martes, 24 de enero de 2017

LA GLOSA CHILENA

No hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día, para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la  pobreza del comentario.   El domingo 22 de enero,  en el MAC Quinta Normal,  el papel de dibujo  y las telas de pintura tenían que soportar el aumento de la temperatura ambiental.  Al fin y al cabo,  en el museo no  hay  respeto alguno por las normas museográficas anglo-sajonas (Risas).  Todas las obras estaban guateadas.  En Chile no hay salas con aire acondicionado  destinado a la conservación de las obras.  Estas deben resistir como sea, no solo a las condiciones de montaje, sino a su manejo a todo lo largo del mes de enero.  Pero eso es un pelo de la cola.  El  deterioro relativo en la  presentación de las obras corresponde  perfectamente al estado actual de  deflación de la escena. 

En mi recorrido de cierre,  frente a una muestra de a lo menos seis exposiciones diferentes que parecían una  sola,  casi sin distinción autoral,  al menos retuve dos, por  razones divergentes. 

Vamos a la primera. La curatoría de César Gabler,  en que él mismo se incluye junto a artistas como Rodrigo Vergara y Javier Rodríguez,  delata en un nivel  consciente y decididamente literal, un propósito de una aparente y mayúscula torpeza. Pero viniendo de Gabler,  solo se puede pensar que se trata de una torpeza calculada que hace  estado de una parodización suplementaria. Es lo que quisiera creer. Al menos, así lo hace manifiesto en el texto pedagógico del muro:

 “En Historia Mutante, se da cuenta de la historia ilustrada, con los lenguajes al uso, pero desde un lugar en que el artista parece ser un glosador visual de los historiadores o teóricos”. 

Resulta curiosa la perspectiva auto-flagelante que asume Gabler para situarse  en la posición de un ilustrador, que opera en un tono menor, poniendo en evidencia un imaginario infantil que comparte lo simbólico de la maqueta modelista y lo real del manual de instrucciones para ejecutar la imagen del personaje símbolo de la colonización cultural.   Es evidente que en la secuela de la visualidad institucional del arte chileno, el tono mayor está determinado por la eminencia dittborniana que obliga a acceder al origen de unas imágenes que ya parecen haber adquirido una superioridad ontológica.   

Gabler  trabaja la sub-versión   y se apega a la manualidad de un oficio  dogmáticamente depreciado, reproduciendo los gestos de una enseñanza extra-académica; es decir, que está determinada por la historia de un género que re-escribirá la historia del impreso en Chile.  En tal caso, la referencia al artista como glosador visual no hace sino enfrentar  mediante un sarcasmo gráfico el propósito de los historiadores y teóricos. La línea del dibujo se propone “ir más allá” que la línea de la teoría,  exponiéndose en los hechos como un indicio de teoría de línea. 

La versión subordinada que Gabler organiza, remeda una aeropostal,  en la zona de  pliegue como señal de castración,  sustituyendo el plegado  por una resuelta línea de corte, simulando un mapa de intensidades que fragmentariza el deseo de unidad representativa,  conduciendo la línea de tinta más allá de sus límites.  El aparato de glosa al que se refiere en el texto de muro hace síntoma con el predicado según el cual, la pintura chilena no ha sido más que una ilustración del discurso de la historia.  De tal modo, Gabler  acusa el peso referencial de “historiadores” y “teóricos”  cuyos nombres no menciona, pero a quienes acusa  con sarcasmo expresivo de fijar el rango de un discurso normativo que él se encargará de des/glosar.

                       (César Gabler)

El caso  de Rodrigo   Vergara es de una  complejidad suplementaria, porque se involucra en una historia reciente de un modo falsamente paródico, respecto de la cual termina  legitimando jocosamente el mito patético de un proyecto de insurrección militar, directamente proporcional a la dimensión de su fracaso.  Este solo gesto lo hace desatender  el registro de la ilustración de la historia,  para  habilitar su reemplazo por  una  estética de la falla.

La falsa parodia a la que aludo  en el trabajo de Rodrigo Vergara reprograma el valor de los relatos heroicos, elaborando una visualidad cuya concreción desmonta  la inflación del referente: el  relato de una fuga se objetualiza mediante la fabricación de una maqueta que reproduce el trayecto  realizado por cuatro presos políticos de la Cárcel de Valparaíso. 

Rodrigo Vergara hizo construir  a escala una pasarela, siguiendo el perturbado trazado  que  permite el acceso al punto de fuga efectivo, poniendo  particular cuidado en reproducir  el “andamiaje”  que  la sostiene.  La densidad constructiva remite a la persistencia que tiene el modelo leninista de partido en el imaginario comunista.  Pero el objeto apunta a  fijar la reducción de una línea política, que se debe conformar con la exaltación de un acto que desplaza la atención del verdadero motivo por el que los cuatro presos políticos estaban recluidos; a saber, el descubrimiento de una operación de internación de armas que se inscribirá en los anales de la ineptitud.   La maqueta tiene por misión fijar, entonces, un nivel determinado de lo narrable, pero como sustitución de un fracaso organizativo de proyecciones políticas incalculables.

Mediante la fabricación de la maqueta,  Rodrigo Vergara  promueve con éxito  la conversión  del “discurso heroico” de los sujetos  en una “animita”  erigida para conjurar la angustia ante la  deflación de su propia matriz.   La extrema pregnancia de elementos constructivos del soporte apunta a la debilidad de la infraestructura partidaria sobre cuya pasarela los sujetos deben cumplir la única tarea para la cual demostrarán aptitud: la fuga.  

                      (Rodrigo Vergara)



El  tema pendiente es el de la historia interpelada por los artistas, ya sea mediante la evidencia  de la colonialidad de la enseñanza del dibujo como del reduccionismo sentimental  de la telenovela.  Hay que mencionar que en la misma época del viaje de Disney a Chile, el mexicano Siqueiros pintaba los murales de Chillán, y que ambos estaban comprometidos en la lucha contra las fuerzas del Eje.   Y que mientras tenía lugar la fuga referida por Rodrigo Vergara, era transmitida por televisión una telenovela que llevaba por título Mi nombre es Lara.  Lo que agrega elementos que podemos calificar de patéticos es que uno de los sujetos de la fuga, quizás el “más importante”,  era un mediocre actor de teatro que no hizo más que poner en escena su propia ineptitud como agente político-militar, siendo la fuga, la única victoria que pudo atribuirse.  De este modo, la fijación de Rodrigo Vergara por el modelo de relato y por el sujeto de su enunciación se revela como  la crítica más severa de la impostura política, ya que su obra exhibe la consistencia dudosa de la propia metáfora del andamio como significante leninista.   

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