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lunes, 4 de febrero de 2019

LA MALA REPUTACIÓN


Hace unos meses atrás, en un café de Andrés de Fuenzalida, Roberto Merino me hizo obsequio de un ejemplar de “Por las ramas”, el libro que venía de publicar por Hueders. Leí la introducción y pensé que me la había escrito especialmente. Al fin y al cabo, siempre me han dicho que me voy por las ramas; pero quienes lo dicen no aceptan el hecho que siempre regreso. Irse, entonces, por las ramas, es motivo de una descalificación que genera una mala reputación intelectual.  

“La mala reputación” era el título del pequeño libro de Guy Debord, cuya portada se exhibía sobre uno de los mesones de la librería Flammarion, en el Centro Pompidou, este domingo. En ese librito Guy Debord desmontaba las astucias que la prensa había invertido en su contra, por haber inventado ese otro magnífico título, la sociedad del espectáculo, porque desde entonces hemos podido, en la crítica, distinguir entre espectacularización y rigor en el trabajo cultural.

Lo mencioné, hace un tiempo, en relación a una feria, y la cosa fue muy mal percibida por quienes están siempre disponibles para meter la basurilla y el polvo debajo de la alfombra.

De modo que la mala reputación adquirida no puede limpiar la afrenta de someter el análisis a la exigencia del método regresivo-progresivo, en lo que a historia del arte se refiere. Así, Guy Debord, al abordar su mala reputación hacía algo parecido a estos ensayistas que se afanan en escribir historias de la historia. Lo cual es una medida defensiva, porque de ese modo se obligan a no perder de vista la producción material de las escrituras primarias. En esa medida, cuando pienso en la Bienal de Paris de 1982 y en la exposición de la NGBK en el Berlín de 1989, lo hago bajo la necesidad de reconstruir las condiciones materiales e intelectuales de su producción, como exposiciones especulativas que promovieron el montaje terminal de la más grande impostura del arte chileno de todos los tiempos. 

Eso es, en síntesis, hacer historia de cómo se hizo esa historia. Lo que, en definitiva, redunda en el fortalecimiento de la mala reputación, pero en el sentido que Roberto Merino le da a la costumbre de irse por las ramas.

Sin embargo, junto a ese título, hay que entender que la mala reputación viene de lo que las imágenes nos dicen. Justamente, porque ese es el segundo título exhibido sobre el mostrador, relativo al oficio del historiador, que es, en términos estrictos, un tipo que trabaja en contra de los estereotipos. De modo que ese es, el título bajo el cual se presenta una conversación entre Didier Eribon y Ernst Gombrich, que fue publicada por primera vez en 1991, y re-editada en el 2009. En Chile, ninguna de las dos ediciones ha sido incluida en alguna bibliografía. Lo que las imágenes nos dicen es una estrategia que siguen muy pocos académicos, ya que por lo general, lo que hacen es hacer decir a las imágenes lo que les ha dictado el canon discursivo. Ya veremos de qué estereotipos se trata, y de que canon estoy hablando. Por el momento, no me detengo en esos detalles.

Siguiendo “lo que las imágenes nos dicen”, se entiende el valor que tiene en esta columna la referencia a “La balsa de la medusa”, de Géricault. En primer lugar, por una razón totalmente emocional. Era la pintura que solíamos ir a ver con Francesca Lombardo, cuando ella hacía un corte durante la escritura de su tesis sobre “el industrioso caballero de Thanatos”.  Ver la pintura no era más que el necesario homenaje a su trabajo, a su vida, a su escucha sofisticada.  En segundo lugar, por una razón totalmente técnica. De “técnica jurídica”.



Hace años, hubo una editorial española que ocupó el nombre La Balsa de la Medusa. Fue una editorial importante. Sin embargo, lo más interesante de su nombre es que daba por sentado que el espacio artístico era una metáfora de la monarquía restauradora (Luis XVIII) y alimentaba la interpretación que el naufragio y posterior destino de la balsa se debieron a la ineptitud de su capitán. En relación a la escena chilena, habrá siempre que buscar al capitán o a la capitana de un navío que, primero, naufraga, y en cuyos despojos, la balsa, se cometen actos de canibalismo. Es decir, todo esto se convierte en una impecable figura endogámica que define las relaciones entre arte y política durante la época del manejo de los signos insubordinados. La escena de arte deviene representación monárquica, después de haberse iniciado como salón dieciochesco bajo la higuera, durante su etapa de acumulación de fuerzas.  Luego de la tragedia, los restos, los residuos, los fragmentos arruinados de La Medusa, yacen como artes de la disposición declinante en un galpón de Pedro Aguirre Cerda, en la Región Metropolitana, desplazando radicalmente las condiciones de la mala reputación que ha ido adquiriendo el arte chileno, por no haberse hecho cargo de lo que –efectivamente- las imágenes nos dicen.   

lunes, 8 de agosto de 2016

PRODUCCIÓN DE OBRA (2)



Hay que poner a las obras en el comienzo de toda reflexión sobre el campo.  Pero sobre todo, las obras de arte contemporáneo, entendido éste como arte en el presente.  Todo arte, sería, entonces, arte contemporáneo.   Recupero la broma según la cual la frontera entre arte moderno y arte contemporáneo se sitúa en los años sesenta,  de manera oficial, después de que Rauschenberg gana  el gran premio de la Bienal de Venecia. 

Se supone que desde ese momento el arte ingresa en una nueva era.  Sin embargo, en Chile,  tenemos que reconocer la existencia de prácticas artísticas para cuyos agentes la noticia del gran premio de Venecia todavía no ha sido recepcionada. Y aquellos que la han recibido deben aprender de inmediato que el arte contemporáneo experimenta una decadencia abismante, que no justificaría en absoluto una inversión pública. 

Imaginen ustedes que el overol de Brugnoli es apenas contemporáneo de los assemblages del insigne americano.  O sea, estamos hablando de 1963.

De modo que si arte contemporáneo es el arte-haciéndose, éste está contaminado de residuos de prácticas pre-modernas y tardo-modernas que hacen de la escena chilena un campo de desarrollo combinado y desigual.  Un ejemplo de esto es la lamentable exposición de la colección del MAC, fundado por decreto universitario a fines de los años cuarenta.  Eso  que resultó fue llamado “museo de arte contemporáneo”, pero en los hechos ha sido apenas un museo de arte tardo-moderno.   Lo cual nos introduce en la posibilidad real de que todo lo que se produce en nuestra contemporaneidad, no sea –necesariamente- contemporáneo.

Este campo posee varias escenas de consistencia diferenciada, dominada por un sector institucional contemporáneo que define la dependencia de la formación (escuelas) y de la patrimonialidad  (museos) .  La paradoja es que se mantiene un espacio de formación,  que es totalmente independiente de la creación y de la patrimonialidad.  Las mallas curriculares retienen y reproducen un universo de determinaciones,  desde presupuestarias  hasta rituales; la creación se ubica, en cambio,  en el terreno de lo indeterminado,  de la “utopía”.  Para producir su inserción retro/versiva  al sistema  real de arte.   Incluso, la  lógica de la formación soporta difícilmente la lógica de la creación. 

En cuanto a  la patrimonialidad, si distinguimos su acción en producción de archivos y manejo de colecciones, veremos que  la  institucionalidad que les corresponde por historia, mantiene una  relación  de distanciación con la creación, si bien proporciona los insumos necesarios para su ejecución.

Es preciso separar de manera radical la creación, tanto de la patrimonialidad como de la formación.  De hecho, la existencia de un campo combinado y desigual  como el que he descrito es el producto directo  de la  falla  histórico-estructural  de la formación.   Por otro lado, los archivos y los museos no cubren solo el período de la contemporaneidad, sino que se les obliga a asumir la archividad de todo el arte producido en el territorio, así como sostener la coleccionabilidad de sus piezas (en lo posible) más relevantes.  Aún así, resulta insuficiente, por la ausencia de colecciones públicas. Para escribir de arte chileno no es posible recurrir solo a fuentes públicas.  Existe, pues, un déficit.

Si pensamos en poner la producción de obra en el centro de una política pública, debemos hacerlo de tal manera que su diagrama determine la coleccionabilidad  de las piezas significativas del  arte del presente, así como el acopio de los documentos  que construyen el discurso de posteridad de las obras.   Para ello, sin embargo, es necesario  reconstruir dicho diagrama; tarea que no depende de un consenso sino del reconocimiento de un campo polémico determinado.  

¿Cómo se reconoce un campo polémico? 

Todo el arte posterior a los años sesenta  -con fronteras relativamente flexibles- debe  ser susceptible de ser  recuperado por un dispositivo coleccionístico, que exprese las decisiones implicadas en  una criterización definida por el diagrama previamente mencionado.  Pueden co-existir una pluralidad de diagramas, no clasificados por soporte sino por ejes simbólicos de  determinación de sub-campos, formulados a partir de la lectura de las coordenadas que han dibujado las tensiones del arte chileno contemporáneo de los últimos cincuenta años. 

Sin embargo,  el establecimiento de un período largo no contribuye a la conversión de planes de acción instituyente en relación de dependencia estructural con determinadas obras. Apenas una política nacional está pensada para un quinquenio. En relación a este último medio siglo,  los sub-períodos parecen no dispensar la misma densidad.  En el entendido que la producción de densidad está determinada por los ejes dominantes de las coyunturas en que se distribuyen las líneas efectivas de productividad.

A título de ejemplo,  someto a consideración la siguiente distinción:   Artes de la Huella, Artes de la Excavación y Artes de la Disposición. Poseo suficientes obras y un reducido número de artistas para señalar los límites de este encuadre.  Para conectar con el comienzo de esta entrega, las primeras artes mencionadas coinciden con la fecha señalada por Rauschenberg.  La contemporaneidad chilena es un efecto de aceleración  que cubre un salto  formal que salda la carencia de modernidad plástica.  La primera mitad del siglo XX está determinada por la ley de la analogía dependiente. Solo desde 1962  en adelante es posible romper con dicha determinación y postular a una autonomía discursiva y plástica que va a definir la decibilidad del manchismo de izquierda en la organización del campo, a través del copamiento orgánico de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, a partir de 1962. 

Sin embargo, de esa coyuntura, signada por las obras balmesianas de entre-dos fechas: 1962  (Grupo Signo, Madrid) y 1965 (Santo Domingo), existe apenas un discurso de posteridad.  El impulso de dichas obras se agota en 1972, en el seno de la misma organicidad ya apuntada. Es el  sub-período que acoge a las Artes de la Huella. 

Las Artes de la Excavación se disponen a ser reconocidas a partir de la  Obra Dittborn y el diagrama que afecta las condiciones de transferencia  discursiva, a través del desarrollo e implementación de diversas y sucesivas tácticas impresivas (Hilvanes y pespuntes para una poética de las artes visuales, 1980) que permiten distinguir las áreas de ejecución de las obras de un conjunto de artistas cuyo trabajo será realizado principalmente entre 1976 y 1985. 

Las Artes de la Disposición, por su parte, pueden ser reconocidas a partir de la Obra de Mario Navarro, cuya consolidación como determinante de coordenadas apenas se establece  a partir de 1997 en adelante.  La dispositividad de Navarro declara el estado de inanición de la furia instalacional  que cubre el horizonte de la primera transición democrática, para  reconocer la simple disponibilidad de unos objetos-pensamiento que  prolongan el  principio establecido por Dittborn, en 1978, en torno a las relaciones entre artista, historia política e historia del arte.

Las tres distinciones anteriores cubren un período de medio siglo y trabajan, si bien, inicialmente, de manera  secuencial y en una cuasi dependencia abrumada por  indicadores  de continuidad y ruptura, terminan por operar de manera simultánea en la actualidad.

Si hay que poner  a las obras en el centro de la distinción de los  campos administrativos  que  aseguren una conveniente gestión de recursos en el terreno del arte contemporáneo,  es preciso concentrar nuestros esfuerzos en el próximo quinquenio, pero a partir de la lectura de la producción del  quinquenio inmediato, a partir de las coordenadas determinadas por la combinación de las tres Artes ya declaradas, que como he señalado, operan de manera simultánea. Solo esta lectura va a determinar, a s vez, las  relaciones de transferencia entre un quinquenio que se termina y el otro  en el que se  prolonga de manera problemática.