Lo sostuve en la columna anterior: no hay mejor cosa que
visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir,
entre otras cosas, a la pobreza del
comentario. En mi recorrido de cierre
por el MAC Quinta Normal el domingo 22 de enero, frente a una “muestra ferial” de a lo menos seis exposiciones diferentes que
parecían una sola, casi sin distinción autoral, al menos retuve dos, por razones divergentes. Ya me he referido a la curatoría de César
Gabler. Podríamos decir mucho más. Pero me corresponde hablar de la segunda
exposición que retuvo mi atención: Una explosión sorda y grave, no muy lejos, del colectivo “Agencia de Borde” compuesto por Rosario Montero, Paula Salas y Sebastián Melo, en colaboración con Javier Jaimovich y Matías Vilaplana.
Más allá de correr un
riesgo formal por la distancia entre propuesta conceptual y propuesta visual, esta muestra
importa por las contradicciones que la sostienen.
De partida, es una instalación clásica en la que se combina
un mural, un video y fotografías, que hacen uso efectivo y eficaz de la
sala. Si es una instalación, me pregunto,
¿en qué sentido corresponde a ser tratada como una experiencia de “nuevos
medios”? La presencia de los videos no
es suficiente. ¿En qué sentido el video es un “nuevo medio”? Más bien, es un medio-muy-viejo. El mural es
un medio-más-viejo aún. Y la fotografía, en este contexto, es un medio-de-normalización
de la mirada. De modo que la obra se
presenta, simplemente, como una instalación cuya narratividad procesual es mucho-más que el resultado
museográfico. Al fin y al cabo, el arte
contemporáneo ha terminado por ser, antes que nada, pura narración.
Llamo narratividad procesual a la investigación que el
colectivo realizó desde el 2015 en una zona de campos minados, en Atacama, para poner en tensión –como lo
declara- el territorio y el paisaje. Es
decir, de cómo el trabajo de sembrar minas antipersonales en un territorio, se
convierte en paisaje de control. Y si hay control, hay frontera. No hay paisaje sin control del espacio. La intervención militar construye la prestancia de un campo minado
como una medida defensiva, para impedir el libre paso de infantes y
blindados. En el fondo,
si no puede impedir el paso del enemigo, al menos lo retrasa, lo
perturba. De este modo, el campo minado se define como lugar de excepción
territorial, en cuya superficie está
excluida toda circulación. En algunas
circunstancias se le designa como “tierra de nadie”. Sería un territorio expuesto a la
imposibilidad de que un caminante lo constituya en paisaje. Así las cosas, el
campo minado es un paisaje que se asume en su propia regresión. Su condición de paisaje reside en el hecho de
convertirse en el objeto de una táctica, que fija una posición.
En escenarios de
guerra ya conocidos, se sabe de la
necesidad de abrir una brecha en el campo gracias a al trabajo de unidades de
desminado, para habilitar el paso de los blindados. Los británicos lo hicieron en varias
ocasiones para descomprimir un frente en su combate contra Rommel.
Todos lo hacen. Yo conocí a
un señor que había luchado con los
fusileros de la marina francesa en Indochina.
Me contó que durante el día plantaban
minas para proteger el perímetro del campamento. Los vietnamitas, por la
noche, desactivaban las minas y se las dejaban ordenaditas frente a sus
trincheras, para que las vieran en la mañana. Control de línea, se llama. Pero
también, humillaban al enemigo. Tiempo
después, los vietnamitas exportaron su capacidad de minado a los frentes de
batalla de Angola, donde enseñaron a sembrar minas dobles; es decir, cuando el
experto en desactivación anulaba la primera, lo que hacía era activar la
segunda, que explotaba.
En Indochina, en 1952,
Robert Capa perdió la vida al caminar sobre una mina anti-personal. En la novela de Pérez Reverte, El
pintor de batallas, sobre la inquietante epopeya de un fotógrafo de guerra,
la heroína muere al caminar sobre una mina que éste alcanza a percibir,
pero no le advierte del peligro. Recientemente, migrantes clandestinos
atravesaron un campo de minas y fueron alcanzados.
En el caso de esta investigación, el colectivo llega como equipo-de-arte; es decir, como un
equipo de localización, de
inscripción de su marca en una franja de territorio interdicto, cuando el campo
minado no pertenece ya a una “zona de conflicto manifiesto” y su intervención solo puede
remitirse a documentar los efectos que
tiene su existencia en las comunidades
cercanas y en los animales.
Entre esos efectos está la conversión del territorio en un lugar de excepción, destinado a designar
la existencia de una frontera. Quizás el
gran hallazgo del colectivo “Agencia de Borde” haya sido la determinación del lugar y la
consciencia de las restricciones implícitas ya declaradas para su conducción. De hecho, los únicos que pueden manejar esta
situación son el personal de la compañía especial de des/minado, que realiza el
trabajo “coreográfico” simple de constatar que aquello que está dibujado en un
mapa de colocación, corresponde efectivamente a lo que se pretende encontrar. Justamente, porque las minas cambian de
posición, por diversas razones; entre ellas, el viento y el agua. De modo que los esquemas de origen señalados
en un papel no corresponden, necesariamente, a la disposición terminal de los
artefactos.
Si se trata de “nuevos medios”, estos tienen que ver,
principalmente, con medios de detección más sofisticados que los empleados en
la Segunda Guerra. Pero todo indica que
no hay “nuevos medios” tecnológicos, sino tan solo en el terreno de la
sensibilidad de los detonadores. Al fin
y al cabo, la mina anti-personal posee una tecnología que está pensada para “soportar” el peso de los cuerpos y actuar en consecuencia. Lo que puede haber de “nuevo” es el
dispositivo de detección. Sin embargo, el registro de la posición está subordinado a
la pertinencia gráfica del oficial que dirige la colocación de las minas. Y en
ese sentido, quizás la pieza gráfica más fuerte de la exposición sea,
justamente, el dibujo de emplazamiento y colocación de artefactos, realizado a
mano por un oficial, cuyo nombre aparece timbrado, como si fuera una hoja de
despacho.
Tiene razón el colectivo “Agencia de Borde” al reconocer la existencia
de una violencia pasiva en la gestión del territorio; sin embargo, no toman en
cuenta la condición de lugar de excepción que señala la existencia de zonas
sobre las que no es posible transitar.
El empleo de
un dron para recolectar imágenes sobre una franja de tierra sobre la que no
puede caminar no resuelve nada, sino que
permite obtener una imagen de su sobrevuelo, desrealizando la representación de
la superficie. Es entonces que entramos
en las consideraciones políticas. El
objeto de sembrar minas antipersonales es el de reproducir la inseguridad del territorio, como política de manejo y de
control de ciudadanía. Es un hecho ya
demostrado que las minas resquebrajan las relaciones comunitarias y
limitan las oportunidades de trabajo y de desarrollo económico y social. La sola sospecha de que pueda haber minas,
impide toda planificación productiva de
los suelos.
En la
actualidad, Chile ha trabajado en la
promoción de iniciativas regionales de desminado y que por eso, se ha acumulado
una gran experiencia en la remoción de minas en geografías adversas. A la fecha,
han sido removidas y se ha
destruido en nuestro país 146.460 minas, que representan más del 70% del total
plantado en suelo chileno. Sin embargo,
en el curso de su trabajo, el colectivo no ha especificado el efecto de los
campos minados en situaciones de frontera,
que es distinto a los existentes en zonas de operaciones de la guerrilla
colombiana, en el interior del país, en una situación de guerra interna. Las estrategias de producción de inseguridad no son las mismas. De todos modos, los países se someten a las
exigencias de la Convención de Otawa, sobre desminado, con distintos resultados
e intensidad. De ahí que respecto de las implicancias constitucionales y
políticas directas, el colectivo no haya elaborado un discurso radical, sino
que haya permanecido en la evocación estética y antropológica de un malestar
que no se asume en sus coordenadas históricas.
Paul Virilio[1] ya ha señalado que desde el momento en que el arte ha perdido su lugar y ha empezado
a flotar entre los mundos de la publicidad y los “nuevos medios”, la última cosa
que resiste es el cuerpo. En este trabajo, el cuerpo solo está presente
mediante sus “residuos” gráficos, tomando en préstamo el soporte de papel
milimetrado para fijar la posición de una amenaza sublimada por el deseo de la
buena conciencia del desminado, que
busca el libre tránsito de los cuerpos por una historia carente de conflicto.
Solo puedo pensar, como un ejercicio de extrapolación, en el film de Stanley Kubrick, Sendero de la gloria, realizada en 1957,
para revelar el carácter de la tierra-de-nadie. No confundiremos esta noción con la de
no-lugar, ¡por favor!, que aparece citada en toda crítica que se precie de tal
cuando se abordan trabajos que ponen en tela de juicio la noción misma de
ubicuidad. Al fin y al cabo, regresamos
siempre a los cuerpos. No hay “nuevos medios” que puedan hacer caso omiso de la
existencia de un campo minado como potencial de la mutilación del cuerpo
político.
Para terminar,
es preciso señalar que este
trabajo posee una proyección insospechada, que puede resultar de gran utilidad
para el análisis de la escena plástica. En
el ejercicio del poder de las instituciones del arte, sus autoridades elaboran mapas de colocación de minas
anti-personales como dispositivo de protección del perímetro básico de la
soberanía. Cambiando abruptamente de
registro, es la propia institución-de-arte
la que diseña los campos minados de su
conveniencia, como un modelo de comportamiento que hace valer sus límites. El proyecto de un ministerio de cultura, por ejemplo, es un campo minado. Una política nacional de artes visuales
debiera entenderse a si misma como un
gran proyecto de desminado.
La franja de superficie perimetral del campo artístico está sembrada
de minas anti-personales, que ponen en riesgo el acceso al núcleo básico de su representación
política. El colectivo “Agencia de Borde” reivindica la puesta en forma de prácticas de
des/minado, sin por ello hacer consciente la identificación de quienes siembras
“nuevos artefactos”, para afirmar la
existencia de procedimientos de exclusión de nuevo tipo, que no requieren de
artefactos explosivos, sino de sofisticadas tecnologías de registro y de
vigilancia del territorio, operables a través de redes satelitales, que reproducen la trazabilidad de los cuerpos en
un nuevo paisaje.
Lo que hay de significativo en este trabajo es la puesta en
escena de un deseo de disolución de la noción misma de frontera, en una era en
que los Estados previenen a sus poblaciones de una guerra de todos contra
todos, donde el ejército pasa a tener un rol decisivo en la organización del
territorio, tanto en tiempos de paz como de guerra. Pero en una concepción de la paz como el
camuflaje necesario que construye al
enemigo interior que es necesario reducir.
En este sentido, el único “nuevo medio” empleado por el colectivo, con
eficacia, es el dron, que permite “ocupar”
el aire en vez del territorio, fomentando un sentimiento de irrealidad, que
apela a un ciudadano en tránsito que busca la abolición de todas las fronteras
y de todas las diferencias, pero sin tocar el suelo.
Al final, lo que manda es –siempre- el deseo del sendero; es decir, de una política de suelo.
[1] Filósofo y arquitecto francés, sostiene que la guerra y
la lógica militar ha sido fundamental para entender el desarrollo de las
ciudades. En la actualidad, es una
guerra de nuevo tipo que se ejerce a
través de la propaganda, las
telecomunicaciones y el control social.
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