En la página 33 del catálogo de “El Bien Común”, Paula
Honorato escribe que “después de abordar a los actores, la exposición continúa
por las secciones referidas a los escenarios de la vida común: “Territorio” y
“Espacio público” “. El maniqueísmo de la distinción facilita la
comprensión rápida, porque en la identificación de los actores, la distribución de roles resulta didáctica: habitantes desconocidos y rostros
de la historia. Es decir, omite el hecho
que la pintura identifica por el solo hecho de retratar y que los rostros son
topografías desplazadas. La consecuencia
de esta distinción es que la pintura chilena
reproduce el cauce por donde transita el ejército de personajes sin
historia en busca de su inclusión en ella.
Pero luego, territorio es una denominación que niega el
paisaje., de modo que aquí tenemos un
problema: el paisaje es lo que permite a posteriori concebir el territorio como
hipótesis de origen en el terreno de la representación de la Nación. Pero no se puede decir que en Smith el agua
aparece como símbolo de un recurso.
Mejor hubiera sido decir nada. Smith
no es eso. Podría haber imaginado la existencia del paisaje
como un “fondo escenográfico”
pintado. Incluso, podría haber seguido
la hipótesis de la “mentalité paysagère”.
No se entiende de qué manera una obra como “El río
Cachapoal” de Antonio Smith puede ser un referente para una historia del bien común, a menos que se considere que esa
imagen está puesta allí para significar el “origen” que estará “detrás” del acto de urbanización
que habilita la pintura como “fundación” de socialidad. Pero eso no es lo que
la pintura sostiene como discurso visual. Lo lamento.
El “bien común” y la historia de la comunidad no están
suficientemente representadas en este esquema, porque omite, una vez mas, la
filigrana de la conversión del territorio en paisaje, sin tomar en cuenta que
la geografía de los extremos solo es posible a condición de un genocidio. Al menos, la violenta exclusión del
“otro”. ¡Y esta si que es una historia
del mal común de la historia en los extremos!
No hay, en la colección del museo, obras que hagan síntoma
con la violencia de las ocupaciones territoriales de fines del siglo XIX.
Recurrir a Mezza, Prats o Balmes significa entender nada sobre la especificidad de sus intervenciones irreductiblemente trágicas.
Finalmente, el
espacio público de la vida en común tampoco
está suficientemente cubierto con
Gracia Barrios, Zamudio, Altamirano o el CADA.
Es que la colección del museo no da para sacar estas conclusiones. De manera que la única manera de salvar es
acrecentar la ilustración y el maniqueísmo. La invitación extendida a Hugo
Rueda (historiador) y Sergio Rojas (filósofo) cumple el propósito de
fundamentar el prejuicio fundador de la
muestra. El resto es solamente un relleno
bien estructurado, para poder modular
una transición sobre una conclusión que ya está prefigurada en el comienzo de
la disposición, cuando expone a Pedro Lira y Bernardo Oyarzún solo para
significar la victoria del progreso y del acceso a la visibilidad de la historia
como signo expresivo de la puesta en
escena del Bien Común alcanzado.
El prejuicio fundador de la muestra, sin embargo, está
coherentemente expuesto como engarce de estos dos cuadriláteros, uno de los
cuáles se localiza en el otro, para poder señalar primero el mapa de relaciones mentales, para luego
establecer la confirmación de la hipótesis inclusiva a través de la
reproducción reversiva de los
términos planteados.
He dibujado un esquema en el que señalo con marcador naranja
el cuadrilátero interno de relleno, asignado para referir el paso de la
Naturaleza a la Cultura, mientras que el cuadrilátero superior y que lo
contiene, está armado a partir del redoble de nombres, en el sentido que Pedro
Lira I y Bernardo Oyarzún I ocupan el plano superior solo para desdoblarse en
Pedro Lira II y Bernardo Oyarzún II, como momentos terminales de una historia
del bien común determinada por la hipótesis de la “pigmentocracia” del profesor
Lipschutz[1].
Esquema
El cuadrilátero superior señala la existencia de un Pedro
Lira I que concluye en Bernardo Oyarzún II para señalar que la pigmentocracia
ha podido ingresar al registro de la historia como una emanación ecuménica, que
redime del crimen inicial. Sin embargo,
no hay en el cuadrilátero de relleno ningún indicio sobre el que la noción del
profesor Lipschutz sea “encarnada”. Lo
que me parece es que una pintura de Henriette Petit, muy “atarsilada”, podría
haber sido mas eficaz para explicar y demostrar el cambio de pigmentación en la
representación de la carne. ¡Pero si esa pintura está en el museo!
El desastre
conceptual de todo esto es de envergadura porque el pigmento pasa a ser el significante vacío con que Paula Honorato hace
pasar el Pedro Lira I , representando la
hegemonía fundacional, hacia el Pedro Lira II,
expresando su hegemonía diluida,
para habilitar al subalterno Bernardo Oyarzón I a convertirse en artista
hegemónico en Bernardo Oyarzún II. Pero todo esto ocurre en una misma sala, porque
el espectador debe regresar al punto de partida después de haber hecho el
recorrido por las obras que ilustran el segundo cuadrilátero, que reproduce
el rito de paso por partida doble; por
un lado, de la Naturaleza a la Cultura, y por otro lado, el paso de los Sin
Nombre a los Nombrados como indicios reparatorios de una historia del acceso a
la visibilidad de sus rostros.
Vuelvo a repetir: la colección del museo no da para sostener
la radicalidad (supuesta) de la incrustación de los dos cuadriláteros de
distribución, con el agravante que las denominaciones resultan mas pesadas que
aquello que pretenden designar. Es el caso cuando Paula Honorato emplea, por
ejemplo, el retruécano de “rostros de la
historia” obtenido de la usura que hace de la noción dittborniana de
“historias del rostro”. Lo que se espera es una prueba de dicha consistencia
enunciativa, sin embargo no es lo que ocurre.
Ahora, lo que no demuestra y que sin embargo es clave en su
diseño tiene que ver con el destino del “espacio público” como reservorio donde
se inscribe documentariamente la epopeya gráfica de Bernardo Oyarzún, que bien
merece que sea respetada la autonomía de
su trabajo y no ser sometido a cumplir un papel ancilar en el desarrollo de una
hipótesis de dudosa eficacia.
[1] Una nota debe
ser comentada a través de otra nota. En la página 29, nota 100, Paula Honorato
hace el relato de su descubrimiento de Lipschutz, que realiza sus estudios
antropológicos desde una perspectiva biológica, social e histórica, sin hacer
precisiones acerca de sus bases epistemológicas. Lo más significativo es su preocupación por
el “problema racial” en la conquista de América y el mestizaje, a lo que dedica un libro publicado en 1963
por una editorial “manejada” por los comunistas (Austral), que publica a un
héroe de la “ciencia comunista”, sobre cuyos fundamentos no he logrado leer
ningún texto crítico, sobre todo, pensando en cómo puede ser leído Lipschutz
después de “Raza e historia” de Lévi-Strauss.
Recuerdo, con emoción, haber encontrado este ejemplar en la biblioteca
de David A. Siqueiros, dedicado por el profesor cuando el pintor estaba preso
en Lecumberri. Paula Honorato lee el deseo de blanqueamiento de Pedro Lira de
manera retroversiva, aplicando las
categoría de Lipschutz, pero hacia atrás, como si fuera un gran descubrimiento
darse cuenta que la pintura chilena es –desde su origen- un dispositivo de blanqueo de la
historia. La pigmentocracia ya estaba en
la pintura, si pensamos en el cuadro de Francisco Javier Mandiola donde aparece
la primera mujer con rasgos mestizos en
la pintura chilena –“Interior de casa de una santera”- y que se encuentra en la
colección de la Pinacoteca de la Universidad de Concepción.
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