La inteligencia del catálogo, por cierto, tiene que ver con
la política de alianzas de Paula Honorato como curadora, que atrae sobre si la
garantización de dos instituciones –un museo de historia y una universidad-, poniendo
en evidencia la necesidad subordinada que el propio MNBA tiene para ser
validado por iniciativas externas; lo cual es un error, porque lo que hace es
exponer la propia fragilidad curatorial
del museo. Sin embargo, el daño auto-infringido ya está hecho.
En el catálogo, el texto inicial de Paula Honorato es desigual,
porque sobre dimensiona el aparato de colocación preeminente de la obra de
Bernardo Oyarzún, para luego exponer
con insuficiencia la
justificación emblemática de otras
asociaciones forzadas, como cuando fija sin mayor explicación la vigencia de un
cuadrilátero conflictual, armado en dos parejas: Somerscales/Subercaseaux y
Navarro/Antúnez.
Este quadrivium
del arte nacional contrapone un hecho de armas y una primera misa, para
esconder el privilegio de una mirada sobre dos “acontecimientos” fundacionales. De partida,
es preciso abordar la fascinación invertida que Paula Honorato y sus aliados-colegas
experimentan a propósito de la patria
oligarquizada, destinada a fortalecer
la criminalización de Pedro Lira.
Resulta de primera importancia constatar de qué manera Paula
Honorato construye la exposición y diseña el catálogo para designar la
existencia de un triángulo oligarca
Lira/Somerscales/Subercaseaux, que le será útil para designar el enemigo
a abatir, a lo largo de la instalación secular progresiva y progresista de una
noción tan dudosa como arbitraria: el bien común. Todo bien. Sin embargo, esta hipótesis plantea un pequeño
problema: es la plataforma de entre 1888
y 1904 la que será desmontada por el propio personal plebeyo del Estado
chileno.
La densidad curatorial de la fundacionalidad resulta
provenir de una invención curatorial contemporánea, y sin embargo todo parece
indicar lo contrario; es decir, que los funcionarios plebeyos ganan la partida
al contratar a un pintor católico, monárquico, integrista, que será director
del Museo del Prado durante el franquismo hasta los años sesenta, para dirimir
en el Chile de 1908 (aprox.) el conflicto entre Pedro Lira y Virginio Arias. Es decir: lo que denuncia Paula Honorato en provecho de
una hipótesis hipercrítica, ya ha sido resuelto de manera institucional, desde
el Estado, por sus propios agentes.
La insistencia en mantener la hipótesis fundacionalista
carece de fundamento. Para cubrir la falla e instalar la ficción maniquea se
debe satisfacer la necesidad de criminalizar la opción fundacionalista, por el
solo hecho de encontrarse con una
pintura que se titula “Fundación de Santiago”, para poder montar la hipótesis contraria de la
des/fundación referencial, haciéndola
“dialogar” con “Bajo sospecha” de Bernardo Oyarzún. Aunque la propuesta inicial del recorrido de
la muestra no puede evitar convertirse,
simplemente, en un síndrome que expone los términos de una historia de la
imagen destinada a exponer en
imágenes, el ineluctable avance del progreso inclusivo garantizado por
el Estado, en la figura institucional del MNBA, que nunca antes ha estado tan
consciente de su rol como dispositivo de
blanqueo de la historia. Ya lo dije en la columna anterior: el museo
proporcionando la Imagen a los que
carecen de imagen de sí, como corolario
de la función vicarial de ser-la-voz-de-los-que-no-tienen-voz.
Ahora bien: lo que la pareja Navarro/Antúnez va a
“demostrar” es que el golpe militar es
resultante del programa que ya está implícito en el triángulo paradigmático al que me he
referido; de tal manera que se debe entender
que “Fundación de Santiago” de
Pedro Lira vendría a ser un anticipo
programático de la dictadura. Y no
podría haber sido de otra manera. Eso era lo que había que demostrar, gracias a
las obras de Navarro y Antúnez; que la historia del arte del siglo XX termina
siendo el escenario de una “deriva común” (p.30).
Pero en este punto el “bien común” de Paula Honorato no
puede impedir la aparición de su propia contradicción al designar la asociación
de un “bien” con una “deriva”. Estos son
los errores no forzados de la interpretación por delación. Una “deriva común” se refugia en la
etimología del abatimiento y del desvío del rumbo de una nave.
¿Será posible hablar de un discurso curatorial a la deriva?
Quizás, la deriva significaría un encaminamiento gracioso y zigzagueante de una
interpretación que definiría “Las
cantatrices” como expresión de un cierre de época, triangulándose fatalmente
con las obras de Navarro y Antúnez.
Asistimos, y es digno de saludar, a una nueva periodización del arte
chileno contemporáneo. Al menos se nos señala que estas obras facilitan “una reflexión acerca de lo
que entendemos por comunidad”. La verdad
es que no veo por donde esto podría estar justificado. Y lo cierto es que la
lectura del catálogo me tomará más tiempo del que estaba dispuesto a acordarle.
Sin embargo, el único respeto que se puede expresar es mediante la lectura
atenta de los presupuestos sobre
los cuáles está edificada la hipótesis
del “El bien común” como empresa curatorial que compromete la sabiduría del
MNBA, poniendo en riesgo su tolerancia institucional.
Aprendí mucho en este paseo a través del estudio crítico de la exposición El Bien Común .
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