Ya se habrá advertido que al abordar el cuadro
de Balmes en columnas anteriores, he hablado de la hipótesis del pliegue. Más
que nada, de doblar la pintura como se hace con una carta. En relación a eso,
debo decir que el cuadro de Gracia Barrios no puede ser (virtualmente) plegado.
En su disposición actual se aparece en su pura expansión retenida. Sostendré
que sus determinaciones pictóricas son de otro orden, porque no participan en el
debate sobre la “impresividad” de las huellas, que parece ser la disputa que siempre
ha movilizado a la escena chilena; una
configuración bibliográfica que ya estaba y que, incluso, precedía a la
elaboración magnífica de Didi-Huberman en “La ressemblance par contact”,
publicada en el 2008 por Les Editions de Minuit, a la que no habíamos podido
acceder. ¿Cuántas son las cosas a las que no habíamos podido acceder?
Aunque todo este debate ya estuviese previsto
para quienes siguen de cerca estas distinciones, la cuestión de la huella no es
privilegio de quienes reflexionan sobre fotografía, sino que remite a las
primeras tecnologías de inscripción simple, aún antes que se hubiese resuelto
el crucial problema de la fijación de las imágenes sobre un soporte.
Sostengo esta hipótesis después de leer el
magnífico libro que Adolfo Vera –“Arte y desaparición”- me ha dejado en los
días que se ha conmemorado un año del inesperado fallecimiento de Jean-Louis
Déotte. Es un libro del 2017, pero que
solo conozco ahora, por estar lejos. Privilegio de la distancia. Esa es una bella paradoja constitutiva.
Sin embargo, no por menos cómplice que resulte dicha lectura, advierto una total
exclusión discursiva. No por ello deja
de tener una gran utilidad analítica, que de paso me confirma en la posición de
quien ha ejercido la práctica del discurso “sobre” pintura, pero que ha sido
despojado indirectamente de toda pertinencia por otro discurso, que reivindica
la preeminencia de la materialidad fotográfica en la consideración de la
huella. Todo lo cual conduciría a pensar
que el discurso sobre pintura quedaría fuera de ese debate.
Ahora, en verdad, hay varios debates en curso.
Por un momento se tiene la dificultad de saber en cuál de todos se está
litigando, porque varios de ellos están sobrepuestos. Existe una trama
académica a la que no pertenezco y en la que difícilmente soy admitido como
interlocutor. Cuestión de reconocer el lugar en que se validan las escrituras.
Por otro lado, señalo diferencias
metodológicas, no personales. Razón por
la cual intento recuperar los términos de un debate anterior y rehacer el
camino de la referencia calcográfica. Por cierto, en sus determinaciones
arcaicas, para volver a dibujar las dependencias tecnológicas de mi
conveniencia. Para lo cual, no hay mejor
defensa que permanecer atento en el
universo de obra de Eugenio Dittborn.
Respecto de lo pictográfico, en cambio, me
propongo atravesar la desertificación de
la pintura, ensayada por las obras de José Balmes y Gracia Barrios, a
partir de una denominación que el propio Eugenio Dittborn formuló, cuando tuvo
que escribir hace muchos años atrás, un texto sobre la pintura de José Balmes. Por
algo, en las pequeñas clasificaciones que he puesto a circular en la escena,
recurro a una distinción que me ha parecido muy necesaria y que me resultado de gran
utilidad, entre artes de la huella y artes de la excavación.
Sin embargo, debo confesar que el análisis de
Adolfo Vera me des/ubica en el uso que hago de la noción de huella, remitida a
la práctica pictórica de José Balmes. Todo lo cual me señala que no estamos
hablando de la misma cosa, pero que en el uso que hace del referente
derridiano, de todos modos mi trabajo queda sin suelo seguro; en el sentido que
solo existiría huella en un universo léxico dominado por la tecnología
fotográfica. ¿Es posible eso? Si permanezco en ese terreno, tendré que
distinguir entre huella y trazado, al modo como se menciona el
verbo trazar, cuando se dibuja con cal el plano inicial de una vivienda, antes
de comenzar la excavación. Creo recordar que en la industria de la construcción
existe el oficio del trazador. De
todos modos, esto me remite a una de las páginas iniciales de “Historia de la
línea” de Manlio Brusatin, que comencé a leer una vez, en francés, mientras me
dirigía en tren a Meaux, para visitar a Jean Lancri, en un viaje anterior.
Entonces ahora, en este viaje: ¿cómo podría
defender mi posición? Se me ocurre una astucia: des/filosofando la
argumentación, mediante una sobre/historización del debate. Para eso hice
mención a la existencia de las dos grandes transferencias que tienen lugar en
el arte chileno contemporáneo. Todo eso, en no más de diez años. Primero, la Traza-Balmes, en 1965, con “Santo
Domingo”. Después, la Excavación-Dittborn, en 1977, con “Final
de Pista”.
Pero todo lo anterior no es (totalmente) efectivo:
las artes de la excavación (Dittborn) ya se habían anticipado en los dibujos cruciales
de 1972-1974. Y las artes de la huella (Balmes) ya experimentaban lo que Marc
Le Bot va a llamar en 1978, a propósito de Jacques Monory, “sobredeterminación
fotográfica de la pintura”.
Ya me he referido en columnas anteriores al modo
cómo ha sido construida una pintura de José Balmes como “Homenaje a Lumumba”
(1967). Pero existe una cierta “oficialidad” sobre la obra de Eugenio Dittborn
que declara como punto de no retorno la
exposición “Final de Pista”, aunque
sostengo que en ese caso no se puede no abordar dicho momento sin mencionar la
hipótesis sobre la existencia de la
pintura como subsuelo de la fotografía. Lo cual instala un debate singular y
reducido en el seno de otro debate mayor que ya está en curso, donde sin
embargo queda flotando la hipótesis de que no se podría hablar de huella, en
sentido estricto, en el plano pictórico, porque éste sería un campo todavía (in)suficientemente
benjaminizado.
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