jueves, 28 de febrero de 2019

HACER VISIBLE


No lo había pensado. Pero Balmes encuadra mi arribo, con dos historias. La primera me trae a la memoria el relato que me hizo de la tripulación francesa del Winnipeg. Siempre se habla de los refugiados españoles, lo que está muy bien, pero nunca se habla de la tripulación francesa. Ya habrá tiempo. La segunda historia tiene que ver con la exposición francesa que fue montada en el MNBA en 1950 y que produjo en los estudiantes más conscientes de la escuela de bellas artes una profunda impresión, porque confirmaba la pintura que ellos querían.   Acampamos en el museo mientras duró la exposición, solía repetir Balmes, para luego pronunciar una pequeña lista: “Le Moal, Manessier, Singier, Tal Coat”. Esos eran los pintores franceses de los años cincuenta cuyas obras venían a fortalecer sus propias decisiones como estudiantes atentos a las aceleraciones formales. Es a propósito de esa exposición, entonces, que escuché por vez primera el nombre Le Moal.

Antes de venir, Ernesto Muñoz me puso en la pista de una escultora chilena que vivió en Francia entre 1937 y 1952: Juana Muller. Luego me señala que fue la esposa del pintor Jean Le Moal. Por cierto, el mismo cuyas obras estaban en esa exposición. Una década después vendrá a Chile, acompañando otra exposición francesa. Pero en esa fecha, Juana Muller ya había fallecido.

Al preparar la batería para la investigación inicial nos enteramos que había sido publicado un libro sobre Juana Muller, en el 2015, a cargo de la crítica e historiadora del arte Sabrina Dubbeld. En efecto, encontramos la fuente y una vez en Paris me di de inmediato a la tarea de buscarlo. Por cierto, su autora me puso en contacto directo con Anne Lo Moal, hija de Juana Muller, que me obsequió de inmediato un ejemplar.  Me lo envió por correo a mi oficina, puesto que ella estaría en Londres hasta hace algunos días. Hice la tarea, leí el libro de inmediato y pude apreciar el trabajo de Sabrina Dubbeld, que mientras hacía una tesis sobre el escultor Etienne Martin, comenzó a encontrarse en su correspondencia de manera recurrente con el nombre de Juana Muller. Así pudo aislar una apreciable cantidad de información, que la conectaba  con Zadkine y Brancusi. De ahí comenzó a reconstruir los vínculos de Juana Muller con un grupo de pintores y escultores, entre los que encontraban Manessier, Bazaine,  Bertholle, Sthaly, Le Moal, entre otros.  



De modo que pudo establecer cuál había sido su inserción en la escena francesa y la calidad de relación que tenía con los artistas y los críticos de arte más relevantes de la post-guerra, como Jean Cassou y Bernard Dorival. No solo eso: Juana Muller fue una gran amiga de Maria Teresa Pinto, que fue la escultora que recibió a Marta Colvin, en su estudio, cuando ésta realizó su primer viaje a Paris, en 1949. De este modo, estas tres artistas forman parte de un momento muy significativo de inserción en la escena francesa, que es un fenómeno que no ha sido suficientemente estudiado. Es decir, Gloria Cortés ha sido la única curadora que ha relevado la existencia de las tres compatriotas en su trabajo de largo aliento por escribir una historia del arte desde una perspectiva de género.

Heme aquí, entonces, frente a dos libros: Juana Muller y Jean Le Moal. Balmes jamás pudo haber imaginado que encontraría a Anne Le Moal para ponerme en contacto con las fuentes de una historia a la que he dedicado esfuerzo. Siguiendo la propia recomendación de Balmes, en mi trabajo por poner en perspectiva la exposición de 1950, que se llamó “De Manet a nuestros días”, tendré que regresar a Nantes al Archivo de la diplomacia francesa, no solo a revisar de nuevo los cartones con el material ya consignado, sino agregar al estudio  esta otra exposición de los años sesenta que Le Moal acompañó.  

Nadie podría imaginar que todo esto se me presentaría como una recompensa inesperada. ¿A quien encuentro, entonces, como principal intermediadora de esta tarea? A Anne Le Moal, desde cuya elaborada y sutil comprensión de las condiciones de formación de las obras de sus padres, puedo reconstruir una hipótesis sobre  cómo “hacer visible” unas obras que han sido destituidas de la historiografía oficial. 











lunes, 25 de febrero de 2019

PALABRAS ACARREADAS



En un correo eficaz, Edgardo Neira me recomienda no clavar la pintura de Gracia Barrios, sino que (simplemente) la cuelgue. Lo grave es que me pone en relación con un recuerdo de infancia –otro más- que viene a confirmar lo que ya le manifesté a Juan Carlos Ramírez en la reciente entrevista para Revista Capital. Respecto de la francofilia penquista de base, debo repetir el relato que en alguna ocasión ya he sostenido. Nunca fui un buen estudiante. Solo hablaba bien en francés y con eso (suponía) me bastaba. Craso error. De este modo, por mi incomprensión de lo real me pasé muchas veces en la oficina del inspector general.

A veces, este me hacía esperar frente a reproducciones en blanco y negro de pinturas de los museos de Francia, que decoraban el sitio. Había una, en particular, que llamaba mi atención. Esto ya lo he contado. Era una pintura de François Clouet, “Retrato de Elisabeth de Austria” (1571), esposa de Charles IX. No puedo dejar de mencionar que este es el rey sindicado como responsable de la masacre de la Saint-Barthélemy.  Todo esto se relaciona con nuestra escena local. Hay una pintura realizada por Monvoisin en 1834, relativa a la muerte de Charles IX. Es de las pocas pinturas por lo que se le recuerda en Francia y sirve para ilustrar este acontecimiento. Resulta inquietante el hecho de confirmar que en el origen del viaje a Chile, no solo está la hipótesis del conflicto conyugal, como ya se sabe, sino que Monvoisin no tenía lugar en Francia. Tenía que venir a “hacerse (de) un lugar” en un país en el que todavía no se había introducido el claro-oscuro.





De no creer: en la pintura de Monvoisin aparece pintada Elisabeth de Austria, tratando de consolar al rey moribundo, mientras su madre –Catherine de Medicis- le exige la firma del documento por el que éste la debe nombrar su regenta. Charles IX la mira con horror. Su retrato habrá sido realizado a partir del que ya había pintado François Clouet. ¡De nuevo! El mismo pintor del retrato de la reina.  Solo que Charles IX morirá exudando sangre a raíz de una extraña enfermedad, además de la tuberculosis. Sudor de sangre que algunos comentaristas le atribuyen que corresponde con su responsabilidad en la masacre. En la escena aparece señalando con el dedo una de las ventanas del castillo de Vincennes, por donde penetra la luz (de la verdad) que lo perseguirá hasta su muerte.



El hecho es que en el colegio siempre me ponían de pie, frente a la pintura de François Clouet, de la que me impresionaba tanto la tersura de la piel de Elisabeth como la exquisitez representativa de su vestuario. La elaborada carnación y la abigarrada factura del vestido me hacían tomar distancia para mitigar la humillación escolar. Siempre me salvó esa pintura, que dejé de ver cuando mi familia tuvo que emigrar a Santiago y experimenté el primer exilio; el abandono forzado de la tierra natal.

Hasta que un buen día, en segundo año de la universidad, recuperé el hilo de aquello que me tenía clavado y que, en cierto modo, definía mi filiación contra-hecha. El nombre del pintor era François Clouet. Pero se pronuncia como “cloué”; como un clavo. François me tenía clavado. Con la ventaja, además, que en la configuración de la letra presentaba una cedilla. Siendo esa una de las razones de por qué estoy clavado por la lengua francesa.  He mordido el anzuelo. La cedilla es un anzuelo que permite arrastrar las palabras. Como si se dijera que existen “les mots portés” de la misma manera como Da Vinci escribe que existen las sombras acarreadas.

Entonces, existirían para mí, palabras acarreadas gracias a este anzuelo que retiene el sentido en la boca misma. ¿No será mucho? Entre esas palabras que anticipan las sombras de un pensamiento encontré el fragmento en el que Lévi-Strauss elabora su teoría del arte como modelo reducido. Ahí, entonces, en el librillo publicado por FCE bajo el título de “Pensamiento Salvaje”, encontré la reproducción en blanco y negro del retrato que me tenía “cloué”.

Me he dado todo este trabajo para responder a Edgardo Neira y decirle que Gracia Barrios me ha tenido clavado desde que me he ocupado de su obra; en el entendido que lo hice porque ya me había clavado con el anzuelo de la polisemia, en pintura.

En la pared de la izquierda está colgado el “Homenaje a los degollados”, de José Balmes, mientras en el muro de la derecha estará colgada la pintura de Gracia Barrios.
  

sábado, 23 de febrero de 2019

HOMBRE DEL LOA


Las palabras en pintura. Esta frase parece, de por sí, configurar un programa de trabajo. Las palabras de las que me voy a ocupar provienen de un poema de Manuel Rojas, musicalizado por Angel Parra.  Hay la silueta de una cabeza. El trazado de una silueta ocupa a totalidad del cuadro. Sin embargo, lo que se puede denominar como “relleno” al interior del recinto definido por el trazo está descalzado, abandonando los límites, como si fuera una sombra trasera. Pero sería, en este caso, una doble sombra, porque la mancha de tierra que cubre el espacio interior de la silueta está rodeada por una franja de pintura gris, destinada a producir una redoblada posición de espectralidad, como si fuera “la sombra de una sombra”, de modo tal que la cabeza pareciera distanciarse de un muro.

La pintura de fondo simula un muro, entonces. La mancha de tierra, en cambio, no siendo uniforme, se convierte en un lento deslizamiento de tierra que se detiene en el terraplén de la palabra escrita: hombre del  loa.








En relación a la continuidad caligráfica de las palabras, la línea de la silueta presenta ciertas interrupciones en la zona superior de la cabeza; sobre lo que debiera ser reconocido como la frente, que pasa a ser el soporte de un enunciado que se estatuye como “frente de lucha”, en pintura.  

Las palabras serían como imágenes sinuosas, pintadas para sobre-imprimir un sentido titular y tutelar que entraría a competir enfáticamente con la firma, apenas visible junto al extremo inferior derecho, junto a la única zona de materia que ha sido acumulada junto al ángulo inferior derecho, como si fuera basura dispuesta a ser escondida debajo de la alfombra. Pero esto significaría concebir esta pintura como una alfombra destinada a cubrir un umbral. El cuadro de Gracia Barrios está pensado para ser exhibido en el suelo, como un tapete dispuesto a confirmar la existencia de una superficie verificable solo por la expansión de la letra que le asigna un lugar.   

Por lo anterior, los terrones acumulados se configuran como una reserva de materia, como  cuando los maestros impresores de serigrafía guardan en un extremo del bastidor una cierta cantidad de tinta densa, desde donde la distribuyen hacia el resto de la malla con la ayuda de una rasqueta. La mancha de tierra es el producto de la licuación de los terrones verificados en la acumulación. La línea se empasta, la mancha se entinta. Viejo principio de pintura traspasado a la serigrafía. Gracia Barrios funciona con una precedencia serigráfica. Pienso en el gran tapiz de la UNCTAD y en las pinturas de 1972 que están en la colección del MAC. Son pinturas planas que reproducen las siluetas de bloqueo simple en un gran bastidor de malla. La pintura se reconoce por el rol de bastidor de su propia facultad de contención de la imagen mecánica, recompuesta y resignificada en la deuda mecánica simple.

Entonces, primero la expansión, luego la delimitación, para evitar el escurrimiento. Finalmente, la caligrafía pasa a ser una escritura en el suelo, en la tierra, porque al ser una manuscripción con pintura celeste, lo más probable es que remita a . . . ¡un rio! El Loa es el único río que se pierde en el desierto. La frase del título, sin embargo, está lejos de perderse. No se hunde en la pintura como desierto y su trayectoria reproduce el nombre de la pintura, porque se remite a cubrir un fragmento de lo que ya está delimitado como constatación de una derrota.

¿Dónde hay más frases pintadas? ¡En las pinturas coloniales! En la zona próxima al  río Loa existen capillas coloniales en las que hay frases pintadas. Las estelas en la pintura son todo un género en las ciencias de la interpretación iconográfica. Y como la frase está escrita sobre la zona de la frente, asumiré que corresponde a una “imagen mental”.  Pero que se da a ver sobre una superficie. ¡Pintura del territorio! !A ras de suelo! Esto es lo que hace la diferencia con la pintura de paisaje. 

En algún lugar hice mención a las palabras en pintura a propósito de Butor y Lyotard. Y claro. ¿Cómo no lo íbanos a saber? Si la escritura es (ella misma) una imagen visual. Lo más seguro es que asistimos a una situación en que al parecer la legibilidad de la escritura está graduada o resulta derechamente ilegible, abriendo el espacio a unas “zonas de extravío” o de unas “zonas de desorientación”. Habrá que ver. Hay pinturas de Gracia Barrios en las que un verso de Gabriela Mistral había sido escrito en la zona inferior, como si este se sostuviera sin poner énfasis alguno en el conjunto de la pintura. Estoy hablando de “Exhalación del surco”. La letra pintada estaba escrita como “pie de página”.  En cambio, aquí, la letra es enfática, al punto de convertirse en un anuncio superior. Pero esta hipótesis va a ser inmediatamente desmentida. Así no se pintan los anuncios. No hay remedo verosímil de caligrafías. Entonces, ¿a que se debe esta amplificación gráfica de una letra celeste? ¿Bajar el cielo?  En verdad, no tiene que ver con el cielo-en-la-tierra.

El hombre del Loa es el que se pierde en el desierto: no llega a destino. Esta es la derrota de la he hablado más arriba. Valga repetirlo, para remarcar algo inaceptable. Por eso, el poema de Manuel Rojas. Todo ese esfuerzo, para nada. El fruto del esfuerzo del hombre del Loa se lo lleva otro. El poeta se refiere a eso. El poeta transfiere su palabra a la artista, que a su vez pinta la frase con “pintura de agua” sobre la superficie de la pintura, como desierto.