martes, 31 de enero de 2017

CERRILLOS (2)


De las exposiciones, no hay memoria. Hay textos, pero que están escritos mucho tiempo antes de que ésta sea montada.  El curador-docente-artista, cuando habla con los comentadores de glosa solo menciona la lista de  participantes y sus obras.  A lo más, como en el caso de Una imagen llamada palabra, describe vagamente un proyecto institucional  que se desprende de la exposición diagramada e invierte sus activos en una interpretación grosera para abordar  un período largo,  metiendo a todos, no ya en el mismo saco, sino en una “bolsa de gatos”.  Cada invitado  hace oídos sordos  a la interpretación  y  pone todo su empeño en cumplir con el cometido de representar lo mejor posible su propia disposición, subordinados  de manera casi manifiesta al canon dispuesto por las obras de Dittborn y Díaz, que operan como factor de garantización.  Es de suponer que la exposición ha sido concebida para satisfacer sus postulaciones como ejes determinantes y no se entiende cómo se relacionan  con   el rol  precursivo atribuido a la  “obra plástica”  de Huidobro[1].

La invitación del curador parece responder al perverso propósito de una cita envenenada.






Más grave resulta esta invitación a los héroes totémicos de la escena, cuando queda preservada la hipótesis  por la cual se sostiene que la ruptura de las artes visuales tiene su origen en una emanación del verbo.  El título  de la exposición no es más que el efecto de un lapsus por  inversión, en que una-imagen-llamada-palabra se transforma en  un-verbo-que-determina-la-imagen (como) por  disposición seminal. Sorprende, entonces, la falta de previsión al comprometer sus obras para ilustrar un proyecto que expone su propia  in/constitución como escena.  O el nivel de autocompasión de la escena ha alcanzo niveles críticos o el curador ha ejercido a cabalidad  la función de un tío-permanente.

Una vez preservada la hipótesis de la primacía seminal, el curador  induce la poética de  omisión de una hipótesis que hasta ahora había sido fundante. En verdad, en todas las escuelas y en el hogar se repite la preeminencia de la hipótesis generativa formulada por  Ronad Kay en 1975. Desde ahora, los agentes de repetición tendrán que enseñar el “hallazgo” curatorial en que unos “poemas visuales” de entre-dos-guerras pasan a  sustituir el antiguo paradigma asociado al  quebrantahuesos.   

Nos encontramos, en tal caso, frente a un nuevo forzamiento administrativo e historiográfico, garantizado epistemológicamente por una decisión ministerial, gracias al cual descubrimos que la escena plástica chilena proviene de un momento moderno fundante que la hace dependiente, poco menos, que del ultraísmo. Lo cual supondría ocuparnos de la construcción directa de sus efectos, que vincularían una obra como la mencionada, con unas obras de la segunda post-guerra, recuperando de este modo el “instante moderno” que nos hacía (tanta) falta.

Desde aquí, entonces. Se debe comprender  la presencia de las obras de Juan Luis Martínez, Cecilia Vicuña y Guillermo Deissler,   invertidas  en un mismo  esfuerzo argumental que si bien unifica  a contrapelo sus propósitos,  tiene la ventaja  -al menos- de actuar como operativo básico de subordinación de un totemismo que ya no posee  fuerza alguna  para impedir  el reconocimiento de un nuevo rol que se les hace jugar a los poetas en el campo de la visualidad.  Bajo este aspecto,  el curador ha logrado  programar la puesta fuera de juego efectiva de quienes  administran la crisis de la escena y declara una política de salida adoptando la hipótesis de la precedencia del Verbo.  A los primeros “cuatro grandes” de la poesía chilena (Huidobro, Neruda, De Rokha, Mistral), que carecen de correspondientes en la escena plástica, les suceden  los  “nuevos cuatro grandes” (Huidobro, Martínez, Deissler y Cecilia Vicuña).

Sin embargo, esta “política de salida”, el curador no se la puede atribuir.  Raúl Zurita ya la formuló en la famosa presentación para el catálogo de la exposición U-ABC,  realizada en torno al año 1987,  en el Stedelijk Museum de Amsterdam.  Lo único que se le puede atribuir al curador es el cambio de nombre en la inversión de la operación, al no haber podido llegar a un acuerdo económico que hubiese favorecido el nombre de Parra.  El punto de vista fue pragmático:  “a falta de un Parra, bien me vale un Huidobro, y de paso, desmonto el mito del quebrantahuesos como precursor”.  

En relación a lo anterior, me he propuesto abordar esta exposición, a partir de lo que fue,  de manera efectiva; lo cual  me permite señalar de inmediato la deuda no confesada  ni reconocida  que esta exposición  mantiene con el trabajo analítico ya puesto en forma por Soledad García y Daniela Berger en el Museo de la Solidaridad,  durante el 2016,  donde de manera ejemplar, las obras de J. L. Martínez, G. Deissler, Cecilia Vicuña y Fernán Meza, aparecían ya como un antecedente declarado  de “una imagen llamada palabra”. Siempre  es saludable mencionar el surco que otros ya han transitado.

De acuerdo a una ética de trabajo determinada, sería deseable que en exposiciones destinadas a abrir un “nuevo período” en las artes visuales, fuese mencionado “de donde vienen las cosas”, porque la conversión de la palabra en imagen subordinada no es producto de una acción automática, sino de un proceso complejo que obliga a precisar las condiciones diferenciadas de producción de obra y a justificar junturas de obras contemporáneas y obras no contemporáneas, en un período largo.

Todo lo anterior, para no tener que mencionar contigüidades de obra planteadas en textos de muro, en los que se establece una relación de dependencia entre un video de Juan Downey  (NO) de 1989,  la Tribu No de (pre)1970, la pintura NO de Balmes (1971) y la campaña NO+ del CADA/Brantmayer (1983). 

Sin embargo, lo que está declarado a nivel de muro, no está corroborado a nivel de la muestra, porque no existe aparato discursivo destinado a habilitarlas,  puesto que sus condiciones de producción corresponden no solo a coyunturas distintas, sino que  están diferenciadas por las relaciones que cada cual mantiene con la episteme de su  tiempo artístico-político.  La apuesta es  brutalmente arbitraria y sus efectos historiográficos son incalculables,  no solo porque impone  la obligatoriedad de ceder ante un significante gráfico  empleado como  aglutinador  compositivo de un espacio homogéneo, sino porque  borra los indicios de singularización de las escenas.   




[1]  En esta propuesta de inflación huidobriana, en que la imagen en el arte chileno sería el efecto de una emanación seminalo-manchística de carácter viril, el curador omite el hecho de que es una mujer, Sara Malvar, la que pinta los “originales”  de estos impresos relevados como el gran “hallazgo” de la exposición.  ¿Qué pasaría si reclamáramos la co-autoría de Sara Malvar en este cuento?  Se trata de una artista que  no ha sido  reconocida como “precursora” del arte abstracto chileno ni como un ejemplo de artista autónoma.  ¿No habrá sido, también, omitida por el propio Huidobro?  Lo que sabemos es que pertenecían al mismo circuito de transferencia informativa; cosa que el curador ni sus amigos  “expertos en arte abstracto” sabían.  

domingo, 29 de enero de 2017

CERRILLOS


Lo sostuve en las dos columnas anteriores: no hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la  pobreza del comentario. En Cerrillos, la temperatura interior era mayor a la registrada fuera del edificio.  Papeles y pinturas experimentaban los nocivos efectos de los cambios drásticos del clima interior.  Valga preguntarse si los coleccionistas estuvieron al tanto de las severas condiciones de exhibición de sus piezas y de si las mínimas normas de conservación preventiva fueron respetadas.

El exceso de calor en las salas, sin embargo, contrastaba drásticamente con la ausencia de público. Solo había guardias y funcionarios agobiados.  La luminosidad ambiental  del área de ingreso aniquilaba toda posibilidad de distinguir matices. Y eso que esta remodelación fue saludada con declaraciones ditirámbicas y ampliamente celebrada como un caso ejemplar de aumento significativo de la superficie disponible para “exponer”.  Justamente, la condición misma de exposición queda puesta en juego al definir un espacio normal,  que apenas cumple  las normas requeridas para el “colgaje”.  

Resulta sorprendente que un espacio destinado a la “experimentación”, esté sobre/determinado por  el deseo de  colgabilidad   que desmiente de inmediato su propósito.  Pero hay que rendirse a la evidencia local, por la cual los artistas parecen conmoverse con saber que han adquirido más espacio disponible para demostrar la normalidad de sus ejecuciones.  Es muy probable que este haya sido  el precio que la autoridad  imaginó debía  pagar para mantener en calma al sector.  Porque todo indica un modelo de selección determinado por el amiguismo y el cálculo de deudas por contraer. Conociendo la producción contemporánea, las obras escogidas distan radicalmente de ser la expresión más adecuada de la propuesta implícita en el título: Una imagen llamada palabra. 

No acostumbro a medir las exposiciones por lo que les falta, pero no cabe otra alternativa cuando lo primero que se puede apreciar en el área de ingreso es una pintura de Voluspa Jarpa que no apunta a satisfacer el diagrama declarado, sino a cumplir con un método reductivo de asociaciones que la “pone en línea” con Duclos y Leppe a propósito de la representabilidad de la estrella, como significante gráfico sustituto del sudario emblematizante de la escena.  Si se trataba de la imagen llamada palabra, entonces es dable pensar que las obras más cercanas a la producción actual de Voluspa Jarpa era lo que correspondía, sobre todo por la  instancia de borradura de la letra que opera en ellas.  Pero el curador buscaba  banalizar la obra de referencia a través de una asociatividad en la que Voluspa Jarpa queda a maltraer  por contigüidad forzada.  Existe un abismo epistemológico entre Duclos, Leppe y Voluspa Jarpa, que no es señalado ni trabajado como condición de fraseo museográfico.  Es tan solo un ejemplo.



En un panel cercano, una fotografía de Paz Errázuriz de una “belleza dianarbusiana” indesmentible  reproduce la imagen de una mujer sobre la que ya sabemos  se imprime la  permanencia inaudible de una etnia  cuya lengua está en vías de desaparición. Si no hubiera esta narración precedente no habría re-semantización de la imagen.  Falta, entonces, la elocuencia del aparato educativo de la muestra acerca de la inaudibilidad de la palabra imaginada.  Suponemos que esta carencia es colmada por el montaje sonoro de Rainer Krause, que “corporaliza” el grano de una voz que clama en el desierto. 

Esta falta de elocuencia se confirma cuando encontramos en un nicho de pasillo la obra de Alejandra Prieto.  Las palabras brillan por su ausencia.  Esa es la imagen de otra narración que cumple con el modelo de forzamiento de la no-representabilidad de la palabra obrera y minera, condensada para no poder figurar como escena de reparación, reconvertida en objeto para ser exhibido como un mueble en una bodega de acopio.  Peor aún: el muro sobre el que la obra está afirmado reproduce un mosaico similar a la enchapadura de láminas de carbón piedra  que arman la obra.  El piso de baldosines de color  negro sobre el que descansa la pieza parece prolongarla sin  ejercer corte visual alguno.  Operaciones como éstas son comunes en esta muestra, sin que los artistas hayan tomado consciencia del daño infringido por estas asociaciones pensadas (solo)  para causar daño formal.  Este modelo de comportamiento curatorial es propio de quienes  abusan de la confianza de los artistas, exhibiendo las obras como síntomas de su propia inconclusión.  Porque una cosa es conversar sobre una invitación a exponer y otra cosa es conectar esas obras con aquellas que aceleran su desmontaje formal.



Lo anterior se puede verificar en la juntura, por ejemplo, de Alicia Villarreal y Juan Pablo Langlois, en una sala inapropiada en que la luz quema todo relieve. La disposición regular de las mesitas  de pre-escolaridad  extremadamente usadas, con la cubierta calada con los signos de la pedagogía básica  faltante, contrasta  con la calculada disposición del desorden de faena reconstructiva, a través de la cual se supone que la legalidad de la institución artística es puesta a prueba, mediante la exhibición  retórica del “proceso analítico” que  precede a una obra que jamás deja de estar en  condición de  inacabado ejemplar.  En esta juntura, el carácter de faena de la obra de Langlois termina por “faenar” las condiciones de exhibición de la obra de Alicia Villarreal.  Ciertamente, ésta última requería un vacío que la sala le hubiera permitido, para escapar a estas determinaciones “audaces” del curador, en una sala, como digo,  cuya exhibitividad está condicionada por el ventanal que “introduce” la imagen del parque, prácticamente,  como  una nueva obra.



En este punto es preciso hablar de la inepta remodelación del predio.  En términos de arquitectura interior, apenas cumple con los términos de referencia.  Sin embrago, los arquitectos no tienen la culpa. Tal como está, este predio podría ser un Sodimac,  un supermercado, un CESFAM,  un centro cívico,  etc.  

A lo que voy es que  este sitio  carece de especificidad “artística”.  La ventaja social es que podría ser destinado a cualquier función definida razonablemente por la autoridad territorial.  No hay que olvidar que este proyecto viene a consolidarse después del fracaso del Portal Cerrillos y de un plan de desarrollo inmobiliario.  Es curioso cómo el  arte siempre  se hace demasiado disponible  para encubrir  fraudes inmobiliarios.  O sea, los conceptualizadores de este proyecto  de arte  le cubren las espaldas al MOP y al MINVU  en quizás qué tipo de oscuros y fallidos  manejos  en el terreno de la reconversión  urbana.

Lo grave es que para este proyecto, los términos   de referencia nunca fueron claros, porque hasta el día de hoy  no ha sido posible saber cual es la propuesta concreta de “centro de arte”.   Porque tal como ha quedado esta remodelación,  no sirve ni para museo, ni para bodegas de acopio de obras pertenecientes a colecciones públicas.  Los organismos encargados  de restauración   y preservación de obras contemporáneas tendrán que evaluar la pertinencia de estas instalaciones para esos fines.  

Lo que sin embargo resulta decisivo es la ausencia de criterio ético y estético de parte de artistas que estuvieron dispuestos a estar en esta exhibición, bajo la amenaza tácita de “quedar fuera de la historia”. De otra manera no se explica la presencia de figuras de la escena plástica  que se han caracterizado por un celo que linda con expresiones de insana obsesión a la hora de cautelar sus condiciones de  exhibición. 

  

jueves, 26 de enero de 2017

CAMPO MINADO


Lo sostuve en la columna anterior: no hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la  pobreza del comentario.  En mi recorrido de cierre por el MAC Quinta Normal el domingo 22 de enero,  frente a una “muestra ferial”  de a lo menos seis exposiciones diferentes que parecían una  sola,  casi sin distinción autoral,  al menos retuve dos, por  razones divergentes.  Ya me he referido a la curatoría de César Gabler. Podríamos decir mucho más. Pero me corresponde hablar de la segunda exposición que retuvo mi atención:  Una explosión sorda y grave, no muy lejos, del colectivo “Agencia de Borde” compuesto por Rosario Montero, Paula Salas y Sebastián Melo, en colaboración con Javier Jaimovich y Matías Vilaplana.

Más allá de correr un riesgo formal por  la distancia  entre propuesta conceptual y  propuesta visual,  esta muestra  importa por las contradicciones que la sostienen.  

De partida, es una instalación clásica en la que se combina un mural, un video y fotografías, que hacen uso efectivo y eficaz de la sala.  Si es una instalación, me pregunto, ¿en qué sentido corresponde a ser tratada como una experiencia de “nuevos medios”?  La presencia de los videos no es suficiente. ¿En qué sentido el video es un “nuevo medio”?  Más bien, es un medio-muy-viejo.  El mural es un medio-más-viejo aún.  Y la fotografía, en este contexto,  es un medio-de-normalización de la mirada.  De modo que la obra se presenta, simplemente, como una instalación cuya narratividad procesual es mucho-más que el resultado museográfico.  Al fin y al cabo, el arte contemporáneo ha terminado por ser, antes que nada, pura narración. 



Llamo narratividad procesual a la investigación que el colectivo realizó desde el 2015 en una zona de campos minados,  en Atacama, para poner en tensión –como lo declara- el territorio y el paisaje.  Es decir, de cómo el trabajo de sembrar minas antipersonales en un territorio, se convierte en paisaje de control.  Y si hay control, hay frontera.  No hay paisaje sin control del espacio.  La intervención militar  construye la prestancia de un campo minado como una medida defensiva, para impedir el libre paso de infantes y blindados.   En el fondo,  si no puede impedir el paso del enemigo, al menos lo retrasa, lo perturba. De este modo, el campo minado se define como lugar de excepción territorial,  en cuya superficie está excluida toda circulación.  En algunas circunstancias se le designa como “tierra de nadie”.  Sería un territorio expuesto a la imposibilidad de que un caminante lo constituya en paisaje. Así las cosas, el campo minado es un paisaje que se asume en su  propia regresión.  Su condición de paisaje reside en el hecho de convertirse en el objeto de una táctica, que fija una posición.

En  escenarios de guerra ya conocidos,  se sabe de la necesidad de abrir una brecha en el campo gracias a al trabajo de unidades de desminado, para habilitar el paso de los blindados.  Los británicos lo hicieron en varias ocasiones para descomprimir un frente en su combate contra  Rommel.  Todos lo hacen.   Yo conocí a un  señor que había luchado con los fusileros de la marina francesa en Indochina.  Me contó que durante el día plantaban  minas para proteger el perímetro del campamento. Los vietnamitas, por la noche, desactivaban las minas y se las dejaban ordenaditas frente a sus trincheras, para que las vieran en la mañana. Control de línea, se llama. Pero también, humillaban al enemigo.  Tiempo después, los vietnamitas exportaron su capacidad de minado a los frentes de batalla de Angola, donde enseñaron a sembrar minas dobles; es decir, cuando el experto en desactivación anulaba la primera, lo que hacía era activar la segunda, que explotaba.

En Indochina, en 1952,  Robert Capa perdió la vida al caminar sobre una mina anti-personal.  En la novela de Pérez Reverte,  El pintor de batallas, sobre la inquietante epopeya de un fotógrafo de guerra, la heroína muere al caminar sobre una mina que éste alcanza a percibir, pero  no le  advierte del peligro.   Recientemente, migrantes clandestinos atravesaron un campo de minas y fueron alcanzados.

En el caso de esta investigación, el colectivo llega como equipo-de-arte; es decir,  como un equipo de localización,  de inscripción de su marca en una franja de territorio interdicto, cuando el campo minado  no pertenece ya  a una “zona de conflicto  manifiesto” y su intervención solo puede remitirse a documentar los efectos  que tiene  su existencia en las comunidades cercanas y en los animales.

Entre esos efectos está la conversión del territorio en un lugar de excepción, destinado a designar la existencia de una frontera.  Quizás el gran hallazgo del colectivo “Agencia de Borde”  haya sido la determinación del lugar y la consciencia de las restricciones implícitas ya declaradas para su  conducción.  De hecho, los únicos que pueden manejar esta situación son el personal de la compañía especial de des/minado, que realiza el trabajo “coreográfico” simple de constatar que aquello que está dibujado en un mapa de colocación, corresponde efectivamente a lo que se pretende encontrar.  Justamente, porque las minas cambian de posición, por diversas razones; entre ellas, el viento y el agua.  De modo que los esquemas de origen señalados en un papel no corresponden, necesariamente, a la disposición terminal de los artefactos.

Si se trata de “nuevos medios”, estos tienen que ver, principalmente, con medios de detección más sofisticados que los empleados en la Segunda Guerra.  Pero todo indica que no hay “nuevos medios” tecnológicos, sino tan solo en el terreno de la sensibilidad de los detonadores.  Al fin y al cabo, la mina anti-personal posee una tecnología que  está pensada para “soportar”  el peso  de los cuerpos y actuar en consecuencia.  Lo que puede haber de “nuevo” es el dispositivo de detección.  Sin embargo,  el registro de la posición está subordinado a la pertinencia gráfica del oficial que dirige la colocación de las minas. Y en ese sentido, quizás la pieza gráfica más fuerte de la exposición sea, justamente, el dibujo de emplazamiento y colocación de artefactos, realizado a mano por un oficial, cuyo nombre aparece timbrado, como si fuera una hoja de despacho.  



Tiene razón el colectivo  “Agencia de Borde” al reconocer la existencia de una violencia pasiva en la gestión del territorio; sin embargo, no toman en cuenta la condición de lugar de excepción que señala la existencia de zonas sobre las que no es posible transitar.   

El empleo de un dron para recolectar imágenes sobre una franja de tierra sobre la que no puede caminar  no resuelve nada, sino que permite obtener una imagen de su sobrevuelo, desrealizando la representación de la superficie.   Es entonces que entramos en las consideraciones políticas.  El objeto de sembrar minas antipersonales es el de reproducir la inseguridad  del territorio, como política de manejo y de control de ciudadanía.  Es un hecho ya demostrado que  las minas resquebrajan las relaciones comunitarias y limitan las oportunidades de trabajo y de desarrollo económico y social.  La sola sospecha de que pueda haber minas, impide toda  planificación productiva de los suelos.
En la actualidad,  Chile ha trabajado en la promoción de iniciativas regionales de desminado y que por eso, se ha acumulado una gran experiencia en la remoción de minas en geografías adversas.  A la fecha,  han  sido removidas y se ha destruido en nuestro país 146.460 minas, que representan más del 70% del total plantado en suelo chileno.  Sin embargo, en el curso de su trabajo, el colectivo no ha especificado el efecto de los campos minados en situaciones de frontera,  que es distinto a los existentes en zonas de operaciones de la guerrilla colombiana, en el interior del país, en una situación de guerra interna.  Las estrategias de producción de  inseguridad no son las mismas.  De todos modos, los países se someten a las exigencias de la Convención de Otawa, sobre desminado, con distintos resultados e intensidad. De ahí que respecto de las implicancias constitucionales y políticas directas, el colectivo no haya elaborado un discurso radical, sino que haya permanecido en la evocación estética y antropológica de un malestar que no se asume en sus coordenadas históricas. 

Paul Virilio[1]  ya ha señalado que desde el momento en  que el arte ha perdido su lugar y ha empezado a flotar entre los mundos de la publicidad y los “nuevos medios”, la última cosa que  resiste es el cuerpo.  En este trabajo, el cuerpo solo está presente mediante sus “residuos” gráficos, tomando en préstamo el soporte de papel milimetrado para fijar la posición de una amenaza sublimada por el deseo de la buena conciencia del desminado,  que busca el libre tránsito de los cuerpos por una historia carente de conflicto. Solo puedo pensar, como un ejercicio de extrapolación,  en el film de Stanley Kubrick, Sendero de la gloria, realizada en 1957, para revelar  el carácter de la tierra-de-nadie.  No confundiremos esta noción con la de no-lugar, ¡por favor!, que aparece citada en toda crítica que se precie de tal cuando se abordan trabajos que ponen en tela de juicio la noción misma de ubicuidad.  Al fin y al cabo, regresamos siempre a los cuerpos. No hay “nuevos medios” que puedan hacer caso omiso de la existencia de un campo minado como potencial de la mutilación del cuerpo político.




Para terminar,  es  preciso señalar que este trabajo posee una proyección insospechada, que puede resultar de gran utilidad para el análisis de la escena plástica.  En el ejercicio del poder de las instituciones del arte,  sus autoridades  elaboran mapas de colocación de minas anti-personales como dispositivo de protección del perímetro básico de la soberanía.  Cambiando abruptamente de registro, es la propia institución-de-arte  la que diseña los campos minados de su conveniencia, como un modelo de comportamiento que hace valer sus límites.  El proyecto de un  ministerio de cultura, por ejemplo,  es un campo minado.  Una política nacional de artes visuales debiera  entenderse a si misma como un gran proyecto de desminado.

La  franja de superficie  perimetral del campo artístico está sembrada de minas anti-personales, que ponen en riesgo el  acceso al núcleo básico de su representación política.  El colectivo  “Agencia de Borde”  reivindica la puesta en forma de prácticas de des/minado, sin por ello hacer consciente la identificación de quienes siembras “nuevos artefactos”,  para afirmar la existencia de procedimientos de exclusión de nuevo tipo, que no requieren de artefactos explosivos, sino de sofisticadas tecnologías de registro y de vigilancia del territorio, operables a través de redes satelitales, que  reproducen la trazabilidad de los cuerpos en un nuevo paisaje.

Lo que hay de significativo en este trabajo es la puesta en escena de un deseo de disolución de la noción misma de frontera, en una era en que los Estados previenen a sus poblaciones de una guerra de todos contra todos, donde el ejército pasa a tener un rol decisivo en la organización del territorio, tanto en tiempos de paz como de guerra.  Pero en una concepción de la paz como el camuflaje necesario que  construye al enemigo interior que es necesario reducir.  En este sentido, el único “nuevo medio” empleado por el colectivo, con eficacia, es el dron, que  permite “ocupar” el aire en vez del territorio, fomentando un sentimiento de irrealidad, que apela a un ciudadano en tránsito que busca la abolición de todas las fronteras y de todas las diferencias, pero sin tocar el suelo.

Al final, lo que manda es –siempre-   el deseo del sendero; es decir, de una política de suelo.  



[1] Filósofo y arquitecto francés, sostiene que  la guerra y  la lógica militar ha sido fundamental para entender el desarrollo de las ciudades.  En la actualidad, es una guerra   de nuevo tipo que se ejerce a través de  la propaganda, las telecomunicaciones y el control social.