De las exposiciones, no hay memoria. Hay textos, pero que
están escritos mucho tiempo antes de que ésta sea montada. El curador-docente-artista, cuando habla con
los comentadores de glosa solo menciona la lista de participantes y sus obras. A lo más, como en el caso de Una imagen llamada palabra, describe
vagamente un proyecto institucional que
se desprende de la exposición diagramada e invierte sus activos en una
interpretación grosera para abordar un
período largo, metiendo a todos, no ya
en el mismo saco, sino en una “bolsa de gatos”.
Cada invitado hace oídos
sordos a la interpretación y pone
todo su empeño en cumplir con el cometido de representar lo mejor posible su
propia disposición, subordinados de
manera casi manifiesta al canon dispuesto por las obras de Dittborn y Díaz, que
operan como factor de garantización. Es
de suponer que la exposición ha sido concebida para satisfacer sus
postulaciones como ejes determinantes y no se entiende cómo se relacionan con
el rol precursivo atribuido a
la “obra plástica” de Huidobro[1].
La invitación del curador parece responder al perverso
propósito de una cita envenenada.
Más grave resulta esta invitación a los héroes totémicos de
la escena, cuando queda preservada la hipótesis
por la cual se sostiene que la ruptura de las artes visuales tiene su
origen en una emanación del verbo. El
título de la exposición no es más que el
efecto de un lapsus por inversión, en que una-imagen-llamada-palabra se transforma en un-verbo-que-determina-la-imagen
(como) por disposición seminal. Sorprende,
entonces, la falta de previsión al comprometer sus obras para ilustrar un
proyecto que expone su propia
in/constitución como escena. O el
nivel de autocompasión de la escena ha alcanzo niveles críticos o el curador ha
ejercido a cabalidad la función de un tío-permanente.
Una vez preservada la hipótesis de la primacía seminal, el
curador induce la poética de omisión de una hipótesis que hasta ahora
había sido fundante. En verdad, en todas las escuelas y en el hogar se repite
la preeminencia de la hipótesis generativa formulada por Ronad Kay en 1975. Desde ahora, los agentes
de repetición tendrán que enseñar el “hallazgo” curatorial en que unos “poemas
visuales” de entre-dos-guerras pasan a
sustituir el antiguo paradigma asociado al quebrantahuesos.
Nos encontramos, en tal caso, frente a un nuevo forzamiento
administrativo e historiográfico, garantizado epistemológicamente por una
decisión ministerial, gracias al cual descubrimos que la escena plástica
chilena proviene de un momento moderno fundante que la hace dependiente, poco
menos, que del ultraísmo. Lo cual supondría ocuparnos de la construcción
directa de sus efectos, que vincularían una obra como la mencionada, con unas
obras de la segunda post-guerra, recuperando de este modo el “instante moderno”
que nos hacía (tanta) falta.
Desde aquí, entonces. Se debe comprender la presencia de las obras de Juan Luis
Martínez, Cecilia Vicuña y Guillermo Deissler,
invertidas en un mismo esfuerzo argumental que si bien unifica a contrapelo sus propósitos, tiene la ventaja -al menos- de actuar como operativo básico de
subordinación de un totemismo que ya no posee
fuerza alguna para impedir el reconocimiento de un nuevo rol que se les
hace jugar a los poetas en el campo de la visualidad. Bajo este aspecto, el curador ha logrado programar la puesta fuera de juego efectiva
de quienes administran la crisis de la
escena y declara una política de salida
adoptando la hipótesis de la precedencia del Verbo. A los primeros “cuatro grandes” de la poesía
chilena (Huidobro, Neruda, De Rokha, Mistral), que carecen de correspondientes
en la escena plástica, les suceden los “nuevos cuatro grandes” (Huidobro, Martínez,
Deissler y Cecilia Vicuña).
Sin embargo, esta “política de salida”, el curador no se la
puede atribuir. Raúl Zurita ya la
formuló en la famosa presentación para el catálogo de la exposición U-ABC, realizada en torno al año 1987, en el Stedelijk Museum de Amsterdam. Lo único que se le puede atribuir al curador
es el cambio de nombre en la inversión de la operación, al no haber podido
llegar a un acuerdo económico que hubiese favorecido el nombre de Parra. El punto de vista fue pragmático: “a falta de un Parra, bien me vale un Huidobro,
y de paso, desmonto el mito del quebrantahuesos como precursor”.
En relación a lo anterior, me he propuesto abordar esta
exposición, a partir de lo que fue, de
manera efectiva; lo cual me permite
señalar de inmediato la deuda no confesada
ni reconocida que esta
exposición mantiene con el trabajo
analítico ya puesto en forma por Soledad García y Daniela Berger en el Museo de
la Solidaridad, durante el 2016, donde de manera ejemplar, las obras de J. L. Martínez,
G. Deissler, Cecilia Vicuña y Fernán Meza, aparecían ya como un antecedente
declarado de “una imagen llamada
palabra”. Siempre es saludable mencionar
el surco que otros ya han transitado.
De acuerdo a una ética de trabajo determinada, sería
deseable que en exposiciones destinadas a abrir un “nuevo período” en las artes
visuales, fuese mencionado “de donde vienen las cosas”, porque la conversión de
la palabra en imagen subordinada no es producto de una acción automática, sino
de un proceso complejo que obliga a precisar las condiciones diferenciadas de
producción de obra y a justificar junturas de obras contemporáneas y obras no
contemporáneas, en un período largo.
Todo lo anterior, para no tener que mencionar contigüidades
de obra planteadas en textos de muro, en los que se establece una relación de
dependencia entre un video de Juan Downey
(NO) de 1989, la Tribu No de
(pre)1970, la pintura NO de Balmes (1971) y la campaña NO+ del CADA/Brantmayer
(1983).
Sin embargo, lo que está declarado a nivel de muro, no está
corroborado a nivel de la muestra, porque no existe aparato discursivo
destinado a habilitarlas, puesto que sus
condiciones de producción corresponden no solo a coyunturas distintas, sino que
están diferenciadas por las relaciones
que cada cual mantiene con la episteme
de su tiempo artístico-político. La apuesta es
brutalmente arbitraria y sus efectos historiográficos son incalculables, no solo porque impone la obligatoriedad de ceder ante un
significante gráfico empleado como aglutinador
compositivo de un espacio homogéneo, sino porque borra los indicios de singularización de las
escenas.
[1] En esta
propuesta de inflación huidobriana, en que la imagen en el arte chileno sería
el efecto de una emanación seminalo-manchística de carácter viril, el curador
omite el hecho de que es una mujer, Sara Malvar, la que pinta los
“originales” de estos impresos relevados
como el gran “hallazgo” de la exposición.
¿Qué pasaría si reclamáramos la co-autoría de Sara Malvar en este
cuento? Se trata de una artista que no ha sido
reconocida como “precursora” del arte abstracto chileno ni como un
ejemplo de artista autónoma. ¿No habrá
sido, también, omitida por el propio Huidobro?
Lo que sabemos es que pertenecían al mismo circuito de transferencia
informativa; cosa que el curador ni sus amigos
“expertos en arte abstracto” sabían.
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