Hace unos meses atrás, en un café de Andrés de
Fuenzalida, Roberto Merino me hizo obsequio de un ejemplar de “Por las ramas”,
el libro que venía de publicar por Hueders. Leí la introducción y pensé que me
la había escrito especialmente. Al fin y al cabo, siempre me han dicho que me
voy por las ramas; pero quienes lo dicen no aceptan el hecho que siempre
regreso. Irse, entonces, por las ramas, es motivo de una descalificación que
genera una mala reputación intelectual.
“La mala reputación” era el título del pequeño
libro de Guy Debord, cuya portada se exhibía sobre uno de los mesones de la
librería Flammarion, en el Centro Pompidou, este domingo. En ese librito Guy Debord
desmontaba las astucias que la prensa había invertido en su contra, por haber
inventado ese otro magnífico título, la
sociedad del espectáculo, porque desde entonces hemos podido, en la
crítica, distinguir entre espectacularización y rigor en el trabajo cultural.
Lo mencioné, hace un tiempo, en relación a una
feria, y la cosa fue muy mal percibida por quienes están siempre disponibles
para meter la basurilla y el polvo debajo de la alfombra.
De modo que la mala reputación adquirida no
puede limpiar la afrenta de someter el análisis a la exigencia del método
regresivo-progresivo, en lo que a historia del arte se refiere. Así, Guy Debord,
al abordar su mala reputación hacía algo parecido a estos ensayistas que se
afanan en escribir historias de la historia. Lo cual es una medida defensiva,
porque de ese modo se obligan a no perder de vista la producción material de
las escrituras primarias. En esa medida, cuando pienso en la Bienal de Paris de
1982 y en la exposición de la NGBK en el Berlín de 1989, lo hago bajo la
necesidad de reconstruir las condiciones materiales e intelectuales de su
producción, como exposiciones especulativas que promovieron el montaje terminal
de la más grande impostura del arte chileno de todos los tiempos.
Eso es, en síntesis, hacer historia de cómo se
hizo esa historia. Lo que, en definitiva, redunda en el fortalecimiento de la
mala reputación, pero en el sentido que Roberto Merino le da a la costumbre de irse por las ramas.
Sin embargo, junto a ese título, hay que
entender que la mala reputación viene de lo
que las imágenes nos dicen. Justamente, porque ese es el segundo título
exhibido sobre el mostrador, relativo al oficio del historiador, que es, en
términos estrictos, un tipo que trabaja en contra de los estereotipos. De modo
que ese es, el título bajo el cual se presenta una conversación entre Didier Eribon
y Ernst Gombrich, que fue publicada por primera vez en 1991, y re-editada en el
2009. En Chile, ninguna de las dos ediciones ha sido incluida en alguna
bibliografía. Lo que las imágenes nos dicen es una estrategia que siguen muy
pocos académicos, ya que por lo general, lo que hacen es hacer decir a las imágenes lo que les ha dictado el canon
discursivo. Ya veremos de qué estereotipos se trata, y de que canon estoy
hablando. Por el momento, no me detengo en esos detalles.
Siguiendo “lo que las imágenes nos dicen”, se
entiende el valor que tiene en esta columna la referencia a “La balsa de la
medusa”, de Géricault. En primer lugar, por una razón totalmente emocional. Era
la pintura que solíamos ir a ver con Francesca Lombardo, cuando ella hacía un
corte durante la escritura de su tesis sobre “el industrioso caballero de Thanatos”. Ver la pintura no era más que el necesario
homenaje a su trabajo, a su vida, a su escucha sofisticada. En segundo lugar, por una razón totalmente
técnica. De “técnica jurídica”.
Hace años, hubo una editorial española que ocupó
el nombre La Balsa de la Medusa. Fue
una editorial importante. Sin embargo, lo más interesante de su nombre es que
daba por sentado que el espacio artístico era una metáfora de la monarquía
restauradora (Luis XVIII) y alimentaba la interpretación que el naufragio y
posterior destino de la balsa se debieron a la ineptitud de su capitán. En
relación a la escena chilena, habrá siempre que buscar al capitán o a la
capitana de un navío que, primero, naufraga, y en cuyos despojos, la balsa, se
cometen actos de canibalismo. Es decir, todo esto se convierte en una impecable
figura endogámica que define las relaciones entre arte y política durante la época
del manejo de los signos insubordinados. La escena de arte deviene
representación monárquica, después de haberse iniciado como salón dieciochesco
bajo la higuera, durante su etapa de acumulación de fuerzas. Luego de la tragedia, los restos, los
residuos, los fragmentos arruinados de La Medusa, yacen como artes de la disposición declinante en un galpón de Pedro Aguirre
Cerda, en la Región Metropolitana, desplazando radicalmente las condiciones de
la mala reputación que ha ido adquiriendo el arte chileno, por no haberse hecho
cargo de lo que –efectivamente- las imágenes nos dicen.
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