En “Panem”, la obra
que acaba de exponer en el centro de Extensión (PUC), Claudio di Girolamo no se ocupa del Cordero, sino de la comensalidad como proceso cultural; más aún, como un procedimiento que
se desentiende del arte contemporáneo. Pero también se distancia de la Fe, a pesar suyo. Siendo, como se dice, un hombre de fe. No tiene que ver con eso, sino con la implementación de un programa de
reforma iconográfica, que contribuyó a la propagación de un espíritu de
anticipación en el seno de una comunidad cristiana. Digo, más bien, del “concepto” de comunidad
cristiana, a comienzos de la década de
los sesenta. Es decir, cuando elaboró el
boceto y realizó el mural en el refectorio del Teologado Salesiano de Lo Cañas. Para poder elaborar dicho programa decía tener esa distancia. El se puso del lado de la proximidad humana.
Mientras los jesuitas editaban el número de Revista Mensaje
en torno a la pregunta “¿reforma o revolución?”, Claudio di Girolamo ya pintaba el mural donde los salesianos. Lo que no deja de ser una gran diferencia, en
términos de “clases”. Un mundo de
transferencias diferidas: los intelectuales
cercanos a las élites del centro político y de la izquierda, por un lado, y por otro, los
operadores clase-medianos del “esquema trece: la Iglesia y el mundo”.
Además, los salesianos se han ocupado de formar en tecnologías de impresión y ebanistería a generaciones de jóvenes en riesgo. No formaron a la élite, sino a los empleados
de segunda y de tercera. Bromas aparte, implementaron el “sueño patagónico” de Don
Bosco.
Para Di Girolamo, el mundo
ha sido algo muy concreto: las
comunidades. Pienso que es un hombre que
ha seguido este principio: “cuando dos se reúnan en mi nombre, allí estaré yo
entre vosotros”. Pero esta frase había
que hacerla manifiesta en un mundo laico, con un compromiso cuyo programa ya
estaba pre-figurado en los bocetos de Loncoche y de Lo Cañas. Di Girolamo formula el plan de la reforma
iconográfica del espacio religioso chileno que se levanta con Vaticano II. Un plan de austeridad que somete al relato
neo-testamentario a un forzamiento de intención giottiano, pero que construye una expresión de proveniencia
ortodoxa, próxima a la simpleza pictográfica de los íconos, distribuidos para
ejercer la función de las formas.
¿En qué consiste dicha función? En una doble promesa
pictográfica, que separa zonas de colores de escasa variedad tonal para señalar los pueblos, los campos y los pliegues de las vestimentas. Es la zona de contemporaneidad de sus diseños
gráficos, operando por planos yuxtapuestos de acuerdo a la distribución de
“falsas sombras”. Pero que luego
invierte como incisión gráfica destinada a excavar sobre el muro las
condiciones de acomodación de grupos de figuras determinadas; por ejemplo, José, María y el Niño, en una cavidad visual
distinguible de la posición subordinada de los pastores que se arrodillan
señalando el comienzo de un camino.
Ciertamente son cavidades que provienen del conocimiento de
las cuevas que caracterizan un cierto hábitat, en el Medio Oriente. Todos hemos
sido educados en la sensibilidad material de los rollos del Mar Muerto. Una cierta desertificación cromática inunda
la ilustratividad local de las
comunidades originarias, buscando el lugar apropiado para la acogida del
Verbo.
La pintura de Di Girolamo, entonces, siempre, señala un
programa de acceso al conocimiento y a la virtud de la contemplación. Prats, en cambio, acelera la descomposición de
la “médula”. Di Girolamo retrasa y
retarda el efecto del trazo porque de
la perturbación de su linearidad hará el programa iconográfico que vamos
a encontrar en las ilustraciones de las Ediciones Paulinas, a lo largo de los años sesenta. Dibujaba, entonces, como si escarbara la
superficie, pero invirtiendo las matrices.
Siendo, de este modo, un efecto estricto, preciso, de una lógica
representacional geometrizable, reguladamente abstractizante, para denotar la austeridad de quien
necesita muy poco, y cuya humildad trazada
posee efectos reconocibles en la configuración de la subjetividad
católica progresista que se desarrolla a fines de los años sesenta.
Curiosamente, después
de esa fecha, Di Girolamo dejó de pintar
murales. Su espacio de acción se
concretó en el campo del teatro y de las comunicaciones populares. La política
ilustrativa del muralismo de los fines de los cincuenta y comienzos de los
sesenta ya había fijado su condición de límite. Las esperanzas de toda una generación se
verían desmentidas por ciertos tipos de
realismo político que convenían a la
Iglesia en la fase más peligrosa de la Guerra Fría. Ya no se podía ir más allá. Di Girolamo debía
entrar en otros niveles de construcción de escena, en la que la pintura declaraba su
incompetencia.
Pero retengo un valor: la pulcritud del trazo para-ortodoxo
que desmonta el peso de una determinación colonial hispana que se prolongaba de
manera interminable. Pero no había existido, desde el siglo XIX, una
voluntariosa decisión de disponer una política de reforma iconográfica en el
seno del espacio del templo, en un momento de
riesgo extremo, ya que el propio espacio de templo había comenzado a des/localizarse.
Todos lo sabemos: eso fue el efecto de la misa en lengua
vernácula y de la estructuración sonora del mismo espacio. De otro modo no
hubiese sido posible “El peregrino de Emaús” (Los Perales). Sin embargo, en la coyuntura de 1972, la
formación de Cristianos por el Socialismo, los efectos de Medellín, la teología
de la Liberación, son todos elementos
que contribuyeron a rearmar la escena de la “última cena”. Si se trata del pan, en este caso, se trataba
de otro tipo de alimento espiritual, anclado en la historia.
En esta exposición, Di Girolamo tiene el valor de exponer un
gesto de recuperación de las ruinas de la historia. Por eso, necesitó cubrir el gran panel con pintura negra. Pensemos un poco más:
imaginemos que está cubierto de hollín. Di
Girolamo ha dibujado “a la antigua”, raspando la superficie, extrayendo materia (escarbando la pátina) para hacer aparecer el blanco de yeso, y por
consiguiente, el efecto invertido de un
trazo originario perdido.
Para los efectos de esta exposición, Di Girolamo ha empleado
este viejo procedimiento de los “orígenes” de su trabajo para realizar una
pieza de 217 x 600 cms, y que ocupa uno
de los espacios centrales de la muestra.
El gesto de raspar el “hollín” con que la Historia de
cenizas ha cubierto su historia de artista, declara la permanencia de aquello
que debiendo haber permanecido oculto, sin embargo se revela. Las determinaciones simbólicas de un diagrama
que ha sido mantenido en reserva se hacen visibles para reproducir una escena eucarística que funda el principio de “lo
común”. Es así como Di Girolamo “saca a la luz” los indicios sobre los que se amarran, después, sus
acciones en la dramaturgia y el video
popular, y posteriormente, en su trabajo
cultural institucional, donde promueve un tipo de práctica
que proviene del trabajo de las comunidades cristianas de base. De este modo, es preciso considerar que esta
pintura es la firma de su propio manifiesto biográfico, político y cultural.
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