viernes, 23 de marzo de 2018

LOS ÚLTIMOS SERÁN LOS PRIMEROS

El mismo día que Claudio di Girolamo y Fernando Prats inauguraban en el Centro de Extensión la muestra PANEM, yo me ocupaba de escanear el ejemplar de la fotonovela que Juan Domingo Dávila distribuía al momento de realizar la acción corporal con Leppe y Richard en el Instituto Francés en mayo de 1982. 

Todo gira en torno a los panes. En la portada, Dávila se cubre la cabeza  con un manto de virgen. En verdad, es una capa de boxeador. Tiene la cara maquillada; los labios pintados con lápiz labial negro. Levanta la mano derecha empuñada. Sobre la página, la reproducción de un pan cuya forma se asemeja al popular formato de la “coliza”. Sobre la foto, en letras blancas (de hostia) ha impreso la  palabra BIBLIA.
En medio de la portada, dos frases: REINA DE CHILE / PAN NUESTRO.




Durante la acción corporal de Leppe, que era también la suya, Dávila arrancó la portada de algunos ejemplares y los distribuyó entre algunas personas que ocupaban la primera línea del público. Entre ellos se encontraba José Joaquín Brunner. Era un mensaje cifrado.  Debo hacer recordar que en el vídeo que exhibió Dávila,  este aparece cubierto con la capa de boxeador como si fuera la Virgen María, que sostiene a un “grandulón” entre sus brazos. Luego, en la acción, Dávila sostiene a Richard entre sus brazos, como si fuera la Virgen y Cristo (el Salvador), de un modo análogo a lo que hace Dávila en el video.

Entre otras cosas, lo que se juega allí es una cierta idea de la eucaristía.  Pero sin esperanza alguna. A lo menos, en la perspectiva de Dávila, que ataca el poder de la Ley Mosaica; es decir, el poder de la palabra en las Sagradas Escrituras. Pero un discurso así, en plena dictadura, cuando la Iglesia sostiene la Vicaría y “nos protege” (los-sin-voz), no solo es “mal visto”, sino un error político. Es decir, sostener la sinonimia “liberación del deseo = liberación social”, como plataforma de lucha  homosexual, no rinde los frutos del feminismo naciente.

En la exposición de Di Girolamo y Prats, todo es “en serio”; es decir, si hablamos de Eucaristía, la palabra va con la letra inicializante en mayúscula. Prats monta una pieza de hostias sin consagrar siguiendo el diagrama del retablo de Issenheim. Claudio realiza un mural en que participan en la última cena, puros campesinos  y artesanos de la época de la pre-reforma agraria.  No podía ser de otro modo. Le recordé, en nuestro encuentro, el mural de la Ultima Cena que hizo en el Teologado de Lo Cañas. Una de sus mejores obras. Al menos, una de las que más quiere.  La ventaja es que en el catálogo aparece reproducido el boceto de esa obra y está firmado en 1963.

La portada de Dávila recusa completamente la “última cena”.  Ahí no hay esperanza, ya lo dije. No hay sino desmontaje de la eucaristía: esto es mi cuerpo.   Ciertamente, lo eucarístico está localizado en la eyaculación material. Ese es el nivel de la literalidad crítica a que somete Dávila el discurso crístico.  El “pan nuestro” procede mediante un (p)acto de  sodomía; siendo, ésta, el fantasma que amenaza la vocalización política, donde lo peor que puede pasar es que alguien haga hablar a otro, mediante la inversión del acto de “comer”.  El “pan nuestro” posee una valencia subversiva que en la escena de 1982 es insostenible para el discurso de (la) izquierda.

Entonces, al saludar a Claudio, no se me ocurre más que hacerle el relato de la novela “Gaspar, Melchor, Balthazar”, de Michel Tournier, como solo a Francesca Lombardo le hubiera gustado que lo hiciera. 

Es la novela de los tres reyes magos que, en verdad, eran cuatro. El último, un príncipe que se ocupa de buscar el “divino alimento”. Es despojado del poder. Enviado lejos, convertido en esclavo, en las minas de sal. Allí, un viejo en la agonía le dice que el alimento que ha buscado toda la vida es de orden espiritual y que solo se lo puede proporcionar un hombre que predica en Palestina. Entonces, sobrevive a las minas de sal y se dirige a Jerusalem; pero llega tarde a la cita.  El lugar que le han indicado está vacío. Solo quedan los restos de una cena. Hambriento, comienza a comer las migajas de pan que quedan sobre la mesa.  Los últimos serán los primeros. Esta era la parte que más le gustaba a Francesca Lombardo. El que buscaba el divino alimento, finalmente, lo obtiene: es el primero que comulga en la historia de la cristiandad. Eso era todo.


¿Cómo es posible remitir a Dávila el modelo de la novela de Tournier? Los últimos en escuchar serán los primeros en hablar.  Porque la frase ser-la-voz-de-los-que-no-tienen-voz supone la construcción de un despojo, para poder hablar por los otros y cubrir con ese grumo e sentido del mundo y de las cosas.

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