El problema que se presenta con algunos catálogos es que
plantean problemas y proponen soluciones discursivas que son luego repetidas
por generaciones de gente que se ocupa
del arte, pero no se hace muchas preguntas acerca de la calidad de las hipótesis. De modo que para muchos miembros
del personal dedicado a estas cuestiones y que no están acostumbrados a leer
“de cerca” este tipo de ediciones, mi
lectura del catálogo de la exposición “El Bien Común” puede parecer
una persecución personal. Lo que pasa es que aquí se confunde
todo. No se puede ejercer la crítica.
La mejor respuesta es el silencio.
Sin embargo, lo único
que hago es hacer visible una legibilidad.
Eso es todo. Lo que persigo son las letras, al pie. Y este catálogo, al
poseer la virtud de la pretensión inaugural, comete todos los errores editoriales y políticos posibles. Y bajo esta consideración resulta ser una joya.
De partida, los
saberes referidos a la imagen están determinados por un elemento que en el
texto de Hugo Rueda termina por contradecir su propia hipótesis en lo relativo a la eficacia de la fundacionalidad de Pedro Lira. Por el contrario, sostengo que el destino del
cuadro es la prueba de su gran in/eficacia simbólica. O sea, es un emblema de la propia impotencia de la oligarquía. Por eso, la fundacionalidad responde –más que
nada- a una solicitud académica de los jóvenes académicos y de las curatorías
por encargo.
La ineficacia del cuadro
no tiene que ver con la ineptitud
institucional de la oligarquía, sino en su quiebre simbólico. Obviamente, el quiebre de su unidad de clase
los hace ineptos, pero eso va verificarse en el manejo directo del Estado y en
la pérdida de sentido estratégico de su propia ficción de nación. Que dicho sea de paso, no es el mismo
concepto “indefinido” que emplea Paula Honorato en su diseño general. Los nuevos funcionarios del Estado a que me refiero se fortalecen entre la fecha
de adquisición del cuadro en 1888 y su defenestración del museo en 1930. Hugo
Rueda no toma en cuenta este pequeño detalle: en 1929 la pintura es llevada al
municipio. ¿Quién era el director del
museo en ese momento?
En 1929 el director del MNBA era Camilo Mori. ¿No es –entonces- bajo su dirección que el cuadro es “castigado”
y convertido, de emblema estético en emblema de culto por inversión? Es decir, podemos imaginar que la decisión de
Camilo Mori de sacar esa pintura es el reflejo del poder institucional que
sustentaba una fracción de intelectuales y artistas que son temporalmente funcionarios
durante la dictadura de Ibáñez.
No es una casualidad que
el anterior director a Camilo Mori
en el MNBA haya sido Carlos Isamitt, que además de pintor y dibujante, era músico y
escritor. A propósito de la inflación de
“Bajo sospecha”, al menos podrían haber mencionado como un aporte a la
construcción de la noción de “bien común” estas obras importantes de Isamitt; como por ejemplo, “Friso araucano”, para dos voces y orquesta
(1931); “Evocación araucana”, para piano (1932); “Mito araucano”, para orquesta
(1935); “Evocaciones huilliches”, para voces y orquesta (1966) y “Lautaro”,
para orquesta (1970).
La mención a Isamitt tiene como propósito insistir en la
existencia de una tendencia anti-oligarca que reduce en extremo el efecto que en torno a 1929 podía tener el delirio
fundacional atribuido a la pintura de Pedro Lira y que desautoriza el efecto
inmediato de la hipótesis fundacional, que más bien corresponde a un prejuicio
analítico contemporáneo de los propios conceptualizadores de la
exposición.
La segunda cuestión que estos dejaron pasar es el hecho que
en 1929 tiene lugar la exposición de Sevilla, que pone de manifiesto la
ausencia total de poder oligarca en las instituciones culturales del
Estado. Es decir, el hecho del traslado
del cuadro desde el museo al municipio, y luego al museo histórico, es un dato sobre la descomposición del poder
de la imagen de la fundacionalidad.
Más aún, si pensamos en lo que era el museo histórico en ese
momento, con todo respeto. Para Camilo
Mori tiene que haber sido una
inmejorable operación de reivindicación plebeya, como si fuera su venganza simbólica por el rechazo
que habían tenido sus obras por parte de una oligarquía que no había apreciado
para nada su regreso.
La alta carga simbólica atribuida a la marginación de la
obra no hace de la pintura un eje articulador de una narrativa histórica
dominante, sino todo lo contrario. Su expulsión del acervo del MNBA es un gesto
político que pone de manifiesto el poder de una narrativa histórica en ascenso
y en condiciones de sustitución favorable a una interpretación que necesita poner
el énfasis en la hipótesis del fundador para poder habilitar una
concepción “abajista”, y así poder
justificar la incorporación de “Bajo sospecha” como el triunfo de una política
de des/fundación de un discurso que ya no tenía el poder que se le
atribuye.
No se puede sostener
la hipótesis por la cual la obra en cuestión “representa un signo clave en la
edificación de un bien común que
justifica el orden y la organización social de los sujetos que componen una
nación temerosa de su contrario: el des-orden, el caos social” (p. 49), porque
implica “cargarle” un contencioso
suplementario que facilita la comprensión de “Bajo sospecha” como
aquella obra que por antonomasia representaría al sujeto portador de la
contrariedad.
Para terminar, entramos en la sección reservada al Epílogo,
que tiene la misión de otorgar el valor de síntoma a “lo que no vemos” y “que va más allá de la
imagen” (p. 51); es decir, “el lugar de las imágenes en la configuración de un
imaginario nacional compartido”. Sin embargo,
Paula Honorato y Hugo Rueda afirman una continuidad de imaginario que no
es posible contener para un período de un siglo, en el supuesto de que una
pintura de 1888 todavía opere como reflejo del orden social. En este punto,
ambos se han equivocado de referente, porque no hay reflejo unificado en un
período extenso, sino más que nada, refracción
analítica, en el curso de la cual, textos escolares, billetes y hasta
series de televisión, señalan la
existencia de un desmantelamiento de la función misma de fundación, donde la imagen actualiza el recurso ritual a
un lugar común discursivo que sella el acceso a una
identificación polimorfa de “nuestro lugar en la historia” (p. 51).
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