En una columna anterior he sostenido que el libro “Visiones
laterales” son varios libros a la vez, y que el segundo de ellos está compuesto
por las secciones “Una cronología crítica” y
“Cine y video experimental 200-2017”, mientras que la presentación y el
post-facio conforman una edición especial destinada a fijar el estatuto de la
experimentalidad en la escena de arte.
Sin embargo es posible sostener que la sección “Cine y video experimental” puede ser
desprendida para operar como el catálogo de una muestra que Aravena/Pinto deben
montar en la próxima Bienal de Artes
Mediales. ¿No lo han hecho ya? La mencionada bienal sería el lugar adecuado
para acoger la oficialización de la
experimentalidad declarada en el
conjunto de trabajos considerados.
Modificando las primeras páginas, el resto de la sección puede funcionar
como el catálogo de la muestra. Digamos:
de una muestra.
Nada de lo que propongo es arbitrario, sino que está habilitado
por las propias sugerencias del texto; sobre todo cuando Aravena/Pinto
sostienen que la permeabilidad entre espacios y la difusión por canales paralelos de la
producción de videos en el campo expandido han dado lugar a prácticas
fronterizas que transformaron el campo
audiovisual, permitiendo el surgimiento de un
nuevo territorio, que me resisto a denominar “experimental”, pero
respecto del cual mantengo exactamente todos los argumentos que los autores
despliegan a lo largo de la sección. En
este sentido, el libro recoge el análisis más preciso de un tipo de producción específica que queda
fuera de la atención mediática, absorbida por los éxitos de la industria del
cine.
La pregunta por el lugar de lo experimental en el marco de
la cultura visual contemporánea pareciera no tener sentido, porque indefectiblemente
“es un lugar que está siendo constantemente interrogado, desarticulado y
apropiado por la industria cultural” (p. 14). ¿Y de qué otro modo podría ser? La industria cultural posee en su seno las
condiciones para producir la experimentalidad
que necesita, al momento de habilitar su propia aceleración formal.
En este sentido, ni “Los perros” ni “La mujer fantástica” caben bajo la determinación de experimental.
¿Quién se ocupa, entonces, de las “otras obras”? Este libro hace justicia en este terreno,
porque levanta la hipótesis de una producción contra-cultural.
En un país acostumbrado a montar mitos movimientistas, los
autores realizan un acto que no es habitual: se someten a la determinación de
las obras y buscan, en un segundo momento, buscar un anclaje institucional.
Pero dejando en claro que la primera línea de trabajo es el apego a las obras.
Luego aparecen los criterios de
articulación de agrupaciones de obras. Pero eso es otro problema y acarrea
consigo otras obligaciones; entre las cuáles, está la de definir un circuito
propio; si no, una escena específica.
A mi juicio, la contra-cultura no pasa a ser más que un
estadio que protege la heterodoxia formal en una perspectiva reformadora, permeando las fronteras entre las prácticas,
porque la “oferta cultural” ha adquirido una complejidad que recalifica la
consistencia del consumo imaginal en el seno de una formación social.
La base iconoclasta
desde la cual los autores sostienen la hipótesis que los anima les permite atribuir a la industria visual un rol decisivo en la
producción de idolatría. Sin embargo,
debieran haberse tomado el trabajo de situar la historia de la Querella, solo para proporcionar elementos de
estudio suplementario a las generaciones de estudiantes de escuelas de arte, d
ecine y de comunicación audiovisual. De
seguro, el libro será bibliografía obligatoria. Debiera serlo.
La posición a partir de la cual los autores formulan las “zonas en tensión y
transformaciones del audiovisual local de los últimos años” (p.101) los
“conduce a escarbar en las condiciones técnicas y materiales de la imagen” (p.
104). El problema es que dicha actividad no hace que una práctica se convierta
en “experimental”, sino que todo lo contrario,
cumple con las condiciones mínimas del rigor de todo trabajo formal, en
el contexto de una escena internacional que ya ha fijado unos rangos
mínimos.
La cuestión de la iconoclastia ha sido planteada como el
marco de un debate que permite montar la ejemplaridad de las obras que los
autores van a señalar como propuesta
para el “frente de obras”
significativo producido entre el 2000 y
el 2017.
El traslado de la Querella histórica entre iconoclastia e iconodulia al debate contemporáneo es un
riesgo metodológico que posee importantes efectos políticos, porque define de
modo cada vez menos implícito la determinación de los criterios que unifican el
frente de obras. De ahí que adquiera extrema importancia la distinción que
hacen entre “desmantelando máquinas “ y “demoras y detenciones” en un bellísimo
pequeño capítulo destinado a la “crítica de la imagen”. Sin embargo, esa posición no la considero
particularmente experimental, sino tan solo obedece a las soluciones y
continuidades de cualquier artista atento a las reflexiones contemporáneas
sobre la imagen.
Todo lo anterior cabe para los capítulos internos titulados
como “Del objeto al espacio”, “Memorias” y “Huellas de lo real”. En este sentido, parecen configurar –¡y
espero que así sea!- las secciones de una gran muestra. Pero aquí, me permito disentir con los
autores, porque rebajan su propia perspectiva. El frente de obras no calza en
el seno de las artes llamadas “mediales”. Ni siquiera expresan la continuidad
del video-arte histórico re/acelerado. Nada de eso. Simplemente abren otro
espacio en la propia escena de artes visuales, que ha pasado a considerar el
video como soporte mayoritario de trabajo.
En cambio, cuando analizan el documentalismo experimental,
entre las páginas 132 y 145, ingresan en otro campo. Quizás ese sea el campo
que andaban buscando cernir. Pero no es necesario conectarlo con las prácticas
audiovisuales que se inscriben en la institución de las artes visuales. El problema es que tampoco se les reconoce en
la industria ascendente del cine chileno. De este modo, el espacio de artes visuales
siempre ofrece una hibridez museologizante que repara la falta de superficie
inscriptiva.
En relación a lo anterior, me desdigo de la propuesta
inicial en cuanto a que este frente de obras debía estar en la próxima bienal
de artes mediales. En verdad, debía estar en un museo a secas, como expresión
de las nuevas formas de un arte emergente que no debe ser reducido al
reconocimiento burocrático de la medialidad como excusa.
No es lo mismo que este frente de obras sea programado en la
política de exhibiciones del MNBA o del MAC, a que aparezca como programa de
una bienal alojada en dichos museos, que
no hace más que reproducir la academización de la instalación-video.
La garantización museal autónoma asegura la inscriptividad
de las obras en la “institución-artes visuales” en forma. La medialidad y la videalidad de las aproximaciones han sido tan solo una
estrategia de ocupación de espacios, “en
tono CNCA”, de parte de agentes que
siempre han ocupado un lugar secundario en la escena. En lo relativo a este
frente de obras, insisto, la autonomía es necesaria porque revelan la
existencia de una densidad que, estoy cierto, definirá la escena futura, pero
de las artes visuales; no solo de la producción de cine o de video. Lo cual
impone en este terreno la
exigencia de que los autores deban asumir su responsabilidad como curadores
efectivos de una iniciativa compleja y coherente.
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