáñez no nos va a venir a repetir lo que ya le enseñamos, hace mucho: que en la escena chilena, la Letra (hace) Figura. 



José Balmes fue ayudante de Camilo Mori en la cátedra de dibujo, en la Facultad de Arquitectura.  Hay una cierta filiación, certera, entre el letrismo inicial  de uno y el letrismo terminal de otro, en un período que se extiende entre 1923 y 1973.

Ya me he referido al valor político del enunciado pictórico implícito en No.  Esta vez,  haré referencia al antecedente inicial, ya que a través de la letra pintada como fisura formal, puedo conectar ambas coyunturas de aceleración.

El Boxeador  puede ser considerada como la primera gran pintura anti-oligarca en el arte chileno.   No solo porque hace ingresar a la Historia a un personaje plebeyo, sino que exhibe a un sujeto que se levanta como sustituto  social amenazante.  El box es el deporte más popular a comienzos del sigo XX y logra  construir  un espacio  deportivo donde   cruzan  sus miradas  los aristócratas que se encanallan  con el lumpen, pasando por todas las secciones de clase intermedias.  Es un pintura donde el  boxeador  aparece como un reverso social  que desplaza  al que hasta entonces había definido el retrato de la masculinidad; es decir, el caballero chileno como figura de poder y de identidad vestimentaria de  clase.



La corporalidad del boxeador rompe con el canon físico del  “pituco”  que domina en el salón, mientras este otro construye su socialidad  específica y  periférica,  fabricando una nueva intimidad, en el gimnasio,  asociado a clubes de boxeo populares que sustituyen simbólicamente las formas de organización sindical, como espacio de  reparación,   luego de sangrientas derrotas.

En el siglo XX esta es una de las primeras pinturas en las que  adquieren cuerpo los  materiales gráficos populares como parte del espacio pictórico.   Esto significa poner en  conflicto el cuerpo de la letra con la carnalidad representada.  Lo cual  instala una cierta novedad que perturba el canon de la academia dominante e introduce nuevos  personajes al “album familiar” de la  pintura chilena.   Ya con esto solo,  esta pintura es motivo de escándalo  para el “sentido común” plástico, representado en ese entonces por el crítico de “El Diario Ilustrado”,  Natanael Yáñez Silva.  

Los  carteles publicitarios de cigarrillos y de revistas de boxeo  señalan el rigor del espacio de la letra en el cuadro.  El ring está  en segundo plano, opacado por la monumentalidad del cuerpo  plebeyo del boxeador, dominando con su chaleco rojo el conjunto de la escena.  Visiblemente, ha terminado de entrenar y ha  guardado los guantes.  La paradoja es que  lo que ha sido  encubierto  son sus manos.  El procedimiento ha sido realzar su importancia en proporción directa con la dimensión de su ausencia.

El hombre guarda sus manos en los bolsillos.  Las ha puesto fuera de combate. El mismo, fuera del ring, está  ocupando una posición similar. El cuadrilátero  apenas esbozado  señala el lugar de excepción  donde todos los que allí participan están sometidos a  las leyes de una equiparidad que  unifica el imaginario de la desigualdad  posicional de los sujetos fuera del ring.  Hablaremos de fuera del ring como una metáfora de la puesta fuera de cuadro. Es por su inclusión en el ring que este sujeto ingresa en el campo de la historia, a través de la pintura.

La pintura ha sido ejecutada de acuerdo a ciertos parámetros que podríamos calificar de “fauvistas”.  Y este es  el máximo de “expresionismo” que se puede  tolerar en la representabilidad del “otro” social a veinte años de la celebración del Centenario.  Dicho expresionismo se resume en una ostentación del efecto de la tumefacción, producto de los golpes en  la carne.  De este modo, el chaleco rojo adquiere un atributo de carnalidad desollada, que resulta ser, finalmente, una gran  pictórica respecto de la representación de la carne. Esta es la pintura de una carne golpeada cuyos efectos cromáticos han ocupado la casi totalidad del  campo del cuadro.   Podemos decir  que llega a  condensar la representación de la sangre derramada en el combate social, que  se convierte en el emblema de una derrota de proporciones,  buscando la compensación  mediante una vía de auto sacrificio,  que se  devela  como el chivo expiatorio   destinado a justificar su propia puesta fuera de juego. 


De este modo es por la pintura que se inaugura la nueva escenografía   para la agonía  de quien, coreográficamente, resiste ofreciendo su imagen como  objeto de acometida fatal.  Sin embargo,  lo único que posee es la oblicuidad de una mirada que no nos está destinada. Su insistencia  verifica por anticipado  la dimensión del peligro que lo acecha, desde fuera del ring.   Desvía la mirada, para adquirir una autonomía fisiognómica  a través de la pintura, para escapar a la ley de la fotografía judicial destinada a criminalizar toda percepción del rostro.  La pintura libera  porque proporciona las líneas de fuga  de un imaginario sometido a la pose  lombrosiana.  El tabique nasal  con signos visibles de castigo  permite medir la profundidad de las cuencas oculares y  declara su retención  en  la línea  pilosa  de las cejas,  para cancelar el alcance de  su frente iluminada.  Lo que perturba, en todo caso, es la inconsciente precisión de los bordes de la sudadera, que  señalan la existencia de una soga invertida  en torno al cuello  de un sujeto que (se) sabe camino al matadero.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

ARBOLES, HIERBAS, ARROLLUELOS.

Existen pocos textos sobre el paisaje chileno y la mayoría terminan siempre haciendo alusión a la meteorología y a la corpuscularidad de un cromatismo difuso, que los comentaristas quisieran poner en la dependencia de algún pintor inglés brumoso. Pero el clima no da y la distinción de las nubes tampoco. 

Para reírme un poco, en Suiza visité un fondo de pinturas de paisaje: puras montañas.  Lo estable.  De repente, en otro museo, encontré una pintura de Hodler, donde un leñador cortada un árbol solitario y delgado.  Era el síntoma de la amenaza a la estabilidad del territorio. La montaña ya había dejado de ser objeto de viajeros en busca de lo sublime.


Al leer Arte y Letras del 18 de septiembre me encuentro con un efecto local de una búsqueda análoga. Entonces, el solo estudio de la página y media del periódico puede arrojar resultados analíticos que no se encontrarán en los estudios existentes.

A partir de las opiniones de nueves entrevistados, es posible resumir la teoría académica del paisaje chileno, como síntoma de una nostalgia identitaria no resuelta en intura. Porque aquí, si atendemos a una especie de inconsciente periodístico, se puede pensar que esta gran crónica es una respuesta a la exposición (en)clave Masculino, que instaló unos elementos que obligaron a revisar el carácter de una identidad pictórica que no podía dejar de pasar por la representación de la carne. De este modo, regresar al paisaje, como referencia, pasa por despegarse de la corporalidad. 

De los nueve entrevistados, solo dos de ellos no hicieron referencia al árbol como emblema caracterial del paisaje chileno.  El primero fue Samuel Quiroga, con su Río Cachapoal, de Antonio Smith. El  segundo fue quien escribe, con la vista sobre Santiago desde la casa de los Arrieta en Peñalolén, de Ciccarelli.  En la pintura de este último hay dos escuálidos árboles que sirven para delimitar la amplitud de la panorámica. No tienen otra función.

En cambio, en los siete ejemplos restantes, el árbol juega un rol esencialista. No podría de otro modo. Arboles,  hiernas y arrolluelo, en algunos casos.  Digámoslo así: en el borde de la ruralidad propiamente agraria, donde el hombre ha trabajado, pero no necesita estar en el cuadro. Se trata de quedar en el umbral del sentimiento de lo sagrado, del bosque  en que se recortan las sombras y el silencio se hace presente. Bodei dixit.

Sin embargo, no hay suficiente lugar para la representación del escurrimiento, que hace  evidente la pendiente, la velocidad del agua y el arrastre de sedimentos. Tenía que ser Smith para rebelarse contra la poética de las hierbas y los arbustos. Curiosamente, el texto de Waldemar Sommer   expone lo que al género, efectivamente, le (hace) falta, como si no hubiese sido capaz de ser aprovechado por el paisajismo nacional. Ninguna de las pinturas seleccionadas ilustran siquiera su punto de vista. Salvo, como digo, la de Smith.

Habría que preguntarse por qué si el paisaje es un género de segunda categoría en la Academia chilena de fines del siglo XIX, Artes y Letras se empeña en declarar su valor como emblema de una identidad pictórica determinada. A menos que sea el síndrome representacional de lo perdido.  Aunque más que perdido, es el terreno de una gran indecisión política, en cuanto a no saber qué hacer con el territorio del valle central, ya que la noción de unidad del Estado-Nación contempla la adjunción de los extremos, de los que no hay, prácticamente, pintura.  Es decir, solo hay pintura del valle central, y de este valle, aquello que apenas se levanta como un lugar ameno para quien está a punto de perderlo todo.

Al respecto tengo una hipótesis. La respuesta de Samuel Quiroga  introduce la dimensión política del gesto paisajista de Smith.  Ciccarelli es el normativo que hace cumplir la ley de la representación perspectiva y fija las condiciones del dominio visual sobre una zona desplegada como anverso radical de la boscosidad sombría. En el paisaje, el pintor se define como un “caballero que pinta”; que se ve obligado a retirarse de la “civilización urbana” naciente  y que amenaza con alcanzar –desplazando- su propio emplazamiento.  Es el único caso en que el pintor se pone en escena para declarar el imperio de una soberbia sobre las condiciones del mismo paisaje; como si dijera, “esto existe por mi, y lo domino desde las alturas”. 


Lo curioso es que de nueve entrevistados, siete hicieran referencia a los árboles y a la hierba.  Esto es como si, inconscientemente, erigieran al árbol como el diagrama genealógico de una oligarquía que se disuelve en la bruma representada.  El árbol vendría a ser un esquema de enraizamiento invertido –por déficit de inscripción-, que se juega a enfatizar la penetración fecundativa en una tierra feminizada conveniente por una hierba de reminiscencia púbica. Ciertamente, frente a esta imagen, el “Cachapoal” de Smith resulta inaceptablemente eyaculatorio. No hay pintura para representar el nivel de escurrimiento crítico de las aguas. Solo había que esperar a que el Estado de Chile comenzara a construir embalses y lagos artificiales. Justamente, como en Peñuelas, para cubrir las huellas de la batalla de Placilla.