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jueves, 8 de agosto de 2019

ANIMALES


Se ha escrito muy poco de los animales en la pintura chilena. Quizás, el más recurrente haya sido el caballo; sin embargo, se le considera un elemento ceremonial, ya sea en escenas de cortejo como en cargas de caballería. Pero no veo un caballo de tiro, ni delante de un arado. Más bien, lo que domina es el “huaserío”. Y la amenaza de la “barbarie”, con Rugendas.  De todos modos, los grabados ingleses de escenas de caza reproducen caballos nobiliarios, justo para decorar estudios de abogados.  Me dirán que luego viene el perro. Sin embargo, tampoco hay tantos perros. Y gallinas, menos aún. Alguien dirá que hay unas cuantas vacas; algunos bueyes. Escenas de una ruralidad bucólica, que ni siquiera fue objeto de interés de nuestros primeros pintores plebeyos.  

Un “gran hallazgo”[1] ha sido encontrar una pintura de Eugenio Dittborn, en la que hay animales pintados. Que nadie vaya a pensar que se trata de un género. Pero las académicas entrevistas realizadas a Eugenio Dittborn repiten supuestos que pasan menos por las obras que por las intenciones.  La imagen que tengo de una pintura anterior de Eugenio Dittborn es la de una reproducción fotográfica que aparece impresa en el histórico catálogo “20 pintores chilenos de hoy”. La pintura es de 1965, que es el año de su partida de Chile. El catálogo es posterior. En esta selección, es el único artista que no está para ponerse en la foto. Es decir, que estando fuera, seguía siendo considerado dentro. Hasta que regresó en 1970 y las puertas de la Facultad le fueron negadas. Pregunten por quien le negó el acceso, a quien fuera declarado en 1965 como de los más brillantes alumnos de Balmes. Por eso le pedí a Eugenio Dittborn que escribiera un texto sobre Balmes, para el libro grande que editó Ocho Libros a fines de los noventa. En ese texto Dittborn habla de la desertificación de la pintura, en Balmes. Es decir, escribe en 1995 un texto sobre el efecto que su pintura le había causado en 1965.

Entonces, Eugenio Dittborn es otro artista que abandona esta escena incierta para salir a buscar las certezas pasajeras que  lo autorizan en la erudita autonomía. En la reconstrucción que hago de ese período, entre 1965 y 1967 Eugenio Dittborn ya pasó por el taller de fotomecánica de la Canada Dry. Lo he mencionado en otros textos. Es decir, la “pintura de animales” (1967) está más cerca de este taller que la pintura con la que abandona Chile. Es decir, que pinta ya habiendo tenido la experiencia de la impresión de los colores planos, no (necesariamente) pictóricos, como el rosado y los pasteles ingleses de papel de muro, que son reminiscencias de la cromatización de la industria de la decoración y de la publicidad. Quienes aman los contextos sociales como telón de fondo convendrán conmigo que la experiencia directa que tiene Dittborn de la visualidad del neocapitalismo de post-guerra, en la Europa triunfante del plan Marshall, es decisiva en la disolución de todo lo aprendido en la Facultad. De lo poco que aprendió, digamos, estaría Balmes, y la anécdota del curso de grabado, en la que Martínez Bonatti hacía énfasis en la importancia que tenía escuchar el sonido que hacía el ácido “trabajando” sobre las láminas de metal. La hipótesis de la desertificación explica en gran parte la presencia determinante  del fantasma de la sequía. Pero se trata de una hipótesis que apareció retroversivamente en el momento que se montó la hipótesis de la humectación frustrada. Pienso en el titulo de la obra de Aníbal Pinto Santa Cruz: “Chile, un caso de desarrollo frustrado”, publicado en 1959 por Editorial del Pacífico, con una portada diseñada por Nemesio Antúnez. Eugenio Dittborn Santa Cruz, una década más tarde elabora su propia tesis sobre el caso del desarrollo frustrado de la pintura chilena.

En 1967 Eugenio Dittborn tiene 25 años y se ha instalado en un taller de la rue Visconti. Es a su taller que Bernard Collin va a visitarlo, junto a su mujer, Marta Rivas, y  le compra el cuadro, pintado sobre madera aglomerada. ¡Ya empezaron los problemas! El cuadro es de grandes dimensiones para la época. Tiene que haber sido una “joda” llevarlo por la calle y subirlo al departamento de Bernard Collin en la rue Jacob, donde hoy puede ser reconocido como el “eslabón perdido” en la obra de Eugenio Dittborn. Lo cual no es efectivo. Los eslabones perdidos no existen. Son indicios que han sido sustraídos a la visibilidad de un continuum. Mi preocupación por la formación del “sistema de obra Dittborn” me ha llevado a estudiar las coyunturas previas a la instalación del “sistema aeropostal”. Ha sido la base de nuestras polémicas. Pero de ese momento de complejos coyunturales me traslado a un momento anterior, no buscando un “origen”, sino porque resulta un privilegio para el método, descubrir las condiciones anteriores de su formación. Es decir, me refiero a la formación de la obra, no ya en términos de enseñanza. Porque ya está fuera de la Facultad. Ya se ha ido de Chile.  No responde a ninguna inter-relación académica. Además, ¿qué es la Facultad en 1965? El único que salva, digámoslo así, es la formación de obra Balmes. Ya lo he sostenido: en Chile no hay vanguardias, sino momentos de aceleración de transferencias. Una es Balmes, la otra es Dittborn. Artes de la huella y artes de la excavación. Es desde este dispositivo interpretativo que regreso a la “pintura de los animales”. Es una manera de llamarla, para comenzar. Porque no es una pintura de animales. Es decir, para parodiar a la crítica, se trata de animales denotados. Lo que busco es reconstruir la connotación, tanto en la forma como en el procedimiento.




[1] Esto del “gran hallazgo” es un chiste que hace referencia a la actitud de la crítica oficial-alternativa –valga el oxímoron- respecto de la “invención” de descubrimientos que no habrían sido relevados por la crítica oficial en forma. O sea, artistas que siempre fueron considerados de segunda línea en la ficción literaria de la “escena de avanzada”. En el mercado de las curatorías revisionistas apareció un índice de inversiones asociado a obras de artistas a las que se atribuye un rol sobre dimensionado, como minorías consistentes y anticipativas de las líneas dominantes de la escena. Luego de haber servido para generar invitaciones a participar en algunos coloquios y catálogos, este movimiento ha dejado de dar señales.

sábado, 6 de abril de 2019

LENGUAS PICTO-TIPOGRÁFICAS



Ya se habrá advertido que al abordar el cuadro de Balmes en columnas anteriores, he hablado de la hipótesis del pliegue. Más que nada, de doblar la pintura como se hace con una carta. En relación a eso, debo decir que el cuadro de Gracia Barrios no puede ser (virtualmente) plegado. En su disposición actual se aparece en su pura expansión retenida. Sostendré que sus determinaciones pictóricas son de otro orden, porque no participan en el debate sobre la “impresividad” de las huellas, que parece ser la disputa que siempre ha movilizado a la escena chilena;  una configuración bibliográfica que ya estaba y que, incluso, precedía a la elaboración magnífica de Didi-Huberman en “La ressemblance par contact”, publicada en el 2008 por Les Editions de Minuit, a la que no habíamos podido acceder. ¿Cuántas son las cosas a las que no habíamos podido acceder?

Aunque todo este debate ya estuviese previsto para quienes siguen de cerca estas distinciones, la cuestión de la huella no es privilegio de quienes reflexionan sobre fotografía, sino que remite a las primeras tecnologías de inscripción simple, aún antes que se hubiese resuelto el crucial problema de la fijación de las imágenes sobre un soporte.

Sostengo esta hipótesis después de leer el magnífico libro que Adolfo Vera –“Arte y desaparición”- me ha dejado en los días que se ha conmemorado un año del inesperado fallecimiento de Jean-Louis Déotte.  Es un libro del 2017, pero que solo conozco ahora, por estar lejos. Privilegio de la distancia.  Esa es una bella paradoja constitutiva.

Sin embargo, no por menos cómplice que  resulte dicha lectura, advierto una total exclusión discursiva.  No por ello deja de tener una gran utilidad analítica, que de paso me confirma en la posición de quien ha ejercido la práctica del discurso “sobre” pintura, pero que ha sido despojado indirectamente de toda pertinencia por otro discurso, que reivindica la preeminencia de la materialidad fotográfica en la consideración de la huella.  Todo lo cual conduciría a pensar que el discurso sobre pintura quedaría fuera de ese debate.  

Ahora, en verdad, hay varios debates en curso. Por un momento se tiene la dificultad de saber en cuál de todos se está litigando, porque varios de ellos están sobrepuestos. Existe una trama académica a la que no pertenezco y en la que difícilmente soy admitido como interlocutor. Cuestión de reconocer el lugar en que se validan las escrituras. Por otro lado, señalo  diferencias metodológicas, no personales.  Razón por la cual intento recuperar los términos de un debate anterior y rehacer el camino de la referencia calcográfica. Por cierto, en sus determinaciones arcaicas, para volver a dibujar las dependencias tecnológicas de mi conveniencia.  Para lo cual, no hay mejor defensa que permanecer atento  en el universo de obra de Eugenio Dittborn.

Respecto de lo pictográfico, en cambio, me propongo atravesar la desertificación de la pintura, ensayada por las obras de José Balmes y Gracia Barrios, a partir de una denominación que el propio Eugenio Dittborn formuló, cuando tuvo que escribir hace muchos años atrás, un texto sobre la pintura de José Balmes. Por algo, en las pequeñas clasificaciones que he puesto a circular en la escena, recurro a una distinción que me ha parecido  muy necesaria y que me resultado de gran utilidad, entre artes de la huella y artes de la excavación.

Sin embargo, debo confesar que el análisis de Adolfo Vera me des/ubica en el uso que hago de la noción de huella, remitida a la práctica pictórica de José Balmes. Todo lo cual me señala que no estamos hablando de la misma cosa, pero que en el uso que hace del referente derridiano, de todos modos mi trabajo queda sin suelo seguro; en el sentido que solo existiría huella en un universo léxico dominado por la tecnología fotográfica. ¿Es posible eso? Si permanezco en ese terreno, tendré que distinguir entre huella y trazado, al modo como se menciona el verbo trazar, cuando se dibuja con cal el plano inicial de una vivienda, antes de comenzar la excavación. Creo recordar que en la industria de la construcción existe el oficio del trazador. De todos modos, esto me remite a una de las páginas iniciales de “Historia de la línea” de Manlio Brusatin, que comencé a leer una vez, en francés, mientras me dirigía en tren a Meaux, para visitar a Jean Lancri, en un viaje anterior.

Entonces ahora, en este viaje: ¿cómo podría defender mi posición? Se me ocurre una astucia: des/filosofando la argumentación, mediante una sobre/historización del debate. Para eso hice mención a la existencia de las dos grandes transferencias que tienen lugar en el arte chileno contemporáneo. Todo eso, en no más de diez años. Primero, la Traza-Balmes, en 1965, con “Santo Domingo”.  Después, la Excavación-Dittborn, en 1977, con “Final de Pista”.

Pero todo lo anterior no es (totalmente) efectivo: las artes de la excavación (Dittborn) ya se habían anticipado en los dibujos cruciales de 1972-1974. Y las artes de la huella (Balmes) ya experimentaban lo que Marc Le Bot va a llamar en 1978, a propósito de Jacques Monory, “sobredeterminación fotográfica de la pintura”. 

Ya me he referido en columnas anteriores al modo cómo ha sido construida una pintura de José Balmes como “Homenaje a Lumumba” (1967). Pero existe una cierta “oficialidad” sobre la obra de Eugenio Dittborn que declara como punto de no retorno  la exposición  “Final de Pista”, aunque sostengo que en ese caso no se puede no abordar dicho momento sin mencionar la hipótesis sobre la existencia de la pintura como subsuelo de la fotografía. Lo cual instala un debate singular y reducido en el seno de otro debate mayor que ya está en curso, donde sin embargo queda flotando la hipótesis de que no se podría hablar de huella, en sentido estricto, en el plano pictórico, porque éste sería un campo todavía (in)suficientemente benjaminizado.


lunes, 8 de agosto de 2016

PRODUCCIÓN DE OBRA (2)



Hay que poner a las obras en el comienzo de toda reflexión sobre el campo.  Pero sobre todo, las obras de arte contemporáneo, entendido éste como arte en el presente.  Todo arte, sería, entonces, arte contemporáneo.   Recupero la broma según la cual la frontera entre arte moderno y arte contemporáneo se sitúa en los años sesenta,  de manera oficial, después de que Rauschenberg gana  el gran premio de la Bienal de Venecia. 

Se supone que desde ese momento el arte ingresa en una nueva era.  Sin embargo, en Chile,  tenemos que reconocer la existencia de prácticas artísticas para cuyos agentes la noticia del gran premio de Venecia todavía no ha sido recepcionada. Y aquellos que la han recibido deben aprender de inmediato que el arte contemporáneo experimenta una decadencia abismante, que no justificaría en absoluto una inversión pública. 

Imaginen ustedes que el overol de Brugnoli es apenas contemporáneo de los assemblages del insigne americano.  O sea, estamos hablando de 1963.

De modo que si arte contemporáneo es el arte-haciéndose, éste está contaminado de residuos de prácticas pre-modernas y tardo-modernas que hacen de la escena chilena un campo de desarrollo combinado y desigual.  Un ejemplo de esto es la lamentable exposición de la colección del MAC, fundado por decreto universitario a fines de los años cuarenta.  Eso  que resultó fue llamado “museo de arte contemporáneo”, pero en los hechos ha sido apenas un museo de arte tardo-moderno.   Lo cual nos introduce en la posibilidad real de que todo lo que se produce en nuestra contemporaneidad, no sea –necesariamente- contemporáneo.

Este campo posee varias escenas de consistencia diferenciada, dominada por un sector institucional contemporáneo que define la dependencia de la formación (escuelas) y de la patrimonialidad  (museos) .  La paradoja es que se mantiene un espacio de formación,  que es totalmente independiente de la creación y de la patrimonialidad.  Las mallas curriculares retienen y reproducen un universo de determinaciones,  desde presupuestarias  hasta rituales; la creación se ubica, en cambio,  en el terreno de lo indeterminado,  de la “utopía”.  Para producir su inserción retro/versiva  al sistema  real de arte.   Incluso, la  lógica de la formación soporta difícilmente la lógica de la creación. 

En cuanto a  la patrimonialidad, si distinguimos su acción en producción de archivos y manejo de colecciones, veremos que  la  institucionalidad que les corresponde por historia, mantiene una  relación  de distanciación con la creación, si bien proporciona los insumos necesarios para su ejecución.

Es preciso separar de manera radical la creación, tanto de la patrimonialidad como de la formación.  De hecho, la existencia de un campo combinado y desigual  como el que he descrito es el producto directo  de la  falla  histórico-estructural  de la formación.   Por otro lado, los archivos y los museos no cubren solo el período de la contemporaneidad, sino que se les obliga a asumir la archividad de todo el arte producido en el territorio, así como sostener la coleccionabilidad de sus piezas (en lo posible) más relevantes.  Aún así, resulta insuficiente, por la ausencia de colecciones públicas. Para escribir de arte chileno no es posible recurrir solo a fuentes públicas.  Existe, pues, un déficit.

Si pensamos en poner la producción de obra en el centro de una política pública, debemos hacerlo de tal manera que su diagrama determine la coleccionabilidad  de las piezas significativas del  arte del presente, así como el acopio de los documentos  que construyen el discurso de posteridad de las obras.   Para ello, sin embargo, es necesario  reconstruir dicho diagrama; tarea que no depende de un consenso sino del reconocimiento de un campo polémico determinado.  

¿Cómo se reconoce un campo polémico? 

Todo el arte posterior a los años sesenta  -con fronteras relativamente flexibles- debe  ser susceptible de ser  recuperado por un dispositivo coleccionístico, que exprese las decisiones implicadas en  una criterización definida por el diagrama previamente mencionado.  Pueden co-existir una pluralidad de diagramas, no clasificados por soporte sino por ejes simbólicos de  determinación de sub-campos, formulados a partir de la lectura de las coordenadas que han dibujado las tensiones del arte chileno contemporáneo de los últimos cincuenta años. 

Sin embargo,  el establecimiento de un período largo no contribuye a la conversión de planes de acción instituyente en relación de dependencia estructural con determinadas obras. Apenas una política nacional está pensada para un quinquenio. En relación a este último medio siglo,  los sub-períodos parecen no dispensar la misma densidad.  En el entendido que la producción de densidad está determinada por los ejes dominantes de las coyunturas en que se distribuyen las líneas efectivas de productividad.

A título de ejemplo,  someto a consideración la siguiente distinción:   Artes de la Huella, Artes de la Excavación y Artes de la Disposición. Poseo suficientes obras y un reducido número de artistas para señalar los límites de este encuadre.  Para conectar con el comienzo de esta entrega, las primeras artes mencionadas coinciden con la fecha señalada por Rauschenberg.  La contemporaneidad chilena es un efecto de aceleración  que cubre un salto  formal que salda la carencia de modernidad plástica.  La primera mitad del siglo XX está determinada por la ley de la analogía dependiente. Solo desde 1962  en adelante es posible romper con dicha determinación y postular a una autonomía discursiva y plástica que va a definir la decibilidad del manchismo de izquierda en la organización del campo, a través del copamiento orgánico de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, a partir de 1962. 

Sin embargo, de esa coyuntura, signada por las obras balmesianas de entre-dos fechas: 1962  (Grupo Signo, Madrid) y 1965 (Santo Domingo), existe apenas un discurso de posteridad.  El impulso de dichas obras se agota en 1972, en el seno de la misma organicidad ya apuntada. Es el  sub-período que acoge a las Artes de la Huella. 

Las Artes de la Excavación se disponen a ser reconocidas a partir de la  Obra Dittborn y el diagrama que afecta las condiciones de transferencia  discursiva, a través del desarrollo e implementación de diversas y sucesivas tácticas impresivas (Hilvanes y pespuntes para una poética de las artes visuales, 1980) que permiten distinguir las áreas de ejecución de las obras de un conjunto de artistas cuyo trabajo será realizado principalmente entre 1976 y 1985. 

Las Artes de la Disposición, por su parte, pueden ser reconocidas a partir de la Obra de Mario Navarro, cuya consolidación como determinante de coordenadas apenas se establece  a partir de 1997 en adelante.  La dispositividad de Navarro declara el estado de inanición de la furia instalacional  que cubre el horizonte de la primera transición democrática, para  reconocer la simple disponibilidad de unos objetos-pensamiento que  prolongan el  principio establecido por Dittborn, en 1978, en torno a las relaciones entre artista, historia política e historia del arte.

Las tres distinciones anteriores cubren un período de medio siglo y trabajan, si bien, inicialmente, de manera  secuencial y en una cuasi dependencia abrumada por  indicadores  de continuidad y ruptura, terminan por operar de manera simultánea en la actualidad.

Si hay que poner  a las obras en el centro de la distinción de los  campos administrativos  que  aseguren una conveniente gestión de recursos en el terreno del arte contemporáneo,  es preciso concentrar nuestros esfuerzos en el próximo quinquenio, pero a partir de la lectura de la producción del  quinquenio inmediato, a partir de las coordenadas determinadas por la combinación de las tres Artes ya declaradas, que como he señalado, operan de manera simultánea. Solo esta lectura va a determinar, a s vez, las  relaciones de transferencia entre un quinquenio que se termina y el otro  en el que se  prolonga de manera problemática.