Lo sostuve en las dos
columnas anteriores: no hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día,
para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a
la pobreza del comentario. En Cerrillos, la temperatura
interior era mayor a la registrada fuera del edificio. Papeles y pinturas experimentaban los nocivos
efectos de los cambios drásticos del clima interior. Valga preguntarse si los coleccionistas
estuvieron al tanto de las severas condiciones de exhibición de sus piezas y de
si las mínimas normas de conservación preventiva fueron respetadas.
El exceso de calor en
las salas, sin embargo, contrastaba drásticamente con la ausencia de público.
Solo había guardias y funcionarios agobiados.
La luminosidad ambiental del área
de ingreso aniquilaba toda posibilidad de distinguir matices. Y eso que esta
remodelación fue saludada con declaraciones ditirámbicas y ampliamente
celebrada como un caso ejemplar de aumento significativo de la superficie
disponible para “exponer”. Justamente,
la condición misma de exposición queda puesta en juego al definir un espacio
normal, que apenas cumple las normas requeridas para el “colgaje”.
Resulta sorprendente que un espacio destinado
a la “experimentación”, esté sobre/determinado por el deseo de
colgabilidad que desmiente de inmediato su
propósito. Pero hay que rendirse a la
evidencia local, por la cual los artistas parecen conmoverse con saber que han
adquirido más espacio disponible para demostrar la normalidad de sus
ejecuciones. Es muy probable que este
haya sido el precio que la
autoridad imaginó debía pagar para mantener en calma al sector. Porque todo indica un modelo de selección
determinado por el amiguismo y el cálculo de deudas por contraer. Conociendo la
producción contemporánea, las obras escogidas distan radicalmente de ser la
expresión más adecuada de la propuesta implícita en el título: Una imagen llamada palabra.
No acostumbro a medir
las exposiciones por lo que les falta, pero no cabe otra alternativa cuando lo
primero que se puede apreciar en el área de ingreso es una pintura de Voluspa
Jarpa que no apunta a satisfacer el diagrama declarado, sino a cumplir con un
método reductivo de asociaciones que la “pone en línea” con Duclos y Leppe a
propósito de la representabilidad de la estrella, como significante gráfico
sustituto del sudario emblematizante de la escena. Si se trataba de la imagen llamada palabra,
entonces es dable pensar que las obras más cercanas a la producción actual de
Voluspa Jarpa era lo que correspondía, sobre todo por la instancia de borradura de la letra que opera
en ellas. Pero el curador buscaba banalizar la obra de referencia a través de
una asociatividad en la que Voluspa Jarpa queda a maltraer por contigüidad forzada. Existe un abismo epistemológico entre Duclos,
Leppe y Voluspa Jarpa, que no es señalado ni trabajado como condición de fraseo
museográfico. Es tan solo un ejemplo.
En un panel cercano,
una fotografía de Paz Errázuriz de una “belleza dianarbusiana”
indesmentible reproduce la imagen de una
mujer sobre la que ya sabemos se imprime
la permanencia inaudible de una
etnia cuya lengua está en vías de
desaparición. Si no hubiera esta narración precedente no habría re-semantización
de la imagen. Falta, entonces, la
elocuencia del aparato educativo de la muestra acerca de la inaudibilidad de la
palabra imaginada. Suponemos que esta
carencia es colmada por el montaje sonoro de Rainer Krause, que “corporaliza”
el grano de una voz que clama en el desierto.
Esta falta de
elocuencia se confirma cuando encontramos en un nicho de pasillo la obra de
Alejandra Prieto. Las palabras brillan
por su ausencia. Esa es la imagen de
otra narración que cumple con el modelo de forzamiento de la no-representabilidad
de la palabra obrera y minera, condensada para no poder figurar como escena de
reparación, reconvertida en objeto para ser exhibido como un mueble en una
bodega de acopio. Peor aún: el muro
sobre el que la obra está afirmado reproduce un mosaico similar a la
enchapadura de láminas de carbón piedra
que arman la obra. El piso de
baldosines de color negro sobre el que
descansa la pieza parece prolongarla sin
ejercer corte visual alguno. Operaciones
como éstas son comunes en esta muestra, sin que los artistas hayan tomado
consciencia del daño infringido por estas asociaciones pensadas (solo) para causar daño formal. Este modelo de comportamiento curatorial es
propio de quienes abusan de la confianza
de los artistas, exhibiendo las obras como síntomas de su propia
inconclusión. Porque una cosa es
conversar sobre una invitación a exponer y otra cosa es conectar esas obras con
aquellas que aceleran su desmontaje formal.
Lo anterior se puede
verificar en la juntura, por ejemplo, de Alicia Villarreal y Juan Pablo
Langlois, en una sala inapropiada en que la luz quema todo relieve. La
disposición regular de las mesitas de
pre-escolaridad extremadamente usadas,
con la cubierta calada con los signos de la pedagogía básica faltante, contrasta con la calculada disposición del desorden de
faena reconstructiva, a través de la cual se supone que la legalidad de la
institución artística es puesta a prueba, mediante la exhibición retórica del “proceso analítico” que precede a una obra que jamás deja de estar
en condición de inacabado ejemplar. En esta juntura, el carácter de faena de la
obra de Langlois termina por “faenar” las condiciones de exhibición de la obra
de Alicia Villarreal. Ciertamente, ésta
última requería un vacío que la sala le hubiera permitido, para escapar a estas
determinaciones “audaces” del curador, en una sala, como digo, cuya exhibitividad está condicionada por el
ventanal que “introduce” la imagen del parque, prácticamente, como
una nueva obra.
En este punto es
preciso hablar de la inepta remodelación del predio. En términos de arquitectura interior, apenas
cumple con los términos de referencia. Sin embrago, los arquitectos no tienen la
culpa. Tal como está, este predio podría ser un Sodimac, un supermercado, un CESFAM, un centro cívico, etc.
A lo que voy es
que este sitio carece de especificidad “artística”. La ventaja social es que podría ser destinado
a cualquier función definida razonablemente por la autoridad territorial. No hay que olvidar que este proyecto viene a
consolidarse después del fracaso del Portal Cerrillos y de un plan de
desarrollo inmobiliario. Es curioso cómo
el arte siempre se hace demasiado disponible para encubrir
fraudes inmobiliarios. O sea, los
conceptualizadores de este proyecto de
arte le cubren las espaldas al MOP y al
MINVU en quizás qué tipo de oscuros y
fallidos manejos en el terreno de la reconversión urbana.
Lo grave es que para
este proyecto, los términos de referencia nunca fueron claros, porque
hasta el día de hoy no ha sido posible
saber cual es la propuesta concreta de “centro de arte”. Porque
tal como ha quedado esta remodelación, no sirve ni para museo, ni para bodegas de
acopio de obras pertenecientes a colecciones públicas. Los organismos encargados de restauración y preservación de obras contemporáneas
tendrán que evaluar la pertinencia de estas instalaciones para esos fines.
Lo que sin embargo
resulta decisivo es la ausencia de criterio ético y estético de parte de
artistas que estuvieron dispuestos a estar en esta exhibición, bajo la amenaza
tácita de “quedar fuera de la historia”. De otra manera no se explica la
presencia de figuras de la escena plástica que se han caracterizado por un celo que linda
con expresiones de insana obsesión a la hora de cautelar sus condiciones
de exhibición.
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