lunes, 19 de marzo de 2018

VISIONES LATERALES


 Hay pocos libros que poseen rasgos de apertura metodológica como  “Visiones laterales”, de Claudia Aravena e Iván Pinto. La primera razón es que no se trata de la transcripción de una tesis universitaria, sino de un ensayo arriesgado que pone en crisis varios estratos epistémicos y que intenta construir la delimitación de un concepto operativo. La segunda razón es que no satisface la organización de un solo libro, sino que es varios libros a la vez. De hecho, podría bastar la lectura de la introducción y del post-facio para saber cual es la envergadura de la empresa. 

Ahora, la primera y segunda parte se componen como un manual práctico  para la configuración de dos frentes de obras.  Lo cual puede conducir a pensar que la primera parte está construida solo para dotar a la segunda de la arqueología sobre cuyos hallazgos  esta se va a montar, después de que en los 90´s, alguien declaró que el “video-arte estaba muerto”.  Por alguna razón esa parte ha sido  temporalmente habilitada para señalarse como período terminal: 2000-2017.

Lo que quiero decir es que “ambos libros”  se sostienen  por una decisión analítica destinada a  fijar el rango  de una hipótesis que me parece plantea algunas dudas, pero sin  acarrear consigo el trauma de una reticencia paralizante,  promoviendo la libertad de crítica que corresponde al respeto de su ejercicio. No suele ocurrir que unas objeciones desmonten la consistencia de un edificación que asume la problematicidad de sus proposiciones.  Y en este sentido no pongo en tela de juicio la propia reticencia que manifiesto por la noción de experimentalidad que  Claudia Aravena e Iván Pinto sostienen,  sino que acepto su conducción y me esfuerzo en trabajar en el mismo cauce que han abierto.

De partida, la noción de campo expandido resulta un aporte innegable al esfuerzo por tipificar y “hacer un lugar” a determinadas obras cuya materialidad, no solo reclama una transversalidad determinada, sino que en términos de imagen apelan a la determinación en última instancia  de la economía simbólica implícita en la tecnología investida. 

La “querella” por fijar el estatuto de la experimentalidad apunta a re construir condiciones específicas y diferenciadas que obligan a tomar en consideración la existencia de “experimentalidades”  históricamente determinadas en la formación artística chilena, lo que supone  reconstruir la existencia de un canon de referencia respecto de cuya continuidad, una obra determinada puede significar un momento de discontinuidad.  Cada momento debe dar cuenta de sus sobre/determinaciones y declarar la legitimidad  sobre la que levanta su capacidad enunciativa.

Me remito al valor de la primera parte como arqueología de la insubordinación de la imagen y entiendo cual es el rol asignado al documental de Sergio Bravo (1957), para tener que soportar al final de una secuencia programática el advenimiento “pinturezco” de Nicolás Rupsic (2011).  Lo que hay que tomar en consideración es la distancia formal de poco más de cincuenta años entre ambas producciones, bajo condiciones polémicas cuyos términos recomponen la historia de la visualidad y marcan el efecto de una política de prohibición del incesto visual y tecnológico, porque denotan la existencia de una historia que venció a la endogamia y que desarrolló condiciones de intercambio que favoreció la exogamia de la transversalidad tecnológica y formal, según el carácter de cada coyuntura. 

Justamente: “Ello da como resultado una historia fragmentada sin relaciones, traspasos y contaminaciones entre disciplinas y áreas de trabajo”. (p. 9).  No hay continuidad histórica ni formal. El campo visual expandido es la gran invención metodológica destinada, no tanto a determinar la especificidad móvil de las expansiones de la experimentalidad, sino a construir un “frente de obras” específico, cuya unificación es preciso establecer como conjunto de discontinuidades y aceleraciones formales.   Y en ese sentido no puedo mas que aceptar las 23 obras consignadas y buscar establecer las dependencias, complicidades,  contradicciones, entre cada una, atendiendo al carácter de sus condiciones de enunciación.  Con una particularidad: dejando que las conexiones se produzcan a nivel de los diagramas de obra, por sobre la temporalidad de su ejecución.  Razón por la cual me pregunto si la designación “cronología crítica” es la más adecuada para señalar la complicidad de obras que se descubrían como anticipación, desafiando la temporalidad darwiniana de algunas estratificaciones.


Finalmente, la tarea que nos queda es la de establecer cuáles son los indicios de experimentalidad y expansión de cada una de las obras consideradas.  De ello depende la consistencia del frente de obras (a)signadas para  elaborar un nuevo concepto de “huella” y de “real” entre el 2000 y el 2017.  Y no queda más que el compromiso de “trabajar la lectura”, de acuerdo a un pacto  que pone en movimiento el efecto de ensamble de las variadas  prácticas experimentales sobre las que se sostiene la magnífica y arriesgada edición (montaje) de este libro.

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