El libro recientemente escrito por Claudia Aravena e Iván
Pinto –“Visiones laterales”- trabaja unos problemas que van más allá del campo
de su objeto manifiesto. Lo que continúa
no es un análisis de la hipótesis del libro, sino la exposición de lo que
su lectura me ha hecho recordar
como situaciones polémicas que es necesario
reconstruir.
Hace algunos años, en el campo académico cercano a Brugnoli
y a los comentaristas de glosa de la Universidad de Chile, la noción de experimentalidad
fue objeto de algún interés normativo.
El propósito era forjar una noción que le permitiera a
Brugnoli ubicar en mejor posición los “overoles” bernianos[1] de
comienzos de los años sesenta e inscribirlos como precursores de la “escena de
avanzada”. Sin embargo, la operación no
tuvo éxito. La obra específica, al
parecer, no daba para establecer una tradición de vanguardia previa, sin tener
que utilizar el término, que ya era objeto de exclusión en el léxico comunista
dominante, en la época en que Brugnoli
era un cuadro-funcionario de la Facultad de Bellas Artes de antes del golpe militar.
En la medida que la palabra vanguardia era desestimada en el
léxico de ese período, a Brugnoli no le quedó más que hablar de “arte
experimental”; pero tampoco fue un problema tematizado suficientemente por las
escrituras de función de la época. No encontramos ninguna prueba de su
circulación, ni en Rojas Mix, ni en Alberto Pérez.
Después del golpe militar, el recurso a la noción de
vanguardia tampoco estaba a la orden del día, bajo las condiciones de represión
discursiva que suponemos. De modo que,
cuando Richard tuvo que buscar un término para designar lo que hacía, no pudo
tampoco recurrir a su uso, en particular por la crítica ejercida sobre la legitimidad de la propia
noción de vanguardia en la propia teoría
política. Era evidente que la noción era
puesta en cuestión en la propia producción política del movimiento comunista
internacional, sobre todo desde el coloquio de Venecia en 1977 sobre la crisis
del marxismo, pero realizado desde la izquierda, que estaba bien a la izquierda
de lo que la izquierda chilena podía concebir para si misma como horizonte de
reserva teórica.
Esta fue una observación que
Richard jamás ha admitido. Fueron numerosas las menciones en que se le
hizo estado de la triste condición del
término en la teoría política contemporánea, sobre todo por las connotaciones
autoritarias que tenía en el campo conceptual ligado a la crítica del
totalitarismo.
El trotskysmo, por ejemplo,
tampoco resolvía el carácter autoritario y generador de un concepto
policial de la historia. Solo puedo
recordar con moderada gracia la posición
de mis amigos de la Liga Comunista Revolucionaria, en Francia, cuando explicaban el fracaso de la Unidad Popular.
Me decían: “lo que pasa es que ustedes no tuvieron vanguardia
revolucionaria”. Pero Richard no sabía
lo que era el trotskismo cuando intentó darle un nombre a lo que no era más que
un dispositivo de transferencia corriente de información en un medio que
ignoraba los términos mínimos. Si bien,
podría ser reconocida como trotskista por su
cultura del “entrismo”. Pero ese
es un asunto colateral.
De ahí que tampoco le convenía las palabras “arte
experimental”, porque probablemente tenía demasiadas connotaciones
anglo-sajonas que no dominaba. El caso
es que con el tiempo, Richard incluiría a Brugnoli en su vasta franja de
experimentalidad sin nombre, para sellar una especie de compromiso histórico
institucional que formalizara el trasvasije nocional y laboral que daría lugar al Complejo Académico Arcis-la-Chile.
El mote “escena de avanzada” apareció tardíamente para satisfacer el deseo de inauguralidad fundacional que enarbola todo grupo operativo de conquista, cuando lo
que está en juego es un tipo determinado de garantización política.
Se hacía necesario
inventar un distintivo con el cual se pudiera exponer el victimalismo como inversión de una escena
pulsional expansiva, en organismos internacionales y en complejos
museales y eventos de arte contemporáneo abiertos a reconocer prácticas
discontinuas de oposición a una dictadura.
Fue en ese concierto que apareció en los medios internos de
la Oposición Democrática, la existencia
de un movimiento de resistencia
comunicacional-heroico en el que se consideraba que el soporte VHS era
intrínsecamente revolucionario, para
demostrar la invencible insubordinación de los signos, por decir, en el “beso de judas” que Eltit propina
a un indigente, al que parece
arrancarle el último hálito con el objeto de representar la voz-del-margen como
sinónimo de experimentación lenguajera.
Por cierto, era un beso con lengua. En el flujo, reproducía
la-voz-de-los-que-no-debían-tener-voz-para-poder-representarla. Esto es
un punto que los analistas no han considerado suficientemente: una artista que sustituye
la función partidaria de representar.
Obviamente, se trata de un exceso
simbólico propio de la época. Es decir, la fragilidad orgánica había llegado a tal
punto, que una artista podía reclamar para si la función de sustitución
partidaria. Por cierto, es un exceso
simbólico que habla de la precaria condición discursiva en que se encontraba la
propia recomposición de fuerzas que se disputaban la función de “conducir” al
movimiento social.
Estoy hablando del debate que Eltit intenta instalar en el
Festival franco-chileno de video arte del 88,
argumentando en favor del
miserabilismo tecnológico del video
doméstico en VHS, frente a lo que Jean-Paul Fargier le retrucó que la crítica no residía en el
uso de un video-de-pobre, sino en la des/narratividad. Lo que Fargier no entendía era que Eltit
reivindicaba la pre-eminencia ontológica de “nuestras prácticas”, que al
parecer se diluían en la narrativa de la
Campaña del NO.
¿Dónde residiría lo experimental en esa cinta? , ¿En la
imagen del beso a un indigente?, ¿En el empleo del VHS-doméstico en contra de
los recursos industriales que exhibía la factura de los videos franceses? Y si
vamos más atrás, a 1979, ¿qué visos de
experimentalidad habría que reconocer en
la proyección de imágenes diapositivas sobre una fachada, que luego eran
fotografiadas para ser impresas?, ¿Cuál era el canon que estaban subvirtiendo,
si lo que ocurría en términos estrictos era que algunos artistas chilenos
habían entendido que ese era el efecto de su “giro vostelliano”, como
condición de cumplimiento para su ingreso en la “contemporaneidad”?
Me refiero a esta “incidencia” porque define muy bien la
diferencia de estatuto en las discusiones sobre la especificidad video en 1988,
que distan mucho de las que se habían planteado en 1981, cuando Leppe, por
ejemplo, realiza la acción corporal que cierra
la primera versión del primer festival franco-chileno de video-arte. Lo que ocurre es que no hay otra tentativa
como la de Leppe, en el curso de ese quinquenio, y todos los esfuerzos se concentran en la des/narratividad.
A diez años de la
acción de Eltit leyendo su novela en un prostíbulo, Leppe realiza la acción de Madrid y de Trujillo
(1987), y prepara la de Berlín (1989), poniendo en veremos una noción de
experimentalidad (Youngblood) que en las artes visuales solo corresponde al
cumplimiento de unas normas ya
instaladas en las bibliografías del arte internacional corriente, en el momento
en que los principales “cultores” del video-arte chileno programan las narrativas de la Campaña del NO
y preparan su desembarco en la televisión de la primera transición.
[1] Para información general, pero sobre todo para el uso
de los estudiantes y colegas de Brugnoli, por “berniano” se entiende algo
relativo a la obra de Antonio Berni. Resulta muy curioso que no haya habido en
la escena chilena ninguna mención explícita a la existencia de esta obra, que
incorpora al espacio del cuadro elementos objetuales y vestimentarios. ¿No sería éste un elemento que haría pensar
en la necesidad de un estudio sobre los objetualismos en el arte chileno y
argentino de comienzos de la década del sesenta?
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