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viernes, 8 de junio de 2018

AUTOCRÍTICA


La exposición de Carlos Gallardo “A la carne de Chile” en D21 me ha hecho recordar nuestra presencia en la Bienal de Paris de 1982,  a través del envío chileno “hors-contingent”, entre los que debo mencionar, junto a las obras de Gallardo y de Jaar,  las obras de Eugenio Dittborn y de Marcela Serrano.

Prácticamente no hay fotografías del montaje, en un pasillo, entre dos tabiques enfrentados. Una de las fotografías me impresiona hasta hoy. Sobre el lomo de un caballo, Dittborn hace escribir con pintura la frase “a caballo regalado no se le mira el diente”. Sin embargo,  no he podido acceder a una imagen precisa. A lo menos, en esta imagen se puede percibir, debajo del trabajo de Marcela Serrano, una prueba de lo que estoy afirmando. A su lado, hay una reproducción de la mancha en el desierto. La tercera no logro identificarla.



También recuerdo el trabajo de Marcela Serrano, en que se hace fotografiar exhibiendo las pinturas corporales de  mujeres fueguinas, cuya fuente primera debe ser encontrada en la que ya realizara Martin Gusinde y cuya reproducción había sido impresa en uno de los números de revista CAL, para ilustrar un texto de Ronald Kay que llevaba por título “Señales para una mirada americana”.  Su trabajo contemplaba, además, escenas de una acción que se titulaba, justamente, "Autocrítica". 

Sin embargo, Dittborn hacía referencia  a su propia  "autocrítica",  montado en un cruel realismo  analítico frente a la oportunidad que le era ofrecida, de comparecer entrando por la ventana a un evento internacional, que sería, al parecer, el primero de envergadura al que asistía un conjunto de trabajos colectivizados por un formato documental que convertía el envío en un gran diario mural fotográfico. 

Pero Marcela Serrano desplazaba mediante el registro de una acción corporal el sentido que tenía la referencia al uso que  Kay hacía de la fotografía de Gusinde, en el momento en que preparaba con Dittborn el catálogo para una exposición en el CAYC de Buenos Aires, que no se llevó a cabo, pero que sería la base del libro “Del espacio de acá”.  Claro que en este caso estamos hablando de 1979, a lo menos, y corresponde a la presencia chilena en las Jornadas de la Crítica de Buenos Aires que eran organizadas por Jorge Glusberg, quien había enviado en 1978 a Horacio Safons a Santiago para que le hiciera un reporte de situación de la escena chilena. Es así como Glusberg  comenzó a invitar a Buenos Aires a varios críticos. No sé si invitó también a  Nena Ossa y a alguien más de ese sector, porque probabemente eran miembros de la AICA. Pero  Nelly Richard y Ronald Kay asistieron en 1980. Si es que no lo habían hecho ya en 1979.  En esa ocasión, Kay habría expuesto un tema teórico, como el que aparece mencionado en Revista CAL y  que está referido a  la invención fotográfica de una mirada americana, pero a nadie le habría interesado escucharlo. Nadie habría querido entender otra cosa  porque esperaban otro discurso desde Chile. Kay habría quedado muy decepcionado con las condiciones de recepción de dicha intervención.  

Lo anterior coincide, evidentemente, con el inicio de los viajes de Glusberg a Santiago y de su participación como jurado de concursos importantes.  Al respecto, hay que pensar que en ese entonces, varios concursos tenían lugar y su espacio de exhibición era el MNBA.  Así mismo, se debe hacer notar que en el Instituto Cultural de Las Condes tuvieron lugar los Encuentros de Arte Joven y que el envío chileno  oficial a la Bienal de Sao Paulo  (1979) estuvo formado, entre otros artistas,  por Gonzalo Díaz. 

De todos modos, Glusberg entendió que en Chile había un tipo de trabajos que estaban en la línea de lo que ya había iniciado el CAYC.  A su juicio, siempre seríamos subordinados, por cierto, a una interpretación en la que éramos deudores de una información que nos llegaba a destiempo. Él se encargaría de ponernos “en el tiempo” del circuito que regentaba. Y así fue.  Cuando visitó Santiago, no pocos artistas hicieron cola en el hall del hotel en que se hospedaba para mostrarle su set de diapositivas correspondiente y pasar el examen para acceder a la nueva temporalidad.

Pero cuando invitó a Richard en 1981, en una ocasión en que viajó con Leppe y Altamirano, en octubre, llevando éste una publicación sobre “Tránsito suspendido”, Glusberg no calculó que  Alessandro Mendini, editor de revista “Domus”, y que Georges Boudaille, comisario de la Bienal de Paris, caerían rendidos ante el discurso que Richard pronunciaría en esas Jornadas, y que se saldarían en una portada y en una doble página en número de la revista  de marzo de 1982  y en la solicitud de  participación en la Bienal de Paris, como un gesto solidario con el esfuerzo que los artistas realizaban en el interior de Chile. Esto fue lo que Dittborn sancionó como un “caballo regalado”.  

En esa ocasión, Dittborn aprovechó muy bien el “regalo”. Primero, produjo la fotografía del caballo (de Troya) en la muestra reglamentada; y segundo, escribió un texto para el numero de septiembre de 1982 de revista Art Press, que tituló “Nosotros, los artistas de las provincias lejanas”, en que convierte la imagen de baja intensidad escrita sobre el lomo del caballo, en un agresivo requisitorio destinado a interpelar a los intelectuales y críticos europeos sobre su incapacidad metodológica para hacerse cargo de las obras de los “artistas lejanos”.   

¡Glusberg no lo podía creer!  Hasta que en 1985 preparó su pequeña revancha, invitando a la misma Richard a realizar una muestra en el CAYC de Buenos Aires. Fue entonces que ésta seleccionó a Díaz, Dittborn y Leppe, sin saber que Glusberg le metería por los palos a Jaar. Ha sido, creo, la única ocasión en la que han estado los “cuatro grandes”. Sabiendo todos, que los tres primeros despreciaban el trabajo de este último, que en cinco años ya había ocupado todos los espacios de exhibición internacional a los que los tres primeros aspiraban.  No podían entender cómo, una obra que calificaban de tan poca densidad en relación a las suyas, pudiera tener semejante éxito. Ciertamente, pensaban que la justicia estaba mal distribuida. Dependían, entonces, de la invitación de Glusberg, en el grave entendido que entre 1982 y 1985 no había tenido lugar (casi) ninguna exposición de artistas chilenos en el extranjero. Salvo una, promocionada por el propio Jaar, que se llamaba IN/OUT, cuya especificación no tengo a la mano; pero lo que si recuerdo  es que fue invitado el CADA y que  fue  esa la ocasión en que enviaron como obra un fardo de ropa americana usada, como un acto de devolución a quien nos hacía envío, justamente, de “ropa usada”, en el más amplio sentido de la palabra.  

Lo que hay que recalcar es que ninguno de esos envíos logró constituir una posteridad orgánica, porque nadie se quiso hacer cargo de su manejo curatorial. Las relaciones que pudieron ser exitosas para un conjunto de obras, no tuvieron seguimiento.

martes, 20 de marzo de 2018

VANGUARDIA Y EXPERIMENTALIDAD



El libro recientemente escrito por Claudia Aravena e Iván Pinto –“Visiones laterales”- trabaja unos problemas que van más allá del campo de su objeto manifiesto.  Lo que continúa no es un análisis de la hipótesis del libro, sino la exposición de  lo que  su lectura  me ha hecho recordar como  situaciones polémicas que es necesario reconstruir.

Hace algunos años, en el campo académico cercano a Brugnoli y a los comentaristas de glosa de la Universidad de Chile, la noción de experimentalidad fue objeto de  algún interés normativo.

El propósito era forjar una noción que le permitiera a Brugnoli ubicar en mejor posición los “overoles” bernianos[1] de comienzos de los años sesenta e inscribirlos como precursores de la “escena de avanzada”.  Sin embargo, la operación no tuvo éxito.  La obra específica, al parecer, no daba para establecer una tradición de vanguardia previa, sin tener que utilizar el término, que ya era objeto de exclusión en el léxico comunista dominante,  en la época en que Brugnoli era un cuadro-funcionario de la Facultad de  Bellas Artes de antes del golpe militar.

En la medida que la palabra vanguardia era desestimada en el léxico de ese período, a Brugnoli no le quedó más que hablar de “arte experimental”; pero tampoco fue un problema tematizado suficientemente por las escrituras de función de la época. No encontramos ninguna prueba de su circulación, ni en Rojas Mix, ni en Alberto Pérez. 

Después del golpe militar, el recurso a la noción de vanguardia tampoco estaba a la orden del día, bajo las condiciones de represión discursiva que suponemos.  De modo que, cuando Richard tuvo que buscar un término para designar lo que hacía, no pudo tampoco recurrir a su uso, en particular por la crítica  ejercida sobre la legitimidad de la propia noción de vanguardia  en la propia teoría política.  Era evidente que la noción era puesta en cuestión en la propia producción política del movimiento comunista internacional, sobre todo desde el coloquio de Venecia en 1977 sobre la crisis del marxismo, pero realizado desde la izquierda, que estaba bien a la izquierda de lo que la izquierda chilena podía concebir para si misma como horizonte de reserva teórica.

Esta fue una observación que  Richard jamás ha admitido. Fueron numerosas las menciones en que se le hizo  estado de la triste condición del término en la teoría política contemporánea, sobre todo por las connotaciones autoritarias que tenía en el campo conceptual ligado a la crítica del totalitarismo. 

El trotskysmo, por ejemplo,  tampoco resolvía el carácter autoritario y generador de un concepto policial de la historia.  Solo puedo recordar con  moderada gracia la posición de mis amigos de la Liga Comunista Revolucionaria, en Francia, cuando  explicaban el fracaso de la Unidad Popular. Me decían: “lo que pasa es que ustedes no tuvieron vanguardia revolucionaria”.  Pero Richard no sabía lo que era el trotskismo cuando intentó darle un nombre a lo que no era más que un dispositivo de transferencia corriente de información en un medio que ignoraba los términos mínimos.  Si bien, podría ser reconocida como trotskista por su  cultura del “entrismo”.  Pero ese es un asunto colateral.

De ahí que tampoco le convenía las palabras “arte experimental”, porque probablemente tenía demasiadas connotaciones anglo-sajonas que no dominaba.  El caso es que con el tiempo, Richard incluiría a Brugnoli en su vasta franja de experimentalidad sin nombre, para sellar una especie de compromiso histórico institucional que formalizara el trasvasije nocional y laboral  que daría lugar al Complejo  Académico Arcis-la-Chile. 

El mote “escena de avanzada” apareció  tardíamente para satisfacer el deseo de inauguralidad fundacional que  enarbola  todo grupo operativo de conquista, cuando lo que está en juego es un tipo determinado de garantización política.  

Se hacía  necesario inventar un distintivo con el cual se pudiera exponer  el victimalismo como inversión de una escena pulsional  expansiva, en  organismos internacionales   y en  complejos museales y eventos de arte contemporáneo abiertos a reconocer prácticas discontinuas de oposición a una dictadura. 

Fue en ese concierto que apareció en los medios internos de la Oposición Democrática,   la existencia de un movimiento  de resistencia comunicacional-heroico en el que se consideraba que  el soporte VHS  era  intrínsecamente revolucionario, para  demostrar la invencible insubordinación de los signos,  por decir, en el “beso  de judas” que Eltit  propina  a un indigente,  al que parece arrancarle el último hálito con el objeto de representar la voz-del-margen como sinónimo de experimentación lenguajera.  

Por cierto, era un beso con lengua. En el flujo, reproducía la-voz-de-los-que-no-debían-tener-voz-para-poder-representarla.  Esto es  un punto que los analistas no han considerado suficientemente:  una artista que  sustituye  la función partidaria de representar.  Obviamente, se trata de un  exceso simbólico propio de la época.  Es decir,  la fragilidad orgánica había llegado a tal punto, que una artista podía reclamar para si la función de sustitución partidaria.  Por cierto, es un exceso simbólico que habla de la precaria condición discursiva en que se encontraba la propia recomposición de fuerzas que se disputaban la función de “conducir” al movimiento social.

Estoy hablando del debate que Eltit intenta instalar en el Festival franco-chileno de video arte del 88,   argumentando en favor del miserabilismo tecnológico del  video doméstico en VHS, frente a lo que Jean-Paul Fargier  le retrucó que la crítica no residía en el uso de un video-de-pobre, sino en la des/narratividad.  Lo que Fargier no entendía era que Eltit reivindicaba la pre-eminencia ontológica de “nuestras prácticas”, que al parecer  se diluían en la narrativa de la Campaña del NO.

¿Dónde residiría lo experimental en esa cinta? , ¿En la imagen del beso a un indigente?, ¿En el empleo del VHS-doméstico en contra de los recursos industriales que exhibía la factura de los videos franceses? Y si vamos más atrás,  a 1979, ¿qué visos de experimentalidad  habría que reconocer en la proyección de imágenes diapositivas sobre una fachada, que luego eran fotografiadas para ser impresas?, ¿Cuál era el canon que estaban subvirtiendo, si lo que ocurría en términos estrictos era que algunos artistas chilenos habían entendido que ese era el efecto de su “giro vostelliano”, como condición  de  cumplimiento para su ingreso en la  “contemporaneidad”?

Me refiero a esta “incidencia” porque define muy bien la diferencia de estatuto en las discusiones sobre la especificidad video en 1988, que distan mucho de las que se habían planteado en 1981, cuando Leppe, por ejemplo, realiza la acción corporal que cierra  la primera versión del primer festival franco-chileno de video-arte.  Lo que ocurre es que no hay otra tentativa como la de Leppe, en el curso de ese quinquenio, y todos los esfuerzos  se concentran en la des/narratividad.

A diez años de  la acción de Eltit leyendo su novela en un prostíbulo, Leppe  realiza la acción de Madrid y de Trujillo (1987), y prepara la de Berlín (1989), poniendo en veremos una noción de experimentalidad  (Youngblood)  que en las artes visuales solo corresponde al cumplimiento de unas normas  ya instaladas en las bibliografías del arte internacional corriente, en el momento en que los principales “cultores” del video-arte chileno  programan las narrativas de la Campaña del NO y preparan su desembarco en la televisión de la primera transición.  



[1] Para información general, pero sobre todo para el uso de los estudiantes y colegas de Brugnoli, por “berniano” se entiende algo relativo a la obra de Antonio Berni. Resulta muy curioso que no haya habido en la escena chilena ninguna mención explícita a la existencia de esta obra, que incorpora al espacio del cuadro elementos objetuales y vestimentarios.  ¿No sería éste un elemento que haría pensar en la necesidad de un estudio sobre los objetualismos en el arte chileno y argentino de comienzos de la década del sesenta?