jueves, 26 de enero de 2017

CAMPO MINADO


Lo sostuve en la columna anterior: no hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la  pobreza del comentario.  En mi recorrido de cierre por el MAC Quinta Normal el domingo 22 de enero,  frente a una “muestra ferial”  de a lo menos seis exposiciones diferentes que parecían una  sola,  casi sin distinción autoral,  al menos retuve dos, por  razones divergentes.  Ya me he referido a la curatoría de César Gabler. Podríamos decir mucho más. Pero me corresponde hablar de la segunda exposición que retuvo mi atención:  Una explosión sorda y grave, no muy lejos, del colectivo “Agencia de Borde” compuesto por Rosario Montero, Paula Salas y Sebastián Melo, en colaboración con Javier Jaimovich y Matías Vilaplana.

Más allá de correr un riesgo formal por  la distancia  entre propuesta conceptual y  propuesta visual,  esta muestra  importa por las contradicciones que la sostienen.  

De partida, es una instalación clásica en la que se combina un mural, un video y fotografías, que hacen uso efectivo y eficaz de la sala.  Si es una instalación, me pregunto, ¿en qué sentido corresponde a ser tratada como una experiencia de “nuevos medios”?  La presencia de los videos no es suficiente. ¿En qué sentido el video es un “nuevo medio”?  Más bien, es un medio-muy-viejo.  El mural es un medio-más-viejo aún.  Y la fotografía, en este contexto,  es un medio-de-normalización de la mirada.  De modo que la obra se presenta, simplemente, como una instalación cuya narratividad procesual es mucho-más que el resultado museográfico.  Al fin y al cabo, el arte contemporáneo ha terminado por ser, antes que nada, pura narración. 



Llamo narratividad procesual a la investigación que el colectivo realizó desde el 2015 en una zona de campos minados,  en Atacama, para poner en tensión –como lo declara- el territorio y el paisaje.  Es decir, de cómo el trabajo de sembrar minas antipersonales en un territorio, se convierte en paisaje de control.  Y si hay control, hay frontera.  No hay paisaje sin control del espacio.  La intervención militar  construye la prestancia de un campo minado como una medida defensiva, para impedir el libre paso de infantes y blindados.   En el fondo,  si no puede impedir el paso del enemigo, al menos lo retrasa, lo perturba. De este modo, el campo minado se define como lugar de excepción territorial,  en cuya superficie está excluida toda circulación.  En algunas circunstancias se le designa como “tierra de nadie”.  Sería un territorio expuesto a la imposibilidad de que un caminante lo constituya en paisaje. Así las cosas, el campo minado es un paisaje que se asume en su  propia regresión.  Su condición de paisaje reside en el hecho de convertirse en el objeto de una táctica, que fija una posición.

En  escenarios de guerra ya conocidos,  se sabe de la necesidad de abrir una brecha en el campo gracias a al trabajo de unidades de desminado, para habilitar el paso de los blindados.  Los británicos lo hicieron en varias ocasiones para descomprimir un frente en su combate contra  Rommel.  Todos lo hacen.   Yo conocí a un  señor que había luchado con los fusileros de la marina francesa en Indochina.  Me contó que durante el día plantaban  minas para proteger el perímetro del campamento. Los vietnamitas, por la noche, desactivaban las minas y se las dejaban ordenaditas frente a sus trincheras, para que las vieran en la mañana. Control de línea, se llama. Pero también, humillaban al enemigo.  Tiempo después, los vietnamitas exportaron su capacidad de minado a los frentes de batalla de Angola, donde enseñaron a sembrar minas dobles; es decir, cuando el experto en desactivación anulaba la primera, lo que hacía era activar la segunda, que explotaba.

En Indochina, en 1952,  Robert Capa perdió la vida al caminar sobre una mina anti-personal.  En la novela de Pérez Reverte,  El pintor de batallas, sobre la inquietante epopeya de un fotógrafo de guerra, la heroína muere al caminar sobre una mina que éste alcanza a percibir, pero  no le  advierte del peligro.   Recientemente, migrantes clandestinos atravesaron un campo de minas y fueron alcanzados.

En el caso de esta investigación, el colectivo llega como equipo-de-arte; es decir,  como un equipo de localización,  de inscripción de su marca en una franja de territorio interdicto, cuando el campo minado  no pertenece ya  a una “zona de conflicto  manifiesto” y su intervención solo puede remitirse a documentar los efectos  que tiene  su existencia en las comunidades cercanas y en los animales.

Entre esos efectos está la conversión del territorio en un lugar de excepción, destinado a designar la existencia de una frontera.  Quizás el gran hallazgo del colectivo “Agencia de Borde”  haya sido la determinación del lugar y la consciencia de las restricciones implícitas ya declaradas para su  conducción.  De hecho, los únicos que pueden manejar esta situación son el personal de la compañía especial de des/minado, que realiza el trabajo “coreográfico” simple de constatar que aquello que está dibujado en un mapa de colocación, corresponde efectivamente a lo que se pretende encontrar.  Justamente, porque las minas cambian de posición, por diversas razones; entre ellas, el viento y el agua.  De modo que los esquemas de origen señalados en un papel no corresponden, necesariamente, a la disposición terminal de los artefactos.

Si se trata de “nuevos medios”, estos tienen que ver, principalmente, con medios de detección más sofisticados que los empleados en la Segunda Guerra.  Pero todo indica que no hay “nuevos medios” tecnológicos, sino tan solo en el terreno de la sensibilidad de los detonadores.  Al fin y al cabo, la mina anti-personal posee una tecnología que  está pensada para “soportar”  el peso  de los cuerpos y actuar en consecuencia.  Lo que puede haber de “nuevo” es el dispositivo de detección.  Sin embargo,  el registro de la posición está subordinado a la pertinencia gráfica del oficial que dirige la colocación de las minas. Y en ese sentido, quizás la pieza gráfica más fuerte de la exposición sea, justamente, el dibujo de emplazamiento y colocación de artefactos, realizado a mano por un oficial, cuyo nombre aparece timbrado, como si fuera una hoja de despacho.  



Tiene razón el colectivo  “Agencia de Borde” al reconocer la existencia de una violencia pasiva en la gestión del territorio; sin embargo, no toman en cuenta la condición de lugar de excepción que señala la existencia de zonas sobre las que no es posible transitar.   

El empleo de un dron para recolectar imágenes sobre una franja de tierra sobre la que no puede caminar  no resuelve nada, sino que permite obtener una imagen de su sobrevuelo, desrealizando la representación de la superficie.   Es entonces que entramos en las consideraciones políticas.  El objeto de sembrar minas antipersonales es el de reproducir la inseguridad  del territorio, como política de manejo y de control de ciudadanía.  Es un hecho ya demostrado que  las minas resquebrajan las relaciones comunitarias y limitan las oportunidades de trabajo y de desarrollo económico y social.  La sola sospecha de que pueda haber minas, impide toda  planificación productiva de los suelos.
En la actualidad,  Chile ha trabajado en la promoción de iniciativas regionales de desminado y que por eso, se ha acumulado una gran experiencia en la remoción de minas en geografías adversas.  A la fecha,  han  sido removidas y se ha destruido en nuestro país 146.460 minas, que representan más del 70% del total plantado en suelo chileno.  Sin embargo, en el curso de su trabajo, el colectivo no ha especificado el efecto de los campos minados en situaciones de frontera,  que es distinto a los existentes en zonas de operaciones de la guerrilla colombiana, en el interior del país, en una situación de guerra interna.  Las estrategias de producción de  inseguridad no son las mismas.  De todos modos, los países se someten a las exigencias de la Convención de Otawa, sobre desminado, con distintos resultados e intensidad. De ahí que respecto de las implicancias constitucionales y políticas directas, el colectivo no haya elaborado un discurso radical, sino que haya permanecido en la evocación estética y antropológica de un malestar que no se asume en sus coordenadas históricas. 

Paul Virilio[1]  ya ha señalado que desde el momento en  que el arte ha perdido su lugar y ha empezado a flotar entre los mundos de la publicidad y los “nuevos medios”, la última cosa que  resiste es el cuerpo.  En este trabajo, el cuerpo solo está presente mediante sus “residuos” gráficos, tomando en préstamo el soporte de papel milimetrado para fijar la posición de una amenaza sublimada por el deseo de la buena conciencia del desminado,  que busca el libre tránsito de los cuerpos por una historia carente de conflicto. Solo puedo pensar, como un ejercicio de extrapolación,  en el film de Stanley Kubrick, Sendero de la gloria, realizada en 1957, para revelar  el carácter de la tierra-de-nadie.  No confundiremos esta noción con la de no-lugar, ¡por favor!, que aparece citada en toda crítica que se precie de tal cuando se abordan trabajos que ponen en tela de juicio la noción misma de ubicuidad.  Al fin y al cabo, regresamos siempre a los cuerpos. No hay “nuevos medios” que puedan hacer caso omiso de la existencia de un campo minado como potencial de la mutilación del cuerpo político.




Para terminar,  es  preciso señalar que este trabajo posee una proyección insospechada, que puede resultar de gran utilidad para el análisis de la escena plástica.  En el ejercicio del poder de las instituciones del arte,  sus autoridades  elaboran mapas de colocación de minas anti-personales como dispositivo de protección del perímetro básico de la soberanía.  Cambiando abruptamente de registro, es la propia institución-de-arte  la que diseña los campos minados de su conveniencia, como un modelo de comportamiento que hace valer sus límites.  El proyecto de un  ministerio de cultura, por ejemplo,  es un campo minado.  Una política nacional de artes visuales debiera  entenderse a si misma como un gran proyecto de desminado.

La  franja de superficie  perimetral del campo artístico está sembrada de minas anti-personales, que ponen en riesgo el  acceso al núcleo básico de su representación política.  El colectivo  “Agencia de Borde”  reivindica la puesta en forma de prácticas de des/minado, sin por ello hacer consciente la identificación de quienes siembras “nuevos artefactos”,  para afirmar la existencia de procedimientos de exclusión de nuevo tipo, que no requieren de artefactos explosivos, sino de sofisticadas tecnologías de registro y de vigilancia del territorio, operables a través de redes satelitales, que  reproducen la trazabilidad de los cuerpos en un nuevo paisaje.

Lo que hay de significativo en este trabajo es la puesta en escena de un deseo de disolución de la noción misma de frontera, en una era en que los Estados previenen a sus poblaciones de una guerra de todos contra todos, donde el ejército pasa a tener un rol decisivo en la organización del territorio, tanto en tiempos de paz como de guerra.  Pero en una concepción de la paz como el camuflaje necesario que  construye al enemigo interior que es necesario reducir.  En este sentido, el único “nuevo medio” empleado por el colectivo, con eficacia, es el dron, que  permite “ocupar” el aire en vez del territorio, fomentando un sentimiento de irrealidad, que apela a un ciudadano en tránsito que busca la abolición de todas las fronteras y de todas las diferencias, pero sin tocar el suelo.

Al final, lo que manda es –siempre-   el deseo del sendero; es decir, de una política de suelo.  



[1] Filósofo y arquitecto francés, sostiene que  la guerra y  la lógica militar ha sido fundamental para entender el desarrollo de las ciudades.  En la actualidad, es una guerra   de nuevo tipo que se ejerce a través de  la propaganda, las telecomunicaciones y el control social.

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