domingo, 29 de enero de 2017

CERRILLOS


Lo sostuve en las dos columnas anteriores: no hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la  pobreza del comentario. En Cerrillos, la temperatura interior era mayor a la registrada fuera del edificio.  Papeles y pinturas experimentaban los nocivos efectos de los cambios drásticos del clima interior.  Valga preguntarse si los coleccionistas estuvieron al tanto de las severas condiciones de exhibición de sus piezas y de si las mínimas normas de conservación preventiva fueron respetadas.

El exceso de calor en las salas, sin embargo, contrastaba drásticamente con la ausencia de público. Solo había guardias y funcionarios agobiados.  La luminosidad ambiental  del área de ingreso aniquilaba toda posibilidad de distinguir matices. Y eso que esta remodelación fue saludada con declaraciones ditirámbicas y ampliamente celebrada como un caso ejemplar de aumento significativo de la superficie disponible para “exponer”.  Justamente, la condición misma de exposición queda puesta en juego al definir un espacio normal,  que apenas cumple  las normas requeridas para el “colgaje”.  

Resulta sorprendente que un espacio destinado a la “experimentación”, esté sobre/determinado por  el deseo de  colgabilidad   que desmiente de inmediato su propósito.  Pero hay que rendirse a la evidencia local, por la cual los artistas parecen conmoverse con saber que han adquirido más espacio disponible para demostrar la normalidad de sus ejecuciones.  Es muy probable que este haya sido  el precio que la autoridad  imaginó debía  pagar para mantener en calma al sector.  Porque todo indica un modelo de selección determinado por el amiguismo y el cálculo de deudas por contraer. Conociendo la producción contemporánea, las obras escogidas distan radicalmente de ser la expresión más adecuada de la propuesta implícita en el título: Una imagen llamada palabra. 

No acostumbro a medir las exposiciones por lo que les falta, pero no cabe otra alternativa cuando lo primero que se puede apreciar en el área de ingreso es una pintura de Voluspa Jarpa que no apunta a satisfacer el diagrama declarado, sino a cumplir con un método reductivo de asociaciones que la “pone en línea” con Duclos y Leppe a propósito de la representabilidad de la estrella, como significante gráfico sustituto del sudario emblematizante de la escena.  Si se trataba de la imagen llamada palabra, entonces es dable pensar que las obras más cercanas a la producción actual de Voluspa Jarpa era lo que correspondía, sobre todo por la  instancia de borradura de la letra que opera en ellas.  Pero el curador buscaba  banalizar la obra de referencia a través de una asociatividad en la que Voluspa Jarpa queda a maltraer  por contigüidad forzada.  Existe un abismo epistemológico entre Duclos, Leppe y Voluspa Jarpa, que no es señalado ni trabajado como condición de fraseo museográfico.  Es tan solo un ejemplo.



En un panel cercano, una fotografía de Paz Errázuriz de una “belleza dianarbusiana” indesmentible  reproduce la imagen de una mujer sobre la que ya sabemos  se imprime la  permanencia inaudible de una etnia  cuya lengua está en vías de desaparición. Si no hubiera esta narración precedente no habría re-semantización de la imagen.  Falta, entonces, la elocuencia del aparato educativo de la muestra acerca de la inaudibilidad de la palabra imaginada.  Suponemos que esta carencia es colmada por el montaje sonoro de Rainer Krause, que “corporaliza” el grano de una voz que clama en el desierto. 

Esta falta de elocuencia se confirma cuando encontramos en un nicho de pasillo la obra de Alejandra Prieto.  Las palabras brillan por su ausencia.  Esa es la imagen de otra narración que cumple con el modelo de forzamiento de la no-representabilidad de la palabra obrera y minera, condensada para no poder figurar como escena de reparación, reconvertida en objeto para ser exhibido como un mueble en una bodega de acopio.  Peor aún: el muro sobre el que la obra está afirmado reproduce un mosaico similar a la enchapadura de láminas de carbón piedra  que arman la obra.  El piso de baldosines de color  negro sobre el que descansa la pieza parece prolongarla sin  ejercer corte visual alguno.  Operaciones como éstas son comunes en esta muestra, sin que los artistas hayan tomado consciencia del daño infringido por estas asociaciones pensadas (solo)  para causar daño formal.  Este modelo de comportamiento curatorial es propio de quienes  abusan de la confianza de los artistas, exhibiendo las obras como síntomas de su propia inconclusión.  Porque una cosa es conversar sobre una invitación a exponer y otra cosa es conectar esas obras con aquellas que aceleran su desmontaje formal.



Lo anterior se puede verificar en la juntura, por ejemplo, de Alicia Villarreal y Juan Pablo Langlois, en una sala inapropiada en que la luz quema todo relieve. La disposición regular de las mesitas  de pre-escolaridad  extremadamente usadas, con la cubierta calada con los signos de la pedagogía básica  faltante, contrasta  con la calculada disposición del desorden de faena reconstructiva, a través de la cual se supone que la legalidad de la institución artística es puesta a prueba, mediante la exhibición  retórica del “proceso analítico” que  precede a una obra que jamás deja de estar en  condición de  inacabado ejemplar.  En esta juntura, el carácter de faena de la obra de Langlois termina por “faenar” las condiciones de exhibición de la obra de Alicia Villarreal.  Ciertamente, ésta última requería un vacío que la sala le hubiera permitido, para escapar a estas determinaciones “audaces” del curador, en una sala, como digo,  cuya exhibitividad está condicionada por el ventanal que “introduce” la imagen del parque, prácticamente,  como  una nueva obra.



En este punto es preciso hablar de la inepta remodelación del predio.  En términos de arquitectura interior, apenas cumple con los términos de referencia.  Sin embrago, los arquitectos no tienen la culpa. Tal como está, este predio podría ser un Sodimac,  un supermercado, un CESFAM,  un centro cívico,  etc.  

A lo que voy es que  este sitio  carece de especificidad “artística”.  La ventaja social es que podría ser destinado a cualquier función definida razonablemente por la autoridad territorial.  No hay que olvidar que este proyecto viene a consolidarse después del fracaso del Portal Cerrillos y de un plan de desarrollo inmobiliario.  Es curioso cómo el  arte siempre  se hace demasiado disponible  para encubrir  fraudes inmobiliarios.  O sea, los conceptualizadores de este proyecto  de arte  le cubren las espaldas al MOP y al MINVU  en quizás qué tipo de oscuros y fallidos  manejos  en el terreno de la reconversión  urbana.

Lo grave es que para este proyecto, los términos   de referencia nunca fueron claros, porque hasta el día de hoy  no ha sido posible saber cual es la propuesta concreta de “centro de arte”.   Porque tal como ha quedado esta remodelación,  no sirve ni para museo, ni para bodegas de acopio de obras pertenecientes a colecciones públicas.  Los organismos encargados  de restauración   y preservación de obras contemporáneas tendrán que evaluar la pertinencia de estas instalaciones para esos fines.  

Lo que sin embargo resulta decisivo es la ausencia de criterio ético y estético de parte de artistas que estuvieron dispuestos a estar en esta exhibición, bajo la amenaza tácita de “quedar fuera de la historia”. De otra manera no se explica la presencia de figuras de la escena plástica  que se han caracterizado por un celo que linda con expresiones de insana obsesión a la hora de cautelar sus condiciones de  exhibición. 

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario