El cuadro puede ser plegado. Es una manera de “leerlo”.
Doblarlo, como si fuera una carta. El pliegue marca la diferencia. De este
modo, queda el cuadro de arriba y el cuadro de abajo; el mundo representado en
dos mitades. Pero el mundo, en este sentido, es un momento coyuntural en la
vida de un artista. Si alguien pensó que una pintura es una ventana abierta al
mundo; con todo la ideología documentalista que se ha instalado en el medio de
los estudios visuales, es posible concebir, ahora, una pintura, como si fuera
un documento abierto. Otros piensan en la fotografía. Otros en el cine. El
programa en contra del aura necesitaría de la garantía benjaminiana de rigor. En
pintura, en cambio, como se está del lado del aura, no es posible pensar en el
surco abierto por el pensamiento de la catástrofe. Si la pintura no habría
hecho más que ilustrar el discurso dela historia, no estaría a la altura de
hacer el relato de la pérdida y de la destrucción de los referentes que han
sostenido, hasta ahora, la modernidad (sic). La pintura queda en falta. Por eso, entre
otras cosas, solo hay fondos mayoritarios para proyectos de fotografía y de
cine. Díganme si ha habido un solo proyecto ganado, simplemente, para pintar.
No digo, para hacer una exposición como si fuera una homologación forzada de la
investigación científica, como hacen muchos académicos expertos en indexaciones
y acciones acreditables. Me refiero a un proyecto donde la única garantización
hubiese sido, nada más que pintar. Es
decir, que el solo acto de pintar satisficiera las tres exigencias:
objetivo-fundamento-descripción. En la escena dominada por el arte chileno
académico, todo da a suponer que las “ciencias del registro” y las instalaciones
son, por si solas, garantía de criticidad e insubordinación.
Una carta que siempre llega a destino. Es decir,
entender una pintura como si fuera una carta-dada-a-leer. En 1988, asistimos
con Francesca Lombardo a una conferencia de René Major en la Cité
Universitaire, sobre la carta robada. No era, precisamente, la carta volada.
Que para satisfacer las elucubraciones de los comentadores de glosa podríamos declinar
en “carta v(i)olada” y en “carta velada”, para fijar un rango de especulación
favorable que permita definir, por ejemplo, la política para un centro de arte contemporáneo
no-aurático.
La tesis de Francesca llegaría a destino, sobre
mitomanía. Escribir de pintura se acerca (en su receso) a la escritura sobre la
mitomanía. A un mito partido en dos, como un labio leporino. En esos años, la
lectura de Lévi-Strauss sostenía la escritura de la pintura de Díaz y de sus
extensiones objetuales. No hay que renegar de esas cosas. Sobre todo, cuando
encuentro colgada junto a una escalera una pintura de José Balmes y que puedo
disponer en la oficina, como si fuera una pintura
de gabinete. Es decir, demostrativa de un momento de producción de
conocimiento sobre el asentamiento y la espectralidad. Es decir, la
construcción de un lugar y la destitución de un cuerpo. De unos cuerpos. La
pintura se titula “Homenaje a los degollados”, porque así está escrito en el
reverso, en uno de los travesaños del bastidor y fue realizada en 1994, a los
casi diez años del asesinato de Guerrero, Nattino y Parada. Díaz realizo “Lonquén
10 años” en 1989. Pequeña observación. La pintura y el après-coup trabajan en la disposición retentiva. La pintura es
hipocrática.
Ya lo dije: son dos pinturas. Plegadas. La de
arriba, sin embargo, aborda el mundo de abajo. La de abajo trabaja –como en el trabajo del duelo- sobre el mundo de
arriba. Para re/matar, arriba aparece una gruesa
franja de horizonte sobre la que se distribuyen algunos signos pre-alfabéticos.
Una onomatopeya gráfica. Si tomara en consideración la línea del pliegue
abstracto que he supuesto, la franja negra pasaría a dividir el cuadro en dos,
de un modo que para Balmes hubiese sido inaceptable. ¡Demasiado literal! Balmes no iba a hacer eso. Lo que le importaba
era la inversión de los espacios para poder ent(i)errar el cielo. En una
pintura, el cielo es lo que está arriba (Risas). Balmes pintaría una nube en el
“cielo de abajo”, pero sería una paródica evanescencia. Lo que hace es “pintar
un dibujo”, amplificando las líneas de pliegue, no ya del cuadro, en términos
materiales, sino de la representación, en términos analíticos. Y con eso arma
una forma arquitectónica. Dispone sobre una superficie de lino crudo el esquema
de un cuerpo, modelando una camisa.
Esta camisa remite a Goya. Siempre, en la
historia de la pintura, nos remite a Goya. Lo repito, para poder mencionar la
otra dependencia citacional, de la mancha de arriba, acudiendo a la fotografía
del fotograma del derrame del tambor de aceite quemado de auto sobre la superficie
del desierto de Tarapacá, que sanciona una de las imágenes canónicas del arte
chileno contemporáneo. Ya se sabe de quién estoy hablando. Pero Balmes necesita
cubrir la superficie con alquitrán o con tinta litográfica gruesa, para fijar
en la piedra la condición del monumento funerario de la imagen, que convertirá
a la fotografía en una tecnología maníaco-depresiva.
La narración diferida de un crimen sostiene el
cuadro de arriba. El cuadro de abajo, en cambio, apenas logra fijar el presente
de una imagen espectral. Porque si bien,
en Goya, la camisa extendida cubre el torso del fusilado, porque este se define
como su portador; en la camisa de Balmes el asesinato ya tuvo lugar. No hay
cuerpo. El modelado ha pasado a ser la forma que reproduce el vacío.
No solo la camisa de líneas señala y se indica
como habiendo pertenecido a un cuerpo, sino que se recoge la señal que éste ha
dejado; es decir, una mancha de sangre. Se entiende que una mancha de rojo
bermellón hace aparecer una evidencia. Una prueba. Forense. Pintura fresca. No
es rojo de sangre coagulada. Es la mancha la que convierte el esquema de
líneas, en tela pintada. En el aposito absorbente que acoge la traza de que
algo (grave) ocurrió.
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