lunes, 26 de marzo de 2018

CLAUDIO DI GIROLAMO: "PANEM".



En  “Panem”, la obra que acaba de exponer en el centro de Extensión (PUC), Claudio di Girolamo  no se ocupa del Cordero, sino de la comensalidad como proceso  cultural; más aún, como un procedimiento que se desentiende del arte contemporáneo.   Pero también se distancia de la Fe, a pesar suyo.  Siendo, como se dice, un hombre de fe.  No tiene que ver con eso, sino con la implementación de un programa de reforma iconográfica, que contribuyó a la propagación de un espíritu de anticipación en el seno de una comunidad cristiana.  Digo, más bien, del “concepto” de comunidad cristiana,  a comienzos de la década de los sesenta.  Es decir, cuando elaboró el boceto y realizó el mural en el refectorio del Teologado Salesiano de Lo Cañas. Para poder elaborar dicho programa decía tener esa distancia. El se puso del lado de la proximidad humana. 

Mientras los jesuitas editaban el número de Revista Mensaje en torno a la pregunta “¿reforma o revolución?”, Claudio di Girolamo  ya pintaba el mural donde los salesianos.  Lo que no deja de ser una gran diferencia, en términos de “clases”.  Un mundo de transferencias diferidas: los intelectuales  cercanos a las élites del centro político y de la izquierda,  por un lado, y por otro,  los  operadores clase-medianos del “esquema trece: la Iglesia y el mundo”.

Además, los salesianos se han ocupado de formar  en tecnologías de impresión y ebanistería a  generaciones de jóvenes en riesgo.  No formaron a la élite, sino a los empleados de segunda y de tercera.  Bromas aparte,  implementaron el “sueño patagónico” de Don Bosco.  

Para Di Girolamo, el mundo  ha sido  algo muy concreto: las comunidades.  Pienso que es un hombre que ha seguido este principio: “cuando dos se reúnan en mi nombre, allí estaré yo entre vosotros”.  Pero esta frase había que hacerla manifiesta en un mundo laico, con un compromiso cuyo programa ya estaba pre-figurado en los bocetos de Loncoche y de Lo Cañas.  Di Girolamo formula el plan de la reforma iconográfica del espacio religioso chileno que se levanta con Vaticano II.  Un plan de austeridad que somete al relato neo-testamentario a un forzamiento de intención giottiano, pero que construye una expresión de proveniencia ortodoxa, próxima a la simpleza pictográfica de los íconos, distribuidos para ejercer la función de las formas.

¿En qué consiste dicha función? En una doble promesa pictográfica, que separa zonas de colores de escasa variedad tonal  para señalar los pueblos, los campos  y los pliegues de las vestimentas.  Es la zona de contemporaneidad de sus diseños gráficos, operando por planos yuxtapuestos de acuerdo a la distribución de “falsas sombras”.  Pero que luego invierte como incisión gráfica destinada a excavar sobre el muro las condiciones de acomodación de grupos de figuras determinadas; por ejemplo,  José, María y el Niño, en una cavidad visual distinguible de la posición subordinada de los pastores que se arrodillan señalando el comienzo de un  camino.

Ciertamente son cavidades que provienen del conocimiento de las cuevas que caracterizan un cierto hábitat, en el Medio Oriente. Todos hemos sido educados en la sensibilidad material de los rollos del Mar Muerto.  Una cierta desertificación cromática inunda la ilustratividad  local de las comunidades originarias, buscando el lugar apropiado para la acogida del Verbo. 

La pintura de Di Girolamo, entonces, siempre, señala un programa de acceso al conocimiento y a la virtud de la contemplación.  Prats, en cambio, acelera la descomposición de la “médula”.  Di Girolamo retrasa y retarda  el efecto del trazo  porque de  la perturbación de su linearidad hará el programa iconográfico que vamos a encontrar en las ilustraciones de las Ediciones Paulinas, a lo largo de los  años sesenta.  Dibujaba, entonces, como si escarbara la superficie, pero invirtiendo las matrices.  Siendo, de este modo, un efecto estricto, preciso, de una lógica representacional geometrizable,  reguladamente abstractizante,  para denotar la austeridad de quien necesita  muy poco,  y cuya humildad  trazada  posee efectos reconocibles en la configuración de la subjetividad católica progresista que se desarrolla a fines de los años sesenta. 

Curiosamente,  después de esa fecha, Di Girolamo  dejó de pintar murales.  Su espacio de acción se concretó en el campo del teatro y de las comunicaciones populares. La política ilustrativa del muralismo de los fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta ya había fijado su condición de límite.  Las esperanzas de toda una generación se verían desmentidas por ciertos  tipos de realismo político  que convenían a la Iglesia en la fase más peligrosa de la Guerra Fría.  Ya no se podía ir más allá. Di Girolamo debía entrar en otros niveles de construcción de  escena, en la que la pintura declaraba su incompetencia.

Pero retengo un valor: la pulcritud del trazo para-ortodoxo que desmonta el peso de una determinación colonial hispana que se prolongaba de manera interminable. Pero no había existido, desde el siglo XIX, una voluntariosa decisión de disponer una política de reforma iconográfica en el seno del espacio del templo, en un momento de  riesgo extremo, ya que el propio espacio de templo  había comenzado a des/localizarse.

Todos lo sabemos: eso fue el efecto de la misa en lengua vernácula y de la estructuración sonora del mismo espacio. De otro modo no hubiese sido posible “El peregrino de Emaús” (Los Perales).  Sin embargo, en la coyuntura de 1972, la formación de Cristianos por el Socialismo, los efectos de Medellín, la teología de la Liberación,  son todos elementos que contribuyeron a rearmar la escena de la “última cena”.  Si se trata del pan, en este caso, se trataba de otro tipo de alimento espiritual, anclado en la historia.

En esta exposición, Di Girolamo tiene el valor de exponer un gesto de recuperación de las ruinas de la historia.  Por eso, necesitó cubrir el gran panel  con  pintura negra. Pensemos un poco más: imaginemos que está cubierto de hollín.  Di Girolamo ha dibujado “a la antigua”, raspando la superficie,  extrayendo materia  (escarbando la pátina)  para hacer aparecer el blanco de yeso, y por consiguiente, el efecto invertido de un  trazo originario perdido.   

Para los efectos de esta exposición, Di Girolamo ha empleado este viejo procedimiento de los “orígenes” de su trabajo para realizar una pieza de  217 x 600 cms, y que ocupa uno de los espacios centrales de la muestra.

El gesto de raspar el “hollín” con que la Historia de cenizas ha cubierto su historia de artista, declara la permanencia de aquello que debiendo haber permanecido oculto, sin embargo se revela.  Las determinaciones simbólicas de un diagrama que ha sido mantenido en reserva se hacen visibles  para reproducir una escena  eucarística que funda el principio de “lo común”.   Es así como Di Girolamo  “saca a la luz” los indicios  sobre los que se amarran, después, sus acciones  en la dramaturgia y el video popular, y posteriormente, en su trabajo  cultural institucional, donde promueve un tipo de  práctica  que proviene del trabajo de las comunidades cristianas de base.  De este modo, es preciso considerar que esta pintura es la firma de su propio manifiesto biográfico, político y cultural. 



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