No hay mejor cosa que visitar exposiciones el último día,
para constatar cuánto han podido resistir, entre otras cosas, a la pobreza del comentario. El domingo 22 de enero, en el MAC Quinta Normal, el papel de dibujo y las telas de pintura tenían que soportar el
aumento de la temperatura ambiental. Al
fin y al cabo, en el museo no hay
respeto alguno por las normas museográficas anglo-sajonas (Risas). Todas las obras estaban guateadas. En Chile no hay salas con aire
acondicionado destinado a la
conservación de las obras. Estas deben
resistir como sea, no solo a las condiciones de montaje, sino a su manejo a
todo lo largo del mes de enero. Pero eso
es un pelo de la cola. El deterioro relativo en la presentación de las obras corresponde perfectamente al estado actual de deflación de la escena.
En mi recorrido de cierre,
frente a una muestra de a lo menos seis exposiciones diferentes que
parecían una sola, casi sin distinción autoral, al menos retuve dos, por razones divergentes.
Vamos a la primera. La curatoría de César Gabler, en que él mismo se incluye junto a artistas
como Rodrigo Vergara y Javier Rodríguez,
delata en un nivel consciente y
decididamente literal, un propósito de una aparente y mayúscula torpeza. Pero
viniendo de Gabler, solo se puede pensar
que se trata de una torpeza calculada que hace
estado de una parodización suplementaria. Es lo que quisiera creer. Al
menos, así lo hace manifiesto en el texto pedagógico del muro:
“En Historia Mutante, se da cuenta de la
historia ilustrada, con los lenguajes al uso, pero desde un lugar en que el
artista parece ser un glosador visual de los historiadores o teóricos”.
Resulta curiosa la perspectiva auto-flagelante que asume Gabler
para situarse en la posición de un
ilustrador, que opera en un tono menor,
poniendo en evidencia un imaginario infantil que comparte lo simbólico de la
maqueta modelista y lo real del
manual de instrucciones para ejecutar la imagen del personaje símbolo de la
colonización cultural. Es evidente que
en la secuela de la visualidad institucional del arte chileno, el tono mayor está determinado por la eminencia
dittborniana que obliga a acceder al origen de unas imágenes que ya parecen
haber adquirido una superioridad ontológica.
Gabler trabaja la
sub-versión y se apega a la manualidad de un oficio dogmáticamente depreciado, reproduciendo los
gestos de una enseñanza extra-académica; es decir, que está determinada por la
historia de un género que re-escribirá la historia
del impreso en Chile. En tal caso, la
referencia al artista como glosador visual no hace sino enfrentar mediante un sarcasmo gráfico el propósito de
los historiadores y teóricos. La línea del dibujo se propone “ir más allá” que
la línea de la teoría, exponiéndose en
los hechos como un indicio de teoría de
línea.
La versión subordinada que Gabler organiza, remeda una
aeropostal, en la zona de pliegue como señal de castración, sustituyendo el plegado por una resuelta línea de corte, simulando un
mapa de intensidades que fragmentariza el deseo de unidad representativa, conduciendo la línea de tinta más allá de sus
límites. El aparato de glosa al que se
refiere en el texto de muro hace síntoma con el predicado según el cual, la
pintura chilena no ha sido más que una ilustración del discurso de la
historia. De tal modo, Gabler acusa el peso referencial de “historiadores” y
“teóricos” cuyos nombres no menciona,
pero a quienes acusa con sarcasmo expresivo
de fijar el rango de un discurso normativo que él se encargará de des/glosar.
(César Gabler)
El caso de
Rodrigo Vergara es de una complejidad suplementaria, porque se
involucra en una historia reciente de un modo falsamente paródico, respecto de
la cual termina legitimando jocosamente
el mito patético de un proyecto de insurrección militar, directamente
proporcional a la dimensión de su fracaso.
Este solo gesto lo hace desatender el registro de la ilustración de la historia, para habilitar su reemplazo por una estética de la falla.
La falsa parodia a la que aludo en el trabajo de Rodrigo Vergara reprograma el
valor de los relatos heroicos, elaborando una visualidad cuya concreción
desmonta la inflación del referente:
el relato de una fuga se objetualiza
mediante la fabricación de una maqueta que reproduce el trayecto realizado por cuatro presos políticos de la
Cárcel de Valparaíso.
Rodrigo Vergara hizo construir a escala una pasarela, siguiendo el
perturbado trazado que permite el acceso al punto de fuga efectivo,
poniendo particular cuidado en
reproducir el “andamiaje” que la
sostiene. La densidad constructiva
remite a la persistencia que tiene el modelo leninista de partido en el
imaginario comunista. Pero el objeto
apunta a fijar la reducción de una línea
política, que se debe conformar con la exaltación de un acto que desplaza la
atención del verdadero motivo por el que los cuatro presos políticos estaban
recluidos; a saber, el descubrimiento de una operación de internación de armas
que se inscribirá en los anales de la ineptitud. La
maqueta tiene por misión fijar, entonces, un nivel determinado de lo narrable,
pero como sustitución de un fracaso organizativo de proyecciones políticas
incalculables.
Mediante la fabricación de la maqueta, Rodrigo Vergara promueve con éxito la conversión del “discurso heroico” de los sujetos en una “animita” erigida para conjurar la angustia ante
la deflación de su propia matriz. La extrema pregnancia de elementos constructivos
del soporte apunta a la debilidad de la infraestructura partidaria sobre cuya
pasarela los sujetos deben cumplir la única tarea para la cual demostrarán
aptitud: la fuga.
(Rodrigo Vergara)
El tema pendiente es
el de la historia interpelada por los artistas, ya sea mediante la
evidencia de la colonialidad de la
enseñanza del dibujo como del reduccionismo sentimental de la telenovela. Hay que mencionar que en la misma época del
viaje de Disney a Chile, el mexicano Siqueiros pintaba los murales de Chillán,
y que ambos estaban comprometidos en la lucha contra las fuerzas del Eje. Y que
mientras tenía lugar la fuga referida por Rodrigo Vergara, era transmitida por
televisión una telenovela que llevaba por título Mi nombre es Lara. Lo que
agrega elementos que podemos calificar de patéticos es que uno de los sujetos
de la fuga, quizás el “más importante”, era un mediocre actor de teatro que no hizo
más que poner en escena su propia ineptitud como agente político-militar,
siendo la fuga, la única victoria que pudo atribuirse. De este modo, la fijación de Rodrigo Vergara
por el modelo de relato y por el sujeto de su enunciación se revela como la crítica más severa de la impostura
política, ya que su obra exhibe la consistencia dudosa de la propia metáfora
del andamio como significante leninista.
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