martes, 31 de enero de 2017

CERRILLOS (2)


De las exposiciones, no hay memoria. Hay textos, pero que están escritos mucho tiempo antes de que ésta sea montada.  El curador-docente-artista, cuando habla con los comentadores de glosa solo menciona la lista de  participantes y sus obras.  A lo más, como en el caso de Una imagen llamada palabra, describe vagamente un proyecto institucional  que se desprende de la exposición diagramada e invierte sus activos en una interpretación grosera para abordar  un período largo,  metiendo a todos, no ya en el mismo saco, sino en una “bolsa de gatos”.  Cada invitado  hace oídos sordos  a la interpretación  y  pone todo su empeño en cumplir con el cometido de representar lo mejor posible su propia disposición, subordinados  de manera casi manifiesta al canon dispuesto por las obras de Dittborn y Díaz, que operan como factor de garantización.  Es de suponer que la exposición ha sido concebida para satisfacer sus postulaciones como ejes determinantes y no se entiende cómo se relacionan  con   el rol  precursivo atribuido a la  “obra plástica”  de Huidobro[1].

La invitación del curador parece responder al perverso propósito de una cita envenenada.






Más grave resulta esta invitación a los héroes totémicos de la escena, cuando queda preservada la hipótesis  por la cual se sostiene que la ruptura de las artes visuales tiene su origen en una emanación del verbo.  El título  de la exposición no es más que el efecto de un lapsus por  inversión, en que una-imagen-llamada-palabra se transforma en  un-verbo-que-determina-la-imagen (como) por  disposición seminal. Sorprende, entonces, la falta de previsión al comprometer sus obras para ilustrar un proyecto que expone su propia  in/constitución como escena.  O el nivel de autocompasión de la escena ha alcanzo niveles críticos o el curador ha ejercido a cabalidad  la función de un tío-permanente.

Una vez preservada la hipótesis de la primacía seminal, el curador  induce la poética de  omisión de una hipótesis que hasta ahora había sido fundante. En verdad, en todas las escuelas y en el hogar se repite la preeminencia de la hipótesis generativa formulada por  Ronad Kay en 1975. Desde ahora, los agentes de repetición tendrán que enseñar el “hallazgo” curatorial en que unos “poemas visuales” de entre-dos-guerras pasan a  sustituir el antiguo paradigma asociado al  quebrantahuesos.   

Nos encontramos, en tal caso, frente a un nuevo forzamiento administrativo e historiográfico, garantizado epistemológicamente por una decisión ministerial, gracias al cual descubrimos que la escena plástica chilena proviene de un momento moderno fundante que la hace dependiente, poco menos, que del ultraísmo. Lo cual supondría ocuparnos de la construcción directa de sus efectos, que vincularían una obra como la mencionada, con unas obras de la segunda post-guerra, recuperando de este modo el “instante moderno” que nos hacía (tanta) falta.

Desde aquí, entonces. Se debe comprender  la presencia de las obras de Juan Luis Martínez, Cecilia Vicuña y Guillermo Deissler,   invertidas  en un mismo  esfuerzo argumental que si bien unifica  a contrapelo sus propósitos,  tiene la ventaja  -al menos- de actuar como operativo básico de subordinación de un totemismo que ya no posee  fuerza alguna  para impedir  el reconocimiento de un nuevo rol que se les hace jugar a los poetas en el campo de la visualidad.  Bajo este aspecto,  el curador ha logrado  programar la puesta fuera de juego efectiva de quienes  administran la crisis de la escena y declara una política de salida adoptando la hipótesis de la precedencia del Verbo.  A los primeros “cuatro grandes” de la poesía chilena (Huidobro, Neruda, De Rokha, Mistral), que carecen de correspondientes en la escena plástica, les suceden  los  “nuevos cuatro grandes” (Huidobro, Martínez, Deissler y Cecilia Vicuña).

Sin embargo, esta “política de salida”, el curador no se la puede atribuir.  Raúl Zurita ya la formuló en la famosa presentación para el catálogo de la exposición U-ABC,  realizada en torno al año 1987,  en el Stedelijk Museum de Amsterdam.  Lo único que se le puede atribuir al curador es el cambio de nombre en la inversión de la operación, al no haber podido llegar a un acuerdo económico que hubiese favorecido el nombre de Parra.  El punto de vista fue pragmático:  “a falta de un Parra, bien me vale un Huidobro, y de paso, desmonto el mito del quebrantahuesos como precursor”.  

En relación a lo anterior, me he propuesto abordar esta exposición, a partir de lo que fue,  de manera efectiva; lo cual  me permite señalar de inmediato la deuda no confesada  ni reconocida  que esta exposición  mantiene con el trabajo analítico ya puesto en forma por Soledad García y Daniela Berger en el Museo de la Solidaridad,  durante el 2016,  donde de manera ejemplar, las obras de J. L. Martínez, G. Deissler, Cecilia Vicuña y Fernán Meza, aparecían ya como un antecedente declarado  de “una imagen llamada palabra”. Siempre  es saludable mencionar el surco que otros ya han transitado.

De acuerdo a una ética de trabajo determinada, sería deseable que en exposiciones destinadas a abrir un “nuevo período” en las artes visuales, fuese mencionado “de donde vienen las cosas”, porque la conversión de la palabra en imagen subordinada no es producto de una acción automática, sino de un proceso complejo que obliga a precisar las condiciones diferenciadas de producción de obra y a justificar junturas de obras contemporáneas y obras no contemporáneas, en un período largo.

Todo lo anterior, para no tener que mencionar contigüidades de obra planteadas en textos de muro, en los que se establece una relación de dependencia entre un video de Juan Downey  (NO) de 1989,  la Tribu No de (pre)1970, la pintura NO de Balmes (1971) y la campaña NO+ del CADA/Brantmayer (1983). 

Sin embargo, lo que está declarado a nivel de muro, no está corroborado a nivel de la muestra, porque no existe aparato discursivo destinado a habilitarlas,  puesto que sus condiciones de producción corresponden no solo a coyunturas distintas, sino que  están diferenciadas por las relaciones que cada cual mantiene con la episteme de su  tiempo artístico-político.  La apuesta es  brutalmente arbitraria y sus efectos historiográficos son incalculables,  no solo porque impone  la obligatoriedad de ceder ante un significante gráfico  empleado como  aglutinador  compositivo de un espacio homogéneo, sino porque  borra los indicios de singularización de las escenas.   




[1]  En esta propuesta de inflación huidobriana, en que la imagen en el arte chileno sería el efecto de una emanación seminalo-manchística de carácter viril, el curador omite el hecho de que es una mujer, Sara Malvar, la que pinta los “originales”  de estos impresos relevados como el gran “hallazgo” de la exposición.  ¿Qué pasaría si reclamáramos la co-autoría de Sara Malvar en este cuento?  Se trata de una artista que  no ha sido  reconocida como “precursora” del arte abstracto chileno ni como un ejemplo de artista autónoma.  ¿No habrá sido, también, omitida por el propio Huidobro?  Lo que sabemos es que pertenecían al mismo circuito de transferencia informativa; cosa que el curador ni sus amigos  “expertos en arte abstracto” sabían.  

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