Mostrando entradas con la etiqueta Francesca Lombardo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Francesca Lombardo. Mostrar todas las entradas

domingo, 17 de febrero de 2019

PINTURA DE GABINETE


El cuadro puede ser plegado. Es una manera de “leerlo”. Doblarlo, como si fuera una carta. El pliegue marca la diferencia. De este modo, queda el cuadro de arriba y el cuadro de abajo; el mundo representado en dos mitades. Pero el mundo, en este sentido, es un momento coyuntural en la vida de un artista. Si alguien pensó que una pintura es una ventana abierta al mundo; con todo la ideología documentalista que se ha instalado en el medio de los estudios visuales, es posible concebir, ahora, una pintura, como si fuera un documento abierto. Otros piensan en la fotografía. Otros en el cine. El programa en contra del aura necesitaría de la garantía benjaminiana de rigor. En pintura, en cambio, como se está del lado del aura, no es posible pensar en el surco abierto por el pensamiento de la catástrofe. Si la pintura no habría hecho más que ilustrar el discurso dela historia, no estaría a la altura de hacer el relato de la pérdida y de la destrucción de los referentes que han sostenido, hasta ahora, la modernidad (sic).  La pintura queda en falta. Por eso, entre otras cosas, solo hay fondos mayoritarios para proyectos de fotografía y de cine. Díganme si ha habido un solo proyecto ganado, simplemente, para pintar. No digo, para hacer una exposición como si fuera una homologación forzada de la investigación científica, como hacen muchos académicos expertos en indexaciones y acciones acreditables. Me refiero a un proyecto donde la única garantización hubiese sido, nada más que pintar.  Es decir, que el solo acto de pintar satisficiera las tres exigencias: objetivo-fundamento-descripción. En la escena dominada por el arte chileno académico, todo da a suponer que las “ciencias del registro” y las instalaciones son, por si solas, garantía de criticidad e insubordinación.   

Una carta que siempre llega a destino. Es decir, entender una pintura como si fuera una carta-dada-a-leer. En 1988, asistimos con Francesca Lombardo a una conferencia de René Major en la Cité Universitaire, sobre la carta robada. No era, precisamente, la carta volada. Que para satisfacer las elucubraciones de los comentadores de glosa podríamos declinar en “carta v(i)olada” y en “carta velada”, para fijar un rango de especulación favorable que permita definir, por ejemplo, la política para un centro de arte contemporáneo no-aurático.



La tesis de Francesca llegaría a destino, sobre mitomanía. Escribir de pintura se acerca (en su receso) a la escritura sobre la mitomanía. A un mito partido en dos, como un labio leporino. En esos años, la lectura de Lévi-Strauss sostenía la escritura de la pintura de Díaz y de sus extensiones objetuales. No hay que renegar de esas cosas. Sobre todo, cuando encuentro colgada junto a una escalera una pintura de José Balmes y que puedo disponer en la oficina, como si fuera una pintura de gabinete. Es decir, demostrativa de un momento de producción de conocimiento sobre el asentamiento y la espectralidad. Es decir, la construcción de un lugar y la destitución de un cuerpo. De unos cuerpos. La pintura se titula “Homenaje a los degollados”, porque así está escrito en el reverso, en uno de los travesaños del bastidor y fue realizada en 1994, a los casi diez años del asesinato de Guerrero, Nattino y Parada. Díaz realizo “Lonquén 10 años” en 1989. Pequeña observación. La pintura y el après-coup trabajan en la disposición retentiva. La pintura es hipocrática.

Ya lo dije: son dos pinturas. Plegadas. La de arriba, sin embargo, aborda el mundo de abajo. La de abajo trabaja –como en el trabajo del duelo- sobre el mundo de arriba.   Para re/matar, arriba aparece una gruesa franja de horizonte sobre la que se distribuyen algunos signos pre-alfabéticos. Una onomatopeya gráfica. Si tomara en consideración la línea del pliegue abstracto que he supuesto, la franja negra pasaría a dividir el cuadro en dos, de un modo que para Balmes hubiese sido inaceptable. ¡Demasiado literal!  Balmes no iba a hacer eso. Lo que le importaba era la inversión de los espacios para poder ent(i)errar el cielo. En una pintura, el cielo es lo que está arriba (Risas). Balmes pintaría una nube en el “cielo de abajo”, pero sería una paródica evanescencia. Lo que hace es “pintar un dibujo”, amplificando las líneas de pliegue, no ya del cuadro, en términos materiales, sino de la representación, en términos analíticos. Y con eso arma una forma arquitectónica. Dispone sobre una superficie de lino crudo el esquema de un cuerpo, modelando una camisa.

Esta camisa remite a Goya. Siempre, en la historia de la pintura, nos remite a Goya. Lo repito, para poder mencionar la otra dependencia citacional, de la mancha de arriba, acudiendo a la fotografía del fotograma del derrame del tambor de aceite quemado de auto sobre la superficie del desierto de Tarapacá, que sanciona una de las imágenes canónicas del arte chileno contemporáneo. Ya se sabe de quién estoy hablando. Pero Balmes necesita cubrir la superficie con alquitrán o con tinta litográfica gruesa, para fijar en la piedra la condición del monumento funerario de la imagen, que convertirá a la fotografía en una tecnología maníaco-depresiva.

La narración diferida de un crimen sostiene el cuadro de arriba. El cuadro de abajo, en cambio, apenas logra fijar el presente de una imagen espectral.  Porque si bien, en Goya, la camisa extendida cubre el torso del fusilado, porque este se define como su portador; en la camisa de Balmes el asesinato ya tuvo lugar. No hay cuerpo. El modelado ha pasado a ser la forma que reproduce el vacío.

No solo la camisa de líneas señala y se indica como habiendo pertenecido a un cuerpo, sino que se recoge la señal que éste ha dejado; es decir, una mancha de sangre. Se entiende que una mancha de rojo bermellón hace aparecer una evidencia. Una prueba. Forense. Pintura fresca. No es rojo de sangre coagulada. Es la mancha la que convierte el esquema de líneas, en tela pintada. En el aposito absorbente que acoge la traza de que algo (grave) ocurrió.

viernes, 23 de marzo de 2018

LOS ÚLTIMOS SERÁN LOS PRIMEROS

El mismo día que Claudio di Girolamo y Fernando Prats inauguraban en el Centro de Extensión la muestra PANEM, yo me ocupaba de escanear el ejemplar de la fotonovela que Juan Domingo Dávila distribuía al momento de realizar la acción corporal con Leppe y Richard en el Instituto Francés en mayo de 1982. 

Todo gira en torno a los panes. En la portada, Dávila se cubre la cabeza  con un manto de virgen. En verdad, es una capa de boxeador. Tiene la cara maquillada; los labios pintados con lápiz labial negro. Levanta la mano derecha empuñada. Sobre la página, la reproducción de un pan cuya forma se asemeja al popular formato de la “coliza”. Sobre la foto, en letras blancas (de hostia) ha impreso la  palabra BIBLIA.
En medio de la portada, dos frases: REINA DE CHILE / PAN NUESTRO.




Durante la acción corporal de Leppe, que era también la suya, Dávila arrancó la portada de algunos ejemplares y los distribuyó entre algunas personas que ocupaban la primera línea del público. Entre ellos se encontraba José Joaquín Brunner. Era un mensaje cifrado.  Debo hacer recordar que en el vídeo que exhibió Dávila,  este aparece cubierto con la capa de boxeador como si fuera la Virgen María, que sostiene a un “grandulón” entre sus brazos. Luego, en la acción, Dávila sostiene a Richard entre sus brazos, como si fuera la Virgen y Cristo (el Salvador), de un modo análogo a lo que hace Dávila en el video.

Entre otras cosas, lo que se juega allí es una cierta idea de la eucaristía.  Pero sin esperanza alguna. A lo menos, en la perspectiva de Dávila, que ataca el poder de la Ley Mosaica; es decir, el poder de la palabra en las Sagradas Escrituras. Pero un discurso así, en plena dictadura, cuando la Iglesia sostiene la Vicaría y “nos protege” (los-sin-voz), no solo es “mal visto”, sino un error político. Es decir, sostener la sinonimia “liberación del deseo = liberación social”, como plataforma de lucha  homosexual, no rinde los frutos del feminismo naciente.

En la exposición de Di Girolamo y Prats, todo es “en serio”; es decir, si hablamos de Eucaristía, la palabra va con la letra inicializante en mayúscula. Prats monta una pieza de hostias sin consagrar siguiendo el diagrama del retablo de Issenheim. Claudio realiza un mural en que participan en la última cena, puros campesinos  y artesanos de la época de la pre-reforma agraria.  No podía ser de otro modo. Le recordé, en nuestro encuentro, el mural de la Ultima Cena que hizo en el Teologado de Lo Cañas. Una de sus mejores obras. Al menos, una de las que más quiere.  La ventaja es que en el catálogo aparece reproducido el boceto de esa obra y está firmado en 1963.

La portada de Dávila recusa completamente la “última cena”.  Ahí no hay esperanza, ya lo dije. No hay sino desmontaje de la eucaristía: esto es mi cuerpo.   Ciertamente, lo eucarístico está localizado en la eyaculación material. Ese es el nivel de la literalidad crítica a que somete Dávila el discurso crístico.  El “pan nuestro” procede mediante un (p)acto de  sodomía; siendo, ésta, el fantasma que amenaza la vocalización política, donde lo peor que puede pasar es que alguien haga hablar a otro, mediante la inversión del acto de “comer”.  El “pan nuestro” posee una valencia subversiva que en la escena de 1982 es insostenible para el discurso de (la) izquierda.

Entonces, al saludar a Claudio, no se me ocurre más que hacerle el relato de la novela “Gaspar, Melchor, Balthazar”, de Michel Tournier, como solo a Francesca Lombardo le hubiera gustado que lo hiciera. 

Es la novela de los tres reyes magos que, en verdad, eran cuatro. El último, un príncipe que se ocupa de buscar el “divino alimento”. Es despojado del poder. Enviado lejos, convertido en esclavo, en las minas de sal. Allí, un viejo en la agonía le dice que el alimento que ha buscado toda la vida es de orden espiritual y que solo se lo puede proporcionar un hombre que predica en Palestina. Entonces, sobrevive a las minas de sal y se dirige a Jerusalem; pero llega tarde a la cita.  El lugar que le han indicado está vacío. Solo quedan los restos de una cena. Hambriento, comienza a comer las migajas de pan que quedan sobre la mesa.  Los últimos serán los primeros. Esta era la parte que más le gustaba a Francesca Lombardo. El que buscaba el divino alimento, finalmente, lo obtiene: es el primero que comulga en la historia de la cristiandad. Eso era todo.


¿Cómo es posible remitir a Dávila el modelo de la novela de Tournier? Los últimos en escuchar serán los primeros en hablar.  Porque la frase ser-la-voz-de-los-que-no-tienen-voz supone la construcción de un despojo, para poder hablar por los otros y cubrir con ese grumo e sentido del mundo y de las cosas.

domingo, 5 de noviembre de 2017

FRANCESCA LOMBARDO



Francesca Lombardo, mi amiga más querida, ha muerto.  Nos conocíamos desde el colegio, cuando participábamos en  grupos de reflexión de estudiantes de diversos colegios y hacíamos jornadas de educación social y sentimental, siendo adolescentes. Después, ingresó a estudiar Derecho en la Pontificia Universidad Católica. Allí conoció a unos compañeros entrañables, inseparables: Antonio Moreno y Radomiro Spotorno. Todo, además de estudiantes de Leyes, poetas. Miraban la política, un poco, desde la vereda de enfrente y se reían de mi candidez organizacional. Pronto entenderíamos lo que era practicar la heterogeneidad  contra la Ley. Formaron parte del grupo de estudiantes que se rebeló contra el dogmatismo de la enseñanza integrista del Derecho y pagaron un alto costo por ello. De esto, los estudiantes no saben nada. Podrían preguntar, siquiera. Se trató de la puesta en marcha de un programa cuyo nombre o recuerdo pero que terminó dirigiendo José Antonio Viera-Gallo. Esto será pre-historia (impura) de la reforma universitaria. Habrá que hacerla. 

Francesca Lombardo se cambió a Filosofía, en tercer año.  Entonces, mientras yo leía  la poesía de Cardenal, ella iba por León Felipe. Pero luego, se puso más densa  aún y entró en la lectura de una lista de “poetas malditos” que me iba cambiando según las conveniencias  de un presente en que la desconfianza en la entidad política orgánica referencial se consolidó en nosotros llegando a ser un santo-y-seña. Hasta que nos encontramos en  Paris,  antes de que iniciara sus estudios de psicología clínica. Primero terminó filosofía en Sorbonne y me hizo conocer a sus profesores, lo que implicaba nuevas bibliografías  que fortalecían nuestra desconfianza en el sujeto político:  sobre todo J.P. Vernant.  Había que ir a los orígenes de la escena que produjo la idea de “representación”. Por eso, después, su pasión teatral, que la llevó a vivir, creo, sus mejores años de producción, en la cercanía de Alfredo Castro. Pero todo venía de allí:  de los “comienzos” de la democracia griega y la educación de los cuerpos. El resto venía por añadidura. Lo sabíamos, como cuando me llevó, en otro viaje, en otra circunstancia, a una conferencia de Piera Aulagnier y me insistía en que era la mujer de Cornelius Castoriadis. De nuevo,  nos acechaba la reflexión sobre los “orígenes”. Por eso, siempre, la construcción de la escena como un concepto freudiano de los comienzos, a partir de cuyo conocimiento y comentarios nos reíamos de buena gana de la candidez teórica de quienes tomaban la noción de escena como una  “appellation  d´origine controlée”.

Bastaba que paseáramos por un barrio de comercio de muebles, donde se exhibían dormitorios completos, para que comenzara a hacer chistes sobre la “horda prmitiva” y “la novela familiar”, al punto que nos hicimos expertos en organización de bibliotecas y en interiores de piezas; de habitaciones. No es que tuviéramos grandes bibliotecas, que por momentos, en nuestra vida, las tuvimos, sino que la organización del mobiliario era un momento crucial en la fijación de nuestra atención sobre determinados modelos de producción de subjetividad.  Por eso, uno de sus obsequios, cuando trabajé en Valparaíso, fue una “historia de la pieza”.  Lo cual era el gesto más historiográficamente perecquiano que podía esperar de ella.  

Regresó en un momento a Chile y entró a trabajar en la “sindicatura de quiebras”.  No podía ser más exacto, me dijo, a juzgar como está el país.  Y pensaba en Don Francisco, como epítome del “fascismo ordinario”, que de hecho, era una noción francesa que adaptábamos a nuestro antojo. Leíamos cómo se leía, en Chile, a Kristeva, como ya habíamos sido testigos de las lecturas de Santo Tomás y de “la Harnecker”: dogmas eficaces. Risibles.  Y así, me dijo, “sindicatura”. O sea,  el crítico de arte como un síndico de quiebras! No, le dije, yo, más bien el curador, ya que el portugués el mismo concepto era “curador de falencia”. ¡Que belleza de lenguaje! El curador de arte sería algo así como un administrador de (la) falla simbólica de una escena. Es decir, la escena, toda escena, no sería sino la reconstrucción de las condiciones-de-falla. ¡Por eso se dedicó al teatro!






Pero antes, de la sindicatura, terminó regresando a Paris, para terminar lo que había comenzado: una maestría en psicoanálisis. Fue cuando llegué a su casa, en Mairie d´Ivry y “escribí este ensayo contra el gobierno por el que estoy preso”.  Es un chiste entre nosotros. Era un verso de Cardenal, que ya nos parecía jocoso. Solo que fue en su casa que, mientras ella escribía su memoria sobre “Mitomanía, cleptomanía y homosexualidad”, yo redactaba el ensayo sobre la obra que G. Díaz produjo en 1988: “Banco (Marco) de Pruebas”. El ensayo llevaba por título, “Sueños privados, mitos públicos”, y sería el primer antecedente para el segundo ensayo, cinco meses después,  pero cuyo título sería una declinación del primero: “Sueños privados, ritos públicos”, sobre “Lonquén 10 años”. Todo partió en la casa de Francesca Lombardo, discutiendo con ella sobre las excedencias que los artistas visuales se permitían ejercer en el terreno de lo visible. Por eso, prefería el teatro, como un espacio de retención de dicho exceso, porque la gestión de la palabra obligaba a modeular el gesto  singular de una corporalidad que lo portaba. Lo que era, también, un francesismo compartido: “la parole portée”.  De ahí, el “porteur-de-parole”: portador de palabra.  Pero más que nada, era aquel que la “colocaba” en otro lugar, en el sentido de ser portador de una palabra acarreada, que provenía de nuestra aflicción por las “sombras acarreadas” que anticipan los conceptos. Eso era Francesca; una persona  cuya sombra acarreada  anticipaba los conceptos.


Francesca Lombardo ha muerto.