Entonces, convengamos, toda imagen tiene cuerpo. Toda imagen
impresa, quiero decir. Por eso, el final
de la entrega anterior. Sin embargo, no
hay tinta que restituya la ausencia de un cuerpo. Tinta seca,
costra de tinta. De ahí que se
deba reconocer el efecto de la instancia
costrificante en la pictografía dittborniana de antes de la epopeya de las
aeropostales. Caput mortuum rot: rojo
cabeza de muerto. El color de la sangre coagulada.
En uno de sus videos del año 1981, Dittborn se hace
registrar en el momento que traspasa las letras para publicar los créditos de
la obra. ¿No era su performance de pequeña transferencia mecánica? En la industria
gráfica se usaba el letraset para fijar los títulos (Mecanorma). Lo que se hacía era transferir una letra
convertida en costra adhesiva sobre el soporte. Esa operación fascinaba a
Dittborn. Era como hacer serigrafía en
seco, rayando la superficie de la letra con un pequeño instrumento de plástico
especialmente diseñado para eso. (Todo esto lo aprendí siendo asistente de
taller gráfico en una agencia de publicidad, después de haber sido dibujante de
proyectos eléctricos, razón por la cual tenía el contacto del especialista en
fotomecánica que me podía hacer el
kodalit para la edición de serigrafías
de Juan Maino).
¿En qué consistió la acción de intervención serigráfica, un
día de abril de 1984? Los amigos de Juan Maino tomaron un mapa de Santiago y
marcaron en él los sitios por los que habitualmente circulaba. Algunos sitios, a saber, el muro frente al kiosko
en Vespucio con Bilbao, el muro junto a su taller de fotografía, el muro que quedaba a un costado de la
entrada a su edificio, la puerta del comedor popular en Lo Hermida, finalmente,
el muro a la entrada de su lugar de trabajo, en el barrio jesuita.
Respecto de estas operaciones, recuerdo que comenzamos muy
temprano en la mañana, en la capilla de Lo Hermida, donde funcionaba un comedor
popular a cuyos niños Juan Maino les había tomado muchas fotografías. Esa
acción fue registrada por Ignacio Agüero. Esas imágenes deben existir. Alguien
las debe tener. Lo sorprendente es que
en ese mismo lugar Alicia Vega realizó
su taller de cine para niños y que dio origen
al documental del mismo Agüero, “Cien niños esperando un tren”. Pero esa
es otra historia.
Debo haber escrito esto antes. Pero repito el gesto
narrativo. Alguien, entonces, pegó la serigrafía con la imagen de Juan Maino
con la pregunta “¿Dónde está?” sobre impresa.
Por la tarde de ese día, unas mujeres de Lo Hermida se acercaron a la
oficina de pastoral popular de una parroquia cercana para denunciar un hecho
que las inquietaba. Es así como relataron que esa mañana, algunas personas
habían pegado un cartel en la puerta del comedor, en el que se les “acusaba” de
“esconder” a Juan Maino. Ellas pensaban
que los Servicios habían ido a colocar este cartel para “motivar” a los pobladores
a “delatar” su paradero, de modo que lo despegaron para demostrar a quien
fuera, que la gente del comedor no tenía nada que ver en el asunto. Así las cosas, se fueron a la sede de la
pastoral para denunciar este hecho de hostigamiento policial. Fue en ese
momento que la encargada se tomó la cabeza con las manos y les señaló,
desconsolada, que se le había olvidado avisarles que los amigos de Juan iban a
realizar esta acción, para honrar su
memoria. Entonces, las mujeres sacaron
de un bolso la serigrafía doblada que traían como prueba y se pusieron a llorar
diciendo “¡lo hicimos desaparecer una segunda vez!”. Grande fue el trabajo de la encargada para
reconfortarlas.
La segunda situación tuvo lugar en la tarde de ese día, en
el barrio jesuita. Otro grupo de amigos se acercó al muro de la casa en que
funcionaba un centro de estudios (¿en educación?). Una vez que habían pegado la serigrafía,
personas indignadas salieron de la casa e increparon a los autores del pegoteo
por hacer esa acción “sin permiso”. Acto
seguido, despegaron rápidamente la serigrafía y se la llevaron consigo. Lo que no calcularon fue que una vez
retirada, quedó impreso nítidamente
sobre el muro la forma rectangular de un
nicho. En la discusión que se produjo,
uno de los autores les increpó diciéndoles “¡Esto se va a saber! ¡Ustedes lo
han hecho desaparecer por segunda vez!”.
En dos lugares de Santiago, a distintas horas del día, una
misma frase fue pronunciada, en que se asociaba desaparición a despegue. La
serigrafía había sido pegada sobre el muro, de un modo análogo a cómo un artista gráfico realizaba el traspaso de la
letra. Pero los autores de la intervención jamás pensaron en el despegue (dé/collage) como una respuesta
equívoca a lo que en esa época ni siquiera tenía la pretensión de llamarse
“arte público” o “arte político”. Solo fue una intervención gráfica realizada
por un grupo de personas que restituían la imagen de su amigo desaparecido, a
falta de poder recuperar su cuerpo. Conceptualmente era un acto “místificante”,
que
al transferir la costra de su imagen sobre un soporte urbano se proponía recuperar
imaginariamente la huella de la libre circulación de su cuerpo por aquellos lugares
que habían configurado la escena de sus trayectos diarios.
Sin embargo, el despegue de la imagen como un acto similar a
la borradura de la tinta china sobre el papel vegetal, apuntaba a señalar el
rol de la norma en la circulación de la palabra impresa sobre la imagen,
haciendo la pregunta indebida. Primero,
en el comedor popular, la indelicadeza de no haber avisado; es decir, de no
haber cumplido con una norma de hospitalidad básica, produce una interpretación
radicalmente invertida. Segundo, en el barrio jesuita, la transgresión de no
haber solicitado el permiso a los manejadores de la voz y de la imagen de los
sin voz resultaba intolerable. Ellos fijaban la línea de tolerancia de lo que
era admisible; es decir, de lo que era “pegable”; aquella costra cuya administración
no iban a dejar en manos de quienes manejaban la polisemia de la imagen, si tenían a disposición la escritura del
Verbo que fijaba la norma de la
interpretación.
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