Hace bien “sincerarse”. Así hablan los
representantes, hoy día, en el marco de la crisis de transparencia que
atraviesa la producción social de arte y cultura. No hay que temer cuando se
hable de mala reputación. Simplemente, las tentativas de internacionalización
del arte chileno, han sido ineficaces. Bien. Cuando se haga la evaluación sobre
el destino de recursos estatales atribuidos, ya discutiremos de otra manera.
Aquello que las imágenes nos dicen determina el
trabajo analítico. Así ha sido siempre. En el caso personal, el montaje de la
web de Leppe y la edición de los boletines del CEdA así lo prueban. Entonces,
ahora, lo que hay que pensar es en qué lengua se hablará de lo que dicen las
imágenes, acá. Desde acá. Por cierto, habrá que pensar de inmediato en los
autores a los que tendré que tomar prestadas las palabras. Se trata de un
pequeño manual. Así se llama: manual.
No es una idea mía. Es un “Pequeño Manual de
inestética”, redactado por Alain Badiou y publicado hace una porrada de años;
es decir, en 1998, por Seuil. Veamos: antes de la exposición del 2000 en el
MNBA que tanto esfuerzo desplegaron desde Richard a Díaz para hundir y no
pudieron. En el 2000, gente como Galende no se trasladaban al campo laboral del
arte. Lo que importa hoy día es el empleo de ciertas palabras, para cruzar la
frontera portando la contraseña que habilite el paso del arte a la filosofía,
de la filosofía a la poesía, de la poesía al teatro, del teatro al cine, del
cine a la danza. Pero de la danza como metáfora del pensamiento. Entre otras. Y
así, del pensamiento al diagrama inconsciente, hasta reconstruir la decibilidad posible de las imágenes.
Badiou sostiene que, en contra de la
especulación estética, la inestética describe los efectos estrictamente
intrafilosóficos producidos por la existencia independiente de ciertas obras de
arte. Ciertamente, esta es una idea que ya estaba en “La enseñanza de la
pintura”, que es otro viejo texto que circuló muy poco en Santiago en 1980,
donde Marcelin Pleynet planteaba que en filosofía había tenido lugar una
especie de revolución cézaniana.
Pensaba, sobre todo, en Merleau-Ponty, en una época en que la sabiduría era
sinónimo de la cita de fragmentos de Kristeva-para-todo. Desde ya, en ese
entonces, Dittborn, desde la obra, planeaba la revolución cézaniana de la
representación política, poniendo en evidencia el quiebre de la teatralidad y
señalando el peso de la impresividad.
Lo cual escondía el gran chiste leninista que hasta el día de hoy golpea la
voluntariosa falla del jacobinismo criollo; a saber, el periódico político es
el andamiaje del partido político. De ahí viene la obra que Díaz “inventó” bajo
el nombre de “¿Qué hacer?” en 1984 y que reconstruyó en la sala Matta en 1998.
¿La decibilidad posible de las imágenes? En
algún momento fue posible pensar que en ciertas obras estaba la base de la
nueva crítica política. Fue demasiado el optimismo. El arte chileno de la
disposición pasó a encarnar lo que le había criticado a la pintura; no ser más
que ilustración del discurso de la historia. No es más que eso, neo-decoración,
bajo las nuevas fórmulas de encubrimiento, cuando la “insubordinación” se ha
convertido en la nueva academia. Lo cual era, totalmente previsible. El arte
chileno es el arte de lo previsible. En general.
Entonces, ¿Qué nos podrían decir las imágenes?
En la sección de obras antiguas griegas y romanas del Louvre encuentro una
imagen que me remite al error forzado que toda historia del arte escolar apela,
finalmente: la delegación analógica. Busquen el archivo de una obra capital
escrita por Dittborn/Kay. Está en internet. Se titula “Motivo de yeso”. Es un
texto escrito a dos manos, sobre la ruina, que es un tema que atraviesa la
discursividad de Kay. A tal punto, que a todo parece impostarle una condición;
la de la merma reproduccional. Pero en
1981 Dittborn le responde de inmediato con la hipótesis del vicecampeonismo. No
necesita ir a Grecia para alcanzar las pruebas de los cuerpos arruinados; le basta
con recurrir al box chileno y a los “motivos de yeso” de la representación
mutilada. Dittborn tiene razón, contra Kay. Le devuelve el carácter de
ceremonia funeraria a un modelo de copia referencial de las obras, al
reflexionar –escribir un poema- sobre las condiciones de reproducción de la
facialidad. Lo cual anticipa la titularidad de la series que comenzará a producir
en diversos soportes, como van a ser las
historias
del rostro. Importante distinción: ¿por qué Dittborn no hablará de
“historia del retrato”? Nada de eso importa mucho hoy día. Solo hacemos trabajo
de retaguardia para ordenar el daño. Cuando se hable de rostro habrá que hablar
de vulnerabilidad y situar su representación en la coyuntura de su aparición.
Ahí está, entonces, el texto que el propio Dittborn escribe para la revista Art
Press, de septiembre de 1982, que debiera ser traducido. Por el momento, baste
con mencionar la preeminencia de un poema: definitivamente
transitorio. Es decir, la
transitoriedad definitiva que relaciona el rostro con la vulnerabilidad.
Definitivamente vulnerable. El rostro del otro expresa su vulnerabilidad porque
es mortal. El rostro se revela en su desnudez sin defensa. Sin embargo, se trata,
desde ya, de la fragilidad mediana por un medio específico, clisable, diría Kay, para fijar el término en el léxico industrial
de la imprenta, sabiendo que Dittborn proporcionaba la palabra matriz, porque provenía del grabado,
dando a entender que la fotocopiadora era una “expansión” técnica de la prensa
litográfica. Aunque al saber de la exposición de Patricio Rojas, que calcaba
facies cadavéricas, querrían “conceptualizar” una práctica cuya descripción
habrían encontrado en un manual de fijación de huellas de la policía de
investigaciones.
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