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martes, 20 de marzo de 2018

VANGUARDIA Y EXPERIMENTALIDAD



El libro recientemente escrito por Claudia Aravena e Iván Pinto –“Visiones laterales”- trabaja unos problemas que van más allá del campo de su objeto manifiesto.  Lo que continúa no es un análisis de la hipótesis del libro, sino la exposición de  lo que  su lectura  me ha hecho recordar como  situaciones polémicas que es necesario reconstruir.

Hace algunos años, en el campo académico cercano a Brugnoli y a los comentaristas de glosa de la Universidad de Chile, la noción de experimentalidad fue objeto de  algún interés normativo.

El propósito era forjar una noción que le permitiera a Brugnoli ubicar en mejor posición los “overoles” bernianos[1] de comienzos de los años sesenta e inscribirlos como precursores de la “escena de avanzada”.  Sin embargo, la operación no tuvo éxito.  La obra específica, al parecer, no daba para establecer una tradición de vanguardia previa, sin tener que utilizar el término, que ya era objeto de exclusión en el léxico comunista dominante,  en la época en que Brugnoli era un cuadro-funcionario de la Facultad de  Bellas Artes de antes del golpe militar.

En la medida que la palabra vanguardia era desestimada en el léxico de ese período, a Brugnoli no le quedó más que hablar de “arte experimental”; pero tampoco fue un problema tematizado suficientemente por las escrituras de función de la época. No encontramos ninguna prueba de su circulación, ni en Rojas Mix, ni en Alberto Pérez. 

Después del golpe militar, el recurso a la noción de vanguardia tampoco estaba a la orden del día, bajo las condiciones de represión discursiva que suponemos.  De modo que, cuando Richard tuvo que buscar un término para designar lo que hacía, no pudo tampoco recurrir a su uso, en particular por la crítica  ejercida sobre la legitimidad de la propia noción de vanguardia  en la propia teoría política.  Era evidente que la noción era puesta en cuestión en la propia producción política del movimiento comunista internacional, sobre todo desde el coloquio de Venecia en 1977 sobre la crisis del marxismo, pero realizado desde la izquierda, que estaba bien a la izquierda de lo que la izquierda chilena podía concebir para si misma como horizonte de reserva teórica.

Esta fue una observación que  Richard jamás ha admitido. Fueron numerosas las menciones en que se le hizo  estado de la triste condición del término en la teoría política contemporánea, sobre todo por las connotaciones autoritarias que tenía en el campo conceptual ligado a la crítica del totalitarismo. 

El trotskysmo, por ejemplo,  tampoco resolvía el carácter autoritario y generador de un concepto policial de la historia.  Solo puedo recordar con  moderada gracia la posición de mis amigos de la Liga Comunista Revolucionaria, en Francia, cuando  explicaban el fracaso de la Unidad Popular. Me decían: “lo que pasa es que ustedes no tuvieron vanguardia revolucionaria”.  Pero Richard no sabía lo que era el trotskismo cuando intentó darle un nombre a lo que no era más que un dispositivo de transferencia corriente de información en un medio que ignoraba los términos mínimos.  Si bien, podría ser reconocida como trotskista por su  cultura del “entrismo”.  Pero ese es un asunto colateral.

De ahí que tampoco le convenía las palabras “arte experimental”, porque probablemente tenía demasiadas connotaciones anglo-sajonas que no dominaba.  El caso es que con el tiempo, Richard incluiría a Brugnoli en su vasta franja de experimentalidad sin nombre, para sellar una especie de compromiso histórico institucional que formalizara el trasvasije nocional y laboral  que daría lugar al Complejo  Académico Arcis-la-Chile. 

El mote “escena de avanzada” apareció  tardíamente para satisfacer el deseo de inauguralidad fundacional que  enarbola  todo grupo operativo de conquista, cuando lo que está en juego es un tipo determinado de garantización política.  

Se hacía  necesario inventar un distintivo con el cual se pudiera exponer  el victimalismo como inversión de una escena pulsional  expansiva, en  organismos internacionales   y en  complejos museales y eventos de arte contemporáneo abiertos a reconocer prácticas discontinuas de oposición a una dictadura. 

Fue en ese concierto que apareció en los medios internos de la Oposición Democrática,   la existencia de un movimiento  de resistencia comunicacional-heroico en el que se consideraba que  el soporte VHS  era  intrínsecamente revolucionario, para  demostrar la invencible insubordinación de los signos,  por decir, en el “beso  de judas” que Eltit  propina  a un indigente,  al que parece arrancarle el último hálito con el objeto de representar la voz-del-margen como sinónimo de experimentación lenguajera.  

Por cierto, era un beso con lengua. En el flujo, reproducía la-voz-de-los-que-no-debían-tener-voz-para-poder-representarla.  Esto es  un punto que los analistas no han considerado suficientemente:  una artista que  sustituye  la función partidaria de representar.  Obviamente, se trata de un  exceso simbólico propio de la época.  Es decir,  la fragilidad orgánica había llegado a tal punto, que una artista podía reclamar para si la función de sustitución partidaria.  Por cierto, es un exceso simbólico que habla de la precaria condición discursiva en que se encontraba la propia recomposición de fuerzas que se disputaban la función de “conducir” al movimiento social.

Estoy hablando del debate que Eltit intenta instalar en el Festival franco-chileno de video arte del 88,   argumentando en favor del miserabilismo tecnológico del  video doméstico en VHS, frente a lo que Jean-Paul Fargier  le retrucó que la crítica no residía en el uso de un video-de-pobre, sino en la des/narratividad.  Lo que Fargier no entendía era que Eltit reivindicaba la pre-eminencia ontológica de “nuestras prácticas”, que al parecer  se diluían en la narrativa de la Campaña del NO.

¿Dónde residiría lo experimental en esa cinta? , ¿En la imagen del beso a un indigente?, ¿En el empleo del VHS-doméstico en contra de los recursos industriales que exhibía la factura de los videos franceses? Y si vamos más atrás,  a 1979, ¿qué visos de experimentalidad  habría que reconocer en la proyección de imágenes diapositivas sobre una fachada, que luego eran fotografiadas para ser impresas?, ¿Cuál era el canon que estaban subvirtiendo, si lo que ocurría en términos estrictos era que algunos artistas chilenos habían entendido que ese era el efecto de su “giro vostelliano”, como condición  de  cumplimiento para su ingreso en la  “contemporaneidad”?

Me refiero a esta “incidencia” porque define muy bien la diferencia de estatuto en las discusiones sobre la especificidad video en 1988, que distan mucho de las que se habían planteado en 1981, cuando Leppe, por ejemplo, realiza la acción corporal que cierra  la primera versión del primer festival franco-chileno de video-arte.  Lo que ocurre es que no hay otra tentativa como la de Leppe, en el curso de ese quinquenio, y todos los esfuerzos  se concentran en la des/narratividad.

A diez años de  la acción de Eltit leyendo su novela en un prostíbulo, Leppe  realiza la acción de Madrid y de Trujillo (1987), y prepara la de Berlín (1989), poniendo en veremos una noción de experimentalidad  (Youngblood)  que en las artes visuales solo corresponde al cumplimiento de unas normas  ya instaladas en las bibliografías del arte internacional corriente, en el momento en que los principales “cultores” del video-arte chileno  programan las narrativas de la Campaña del NO y preparan su desembarco en la televisión de la primera transición.  



[1] Para información general, pero sobre todo para el uso de los estudiantes y colegas de Brugnoli, por “berniano” se entiende algo relativo a la obra de Antonio Berni. Resulta muy curioso que no haya habido en la escena chilena ninguna mención explícita a la existencia de esta obra, que incorpora al espacio del cuadro elementos objetuales y vestimentarios.  ¿No sería éste un elemento que haría pensar en la necesidad de un estudio sobre los objetualismos en el arte chileno y argentino de comienzos de la década del sesenta?

miércoles, 8 de junio de 2016

UNA CONTRIBUCIÓN PARA LA MESA REDONDA DEL 11 DE JUNIO (3)





El año de 1982 fue de una densidad difícil de imaginar hoy día, en lo que a campo plástico se refiere.  En la columna anterior me he referido a la conexión formal de los cajones entre Duclos y Leppe. Debo agregar que existe una tercera cajonera en perspectiva. 

(A ver si es posible construir esta referencia teniendo como objetivo  inmediato colocar  la pregunta sobre cómo en la Obra Institucional de Camilo Yáñez está contemplada la estrategia de investigación acerca de las condiciones  historiográficas para la formación de una locación experimental entre archivo y obra contemporánea).

Admitamos que el año 1982 ha sido el año mas significativo del arte chileno contemporáneo, porque  es  su de/curso  contextual complejo  que  se condensó el momento de mayor densidad plástica del período.  Este concepto desplaza la noción de experimentalidad declarada en los protocolos de intención  que se ha conocido sobre la inevitabilidad orgánica de un Centro de Arte Contemporáneo (por venir).

Existe un debate que, antes incluso de 1982, define la inutilidad de la noción de “vanguardia” y  al mismo tiempo  legitima el empleo del vocablo “escena”, para no tener que poner en operaciones el término  “arte experimental”.  ¿Acaso habrá que pensar que hoy día la “experimentalidad”  señala unas condiciones de ruptura irreparable en la mantención de los mitos  de continuidad de una escena plástica, no reductible a la estrechez nominal de una “escena de avanzada”?

Es preciso regresar a la coyuntura formal de los cajones de 1982.  Existe un ambiente editorial en  cuyo contexto  Dittborn no deja de usar una referencia  directa a la noción de cajón de sastre.  Solo que su cajón es de referencia metodológica y proviene de la lectura del capítulo primero de Pensamiento Salvaje (Lévi-Strauss).  ¿Proviene? En verdad, la lectura es après-coup.  Dittborn acude a Lévi-Strauss para poder poner en forma un procedimiento ya calificado por su práctica.

En este sentido, el cajón de sastre se combina con la atención flotante que promueve la noción de bricolaje conceptual y bajo la presión de una producción de obra ajustada a procedimientos rigurosos,  en la que Dittborn plantea unas condiciones de trabajo  artístico en que se ve obligado a operar como un “primitivo” que debe resolver sus condiciones de existencia empleando los utensilios, herramientas y materiales con que cuenta en su entorno inmediato (trabajando con los medios de a bordo, que son, generalmente, imágenes impresas de delincuentes en revistas de detectives de los años treinta).  

No dispone de un universo mayor de posibilidades formales y debe construir con esos materiales, una obra.  Estas imágenes recuperadas desde revistas y manuales de enseñanza del dibujo, su reproducción en diferentes escalas y su yuxtaposición en espacios  encuadrados de gran estabilidad compositiva,  son las que Dittborn homologa a los retazos de géneros, de telas, de hilos, que un sastre guarda en su cajón, para poder disponer de un recurso adecuado para estados críticos.

Dittborn trabaja este universo de materiales procesados amenazado por el fantasma de la hambruna.  Se las tiene que arreglar con lo que hay.

Duclos, cuando recupera el cajón de clavos vacío en el cobertizo de su escuela, ya está operando con este mismo método.  Dittborn trabaja con el imaginario de la sastrería.  Duclos opera con el devocionario de la carpintería.  La xilografización de su pensamiento lo hace disponible  para esta alerta flotante que se activa en los primeros contactos con la obra de Dittborn y con el propio discurso  que el artista  explicita en algunas introducciones metodológicas  que ya circulan entre los estudiantes  que coinciden como alumnos de Vilches  (El pintor debe su trabajo, etc.).

Leppe , en cambio, traslada cajones, como un cargador de La Vega.  Es lo que hace en Cuerpo correccional (performance).  Carga el desguace de la “caja tonta”.  Lo que le importa es  sostener un juego infantil  para  molestar a Dittborn, como en una disputa entre escolares al fondo del patio, señalando que  su trabajo  corporaliza lo que  sostienen los referentes  que Dittborn ha impreso; es decir,  pensado. 

Esto quiere decir ni más ni menos  que Leppe se atribuye la ventaja de radicalizar el método mediante un desplazamiento de la naturaleza del soporte. En definitiva,  Leppe encarna lo que Dittborn discurre, tanto por el pensamiento como por el empleo de la tinta.  Lo escribo en presente no para señalar una evidencia, sino para reproducir una proyección de obra. 

Por sorprendente que resulte esta hipótesis, que no es del todo nueva, sino que se ha arrastrado a través de diversos estudios comparativos, me afirmo en la consideración de dos elementos de gran importancia, que se manifiestan en la Bienal de Paris de 1982. Se trata, por un lado, de un documento que corresponde a una reseña escrita por Dittborn en Revista Art-Press, bajo el  antropológico título de Nous les artistes des terres lointaines, y por otro, de la performance de Leppe en el  baño del Museo de Arte Moderno. 

No recordaba que el título de esta performance era No vengo a vender, vengo a regalar.  Pequeño dato, que nadie quiere saber. En ese envío chileno  hors-contingent,  Dittborn presenta la fotografía de un caballo al que  le ha pintado sobre un costado, con pintura de tierra, la frase “a caballo regalado no se le mira el diente”. 

Hay que saber que a pocos metros de esta pieza, se encuentran las fotografías de Duclos, que ahora  se presentan en Ejercicio forense.  

Hay que saber esto: en ese envío,  comparecen –entre otras- estas tres obras de Duclos, Dittborn y Leppe.  La economía lingüística que sostiene los enunciados establece las proximidades entre los dos títulos ya ensayados por Dittborn, a nivel de envío; pero me atrevo a sostener que ambas obras adquieren coherencia a partir de la reseña escrita por Dittborn en Art-Press.

En estos mismos instantes, en la galería Enrique Faría de Buenos Aires, en una exhibición que lleva el título de Poner el cuerpo, se reúne obras, muchas de ellas inéditas, de artistas latinoamericanos, entre los cuáles se encuentran Jacques Bedel, Noemí Escandell, León Ferrari, , Carlos Leppe, Marta Minujín, Claudio Perna, Herbert Rodríguez, Miguel Ángel Rojas,  Pablo Suárez, Yeni & Nan, Carlos Zerpa y Fernando ‘Coco’ Bedoya, entre otros.  La obra de Carlos Leppe  consiste en dos polaroids que reproducen un momento significativo de la performance, en que Leppe oficia de cabrona-vedette con un emplumado tricolor en la cabeza, después de haber iniciado su prestación vestido de manera viril, con el pelo engominado y el traje negro de  un cantor de tangos (residuo de una performance anterior: El día que me quieras).  


¿Cuál es la importancia de la presencia de la obra de Duclos en ese envío? A mi entender, capital.  Porque señala el lugar de  la sustitución del cuerpo, más que nada, `para colmar su ausencia,  poniendo en escena gráfica el cuerpo de la letra del verso de N. Parra impreso sobre el cartel indicativo de la falta.  Leppe porta consigo la falta y la convierte en escena performática,  junto a los urinarios del baño de varones en el museo.  Dittborn recoge y reproduce un objet-trouvé literario, que desplaza la falta  mediante una compensación  insuficientemente reparatoria.

Todo esto ha  tenido lugar  en la Bienal de Paris, en  esta triangulación metodológica de obras,  que en 1982 reúne a tres artistas que sostienen  un diagrama de trabajo   tensado por las nociones de cajón de sastre y de caja de herramientas.