Llamaré complejidad horizontal a aquella que está dada por
las grandes diferencias que se observan en una formación artística determinada,
en una misma fecha. Pude haber dicho
“momento determinado”, pero la noción de fecha pone las cosas en su lugar, de inmediato,
porque exige que se hable de obras específicas compartiendo una escena
diferenciada.
La complejidad vertical es la que podemos denominar
propiamente histórica. En el seno de una misma formación, en una fecha
específica, confluyen prácticas que proceden de fecha diferentes pero que
comparten el destino de encontrarse, todas, en una misma articulación.
Tenemos, hoy, en la
formación chilena, varias escenas. Siempre ha habido, no solo varias, sino
variadas escenas.
¿Qué definiría una escena? Porque aquí no hay que caer en
las asociaciones típicas que nos conducen a inventar “movimientos”. Sería el caso de los geométricos en Chile. El
trabajo de Castillo ha contribuido a confundir gravemente las cosas. Existen
varias escenas de abstracción, que no caben en el mismo saco en que éste las
coloca, en su lamentable introducción al catálogo “La revolución de las
formas”.
Obligado a producir una continuidad que no se sabría
reconocer a partir de ningún método riguroso, hace depender a todos de una misma
fuente sobre cuyas condiciones de
transferencia no logra decir una palabra. Resulta grave que no haya trabajado
la complejidad horizontal de las escenas ligadas a los arquitectos de
Valparaíso que realizan la exposición de arte abstracto en el Hotel
Miramar. Esa escena carece de total
complicidad formal con las agrupaciones que organiza Vergara Grez, con la
pulsión de un burócrata dispuesto a
denunciar la “pintura emotiva” de quienes dominan la Facultad de la Universidad
de Chile durante la década del cincuenta.
El punto a resolver es cómo justificar la existencia de una
escena abstracta no ligada, en los años cincuenta, con los manejos actuales de Castillo y compañía, que modifican
el orden de los factores solo con el propósito de anunciar por secretaría la
preeminencia de la obra de Matilde Pérez, en el momento en que resultaba políticamente correcto inventar la
resurrección de una obra que habría sido víctima de una discriminación “en forma” de parte de un machismo pictórico
que en su momento jamás fue combatido. Los re/descubrimientos suelen ser demasiado
convenientes, sobre todo cuando es posible re/editar obras ya datadas.
La crítica tiene como tarea establecer la validez
inscriptiva de dichos momentos, como un efecto de sus propias ensoñaciones y
acomodos. Nunca antes se ha escrito
tanto de los abstractos geométricos. La
única respuesta ante ese manejo es el trabajo riguroso de la historia de las
obras. Y es aquí que entra a tallar la complejidad vertical. Porque no es
posible aceptar la hipótesis por la cual Cecilia Brunson declara que Claudio
Girola es un artista del land-art; o al menos, un precursor eminente. El
problema es que al momento de las primeras obras de comienzos de los años
cincuenta, y luego, las obras en Ritoque, la palabra land-art no existía en el
léxico local. En esta situación es preciso establecer cuáles fueron las
condiciones de aparición del término y de su uso en la escena chilena. Ronald Kay comete el mismo error cuando pone a Lorenzo Berg como precursor del minimalismo. Declarar la existencia de precursores para
resolver problemas curatoriales planteados por la ansiedad de descubrir unos
indicios de anticipación suena más a superchería que a trabajo sobrio y
conceptualmente consistente.
Estas escenas abstractas geométricas se enfrentaron a las
escenas abstractas informales que se constituyeron a comienzos de los años
sesenta. Solo mediante la aplicación de un método que tenga en cuenta estas dos complejidades que ya he formulado,
operantes en toda formación artística, la crítica de arte podrá describir la el
resultado configurativo de las escenas y buscará una explicación destinada a
precisar el conjunto del proceso que ha conducido a
consolidar la formación en cuestión.
De este modo, la
crítica podrá avanzar mediante la observación del terreno, mediante un prudente
uso de las entrevistas y de los cuestionarios. Los libros de entrevistas de Galende no solo
son un abuso de confianza sino de una gran imprudencia, porque “captura” la verdad
emergente de testigos de época editados
en la contigüidad de una comparecencia en que termina por hundirlos a todos. Galende
escuchó cantar el gallo, pero nunca supo donde.
Es un chiste que siempre me contaba Gracia Barrios. No de Galende, sino de la gente que hacía ese
tipo de trabajos, que consistía en hacer hablar a otros para confirmar lo que
ya habían diseñado como conclusión.
Regresando a las emergencias de los abstractos geométricos y
no-geométricos, luego vendrá el momento de fijar los hechos en el tiempo:
veamos, la aparición de los dos grupos en pugna por el control académico y político de la Facultad de Bellas
Artes, entre “Rectángulo” (1954)
y “Signo” (1962). Era una lucha por la decisionalidad del arte chileno,
en suma.
En esta disputa, los primeros llevaban todas las de perder,
porque no reunían a un contingente de académicos, sino que la gran mayoría eran
artistas que no tenían trato alguno con la Facultad, dominada en 1954 por un
sector de artistas post-impresionistas.
Es decir, no estaban “inscritos” en la historia del arte, cuando la
historia del arte era sancionada por la pertenencia a esa academia. En este sentido, ni siquiera los arquitectos
de 1952 estaban inscritos en la “historia del arte chileno”, siendo que el primer volumen de la
desastrosa historia escrita por Romera estaba apareciendo.
Entonces, cuando Vergara Grez se refería a la “pintura
emotiva” estaba hablando de los post-impresionistas, en los primeros años
de refriega; pero una década más tarde el apelativo va a ser conferido a los
miembros del grupo Signo, que constituían el grupo ascendente en la Facultad en
la que Vergara era minoría.
Lo que Vergara designaba como “emotividad” sería quien
tomaría la conducción de la reforma universitaria, desde 1965 en adelante. No
es posible desestimar este dato de política académica, que estaría en la base
de la des/inscripción de los artistas
geométricos, aún cuando esta denominación tampoco es exacta, por los
intentos de colocar a Matilde Pérez entre los artistas cinéticos y a Gustavo
Poblete entre los artistas concretos.
Entonces, ya tenemos a lo menos tres escenas diferenciadas,
cuyo desarrollo escalonado es apenas percibido por quienes en ese momento, 1965, toman el control de la Facultad. No es lo mismo, entonces, Vergara que
Matilde. Poblete seguirá como un autónomo. Sin embargo, llegar a sostener que
estamos ante un artista concreto, existe
un universo conceptual y “mental” de envergadura que hace la diferencia. Nadie
le ha objetado a Poblete-hijo los supuestos
teóricos con que armó la exposición de su padre. Habrá que hacerlo en el respeto debido.
La Matilde cinética
no puede tener mas valor que la Matilde
geométrica, solo porque en la actualidad tiene lugar una fuerte
reivindicación del arte cinético en el
mundo, realizada desde instituciones museales españolas. Lo cual implica un estudio de las
modificaciones de la estructura ya datada.
¿Cómo inventamos la cinética de turno para satisfacer ansiedades de colocación? Hay que ocuparse de la subordinación a las estructuras de conjunto
que permitirán explicar las modificaciones, en un período determinado. Veamos: todo eso no se resuelve sino entre
1962 y 1972. Pero la mencionada
resolución es el producto de una descripción a posteriori, cuando Castillo se propone levantar en contra del
peso mayoritario de Balmes en la proximidad de los años 70, la “precursividad minoritaria” -no suficientemente reconocida por la historiografía académica de los años
2010-, de los geométricos organizados
como “frente”. Pero ese frente
corresponde a un momento histórico-genético en que se modifica el “dato” para
sobreimprimir una interpretación ajustada a una historia progresiva, pero
subordinada a un modelo externo, basado
en el olvido de las obras.
Es el caso con la exposición en el CCPLM: el olvido consiste
en una voluntariosa saturación del
montaje de la muestra mediabte una museografía que diluye las diferencias.
Pero sin duda, la distinción se ha instalado a pesar de
todas las operaciones de inflación discursiva que compromete a las jóvenes
generaciones de egresados del departamento de Teoría Híbrida de la Universidad
de Chile, en el que navegan aquellos
empleados que no consiguieron horas en el “verdadero” departamento de Filosofía. De modo que el
síntoma de la Chile es que la teoría del arte es solo una operación
compensatoria que acoge a reputados comentadores de glosa.
El olvido de las obras
tiene por objeto su acomodo
consecuente, como digo, en la sobre/saturación
de obras para su borradura como síntomas de la impostura de transferencia. De modo que lo regresivo del método tiene el
valor de recuperar las fallas por omisión, mientras que lo progresivo se afirma
en la enumeración de lo que ha sido encontrado “a propósito”. Me refiero en el
primer caso a la obra de Carlos Gallardo, de 1979-1982; y en el segundo caso no
puedo sino mencionar la corrección política de Bernardo Oyarzún y “Werken”
(2017), como exhibición de la impostura oficial del Estado que monta una
operación de encubrimiento en Venecia cuando en la Araucanía expone los términos de una política real.
Lo progresivo se monta sobre lo regresivo y termina por exponer la
analiticidad de algo que es imposible de aclimatar, siguiendo la expansión
museográfica ya sancionada por la “vitrinalidad” del Museo del Barro de
Asunción.
De este modo, la obra de Oyarzún termina siendo regresiva,
respecto de las intensidades que ya en 1982 comenzaba a instalar Dittborn con
las “historias del rostro”. Y para no
ser menos, la obra de Gallardo termina siendo progresiva, porque pone en
evidencia aquello que teníamos delante de los ojos y no quisimos ver; es decir,
una filosofía de la carne que declaraba
la imposibilidad de toda Revelación.
Esto es algo que me hacía recordar Francesca Lombardo, cuando
Kristeva dice que en el Cristo de Holbein, lo que se hace evidente es que ese
cuerpo no se levanta más, que no tiene cómo resucitar. Lo cual solo es posible porque hemos tenido
que llevar al extremo la expansión de la complejidad horizontal que mencionaba
al comienzo de esta columna. Siendo, la complejidad vertical, la solicitud de habeas corpus que ha sido desplazada del
campo de las memorias negociadas hacia el de la administración de los discursos
sobre “arte-y-política”, porque lo único
de que se dispone es de la representación diferida y no menos
autoritaria de una corporalidad
modulada para servir de
ilustración a un comentario programático destinado a prolongar el
desfallecimiento editorial extenso de
una “insubordinación (interminable) de
los signos”.
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