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miércoles, 3 de julio de 2019

PADRES



Al final, todo se reduce a una historia de (los) padres. Reducir, en términos culinarios consiste en dejar de manera voluntaria que el agua se evapore de un líquido para que éste adquiera una textura untuosa que facilite la concentración de los sabores. No funciona la metáfora cuando se deja olvidada la olla sobre el fuego y se evapora toda el agua. Las historias de padres deben ser evaporadas con el fin de concentrar las amarguras de una vida texturada por el delirio de la inscriptividad. En una cierta (dudosa) historia chilena de las obras esto ha pasado a ser un fenómeno que reproduce una pasión distintiva por la precursividad.

En el uso que hace Dittborn de la imagen de Benny Kid Paret en la serie de obras que va a titular Pietà -a comienzos de los años ochenta y que va a imprimir a todo lo largo de su carrera aeropostal-, hay una historia de padres. Sostengo que existe una fase no-aeropostal en la obra de Dittborn que resulta supra determinante. En cambio, la fase aeropostal ha sido infra determinada. En la foto de portada de Jaime Vadell, en el ya emblemático catálogo cosido a máquina de 1977 –delachilenapintura, historia- que reproduce la pose de un caballero-chileno-que-pinta, Dittborn hace una oda a la costura y al corte, porque el hombre de la pose ya sabe llevar la ropa puesta, y solo viene a confirmar la predicación por la cual “hay que tener ropa” para poder responder a la pregunta “¿con qué ropa?”

La ropa es un doble-de-cuerpo. Cuando descubrí los antiguos moldes McCall´s vendidos en una feria en Curitiba mientras montaba un envío chileno en la Muestra de Grabado me calzó perfectamente la hipótesis de asociarlos con los esquemas de corte de carne de res. Hay un corte argentino, un corte americano, un corte brasilero, un corte francés.  Pero todos los cortes remiten a la experiencia previa de un mapa de corte.  

Dittborn emplea  una vieja portada de revista VEA donde aparece impresa la imagen de un traje extendido sobre la mesa de comedor en una modesta vivienda, en la que velan a un pescador que ha desaparecido en el mar y cuyo cuerpo no ha sido recuperado. Brugnoli le reprochaba a Dittborn no emplear imágenes de detenidos-desparecidos. Dittborn nunca le respondió. No valía pena. Brugnoli nunca supo de distanciación. De modo que la exploración y la investigación en compraventas de fotografías “encontradas” le proporciona a Dittborn el argumento para hablar de la sustitución y de la sustracción de los cuerpos, de otro modo.  Brugnoli tendrá que recordar el tipo de objeción y el desprecio objetivo que tenía sobre el trabajo de Dittborn, en el auditórium de la CEPAL, cuando éste presentó el video “Lo que vimos en la cumbre del Corona”, en abril de 1982. Datos sobre los cuáles hay que elaborar distinciones mayores.  

Ahora bien: en el letrero que cuelga del cuello de Leppe en la performance de octubre del 2000 en el MNBA, hay otra historia de padres. Leppe caminaba de rodillas portando una pizarra en la que había escrito con tiza “yo soy mi padre”, en alusión disolutiva directa a la interpretación canónica del “cuerpo correccional”, donde las “maternaciones huachas” (a)firmaban la certificación de(l) abandono como condición referencial del arte chileno, mismamente.  Lo que no deja de ser un chiste duchampiano completamente fuera de lugar. Duchamp, en el arte chileno, siempre fue una cita a destiempo. Es muy probable que de la estrella tonsurada, Leppe haya leído primero solo a la estrella como vedette (la vida en rosa). La ingenuidad del título reside en que no hay corporalidad sin restricción.  Padre es una definición que se habilita como política de la  castración, en el discurso. En sentido contrario, en 1947 Antonin Artaud ya había señalado moi, Antonin Artaud, je suis mon fils, mon père, ma mère et moi.  Obvio: Leppe repite lo que Artaud había quebrado; es decir, el orden de las generaciones y la diferencia de los sexos. Obvio: se des-apropiaba  para excederse, al punto de devenir miembro genealógico de sí mismo. Lo que no se ha abordado nunca, sin embargo, es la pregunta por cual es esta hybris que conduce al cuerpo a romper con su propia condición.

Paso al relato sobre la tripulación francesa del Winnipeg (1939). Allí hay (también)  una historia de padres. Lo que no se ha abordado, sin embargo, es la pregunta por el fatum que conduce a los refugiados españoles a romper con su propia condición de desagregados y des/madrados. En la decisión de Juana Muller, para permanecer en Francia durante la guerra, hay otra historia de padres. Más aún, sabiendo que el suyo era negociante en textiles.

En la descripción del brazo mutilado que Eugenio Téllez reproduce en la pintura que todavía está en su taller de la rue Bichat, hay más historias de padres. Reinvertida y travestida, pero ahí está, como antecedente de una escena de conyugalidad desplazada, como cuando contrae matrimonio el día en que se firman los Acuerdos de Evian y que sellan otra historia general de separación y de abandono.

La trama de la novela de Alice Zaniter “El arte de perder”, es una historia de padres  que se despliega en el marco narrable de la guerra de Argelia, sobre los despojos de unos olvidos forzados en la historia del Estado, a propósito del destino dramático de fuerzas supletivas del ejército francés. De modo que, así como la reducción de los relatos conduce el trabajo de la lectura como un duelo, la supletividad remite al hueco incolmable de la política de reconocimiento. En la novela hay una escena en que los fellaghas obligan a los antiguos combatientes, que estuvieron en Monte Cassino, a devolver las medallas y las pensiones. Hubo uno de esos veteranos que se negó y fue degollado.

¿Por qué haber mantenido la pensión y las medallas? Simplemente, porque no estaba dispuesto a cortar una relación con la madre colonial. No hay manera de borrar de ese modo la historia, aun cuando se nos hiciera citar a Frantz Fanon pensando que la lucha anti-colonial tenía lugar en la comuna de La Florida como centro operativo de la saga local de Carlos Montes. 

Desde siempre tuve la certeza de haber sido fuerza supletiva de una completud definida como delegación subordinada de una sagrada escritura.  Tropas levantadas temporalmente para apoyar al ejército regular. Esa es la definición. Al parecer, los senegaleses de la primera guerra fueron más regulares que supletivos en las trincheras. Es decir, dieron regularmente su vida. El brazo de Cendrars sería una metáfora de las mutilaciones del espíritu, en esa coyuntura. Reproducido en la pintura de Téllez, marca a dimensión de su distancia crítica con el país paternizante de la poesía y de la pintura.

Cuando Téllez dejó Chile en 1960, lo despidieron poetas que nunca habían estado en Paris y que le recomendaban lugares como si hubiesen estado allí toda su vida. Se sabían la ciudad de memoria y anticipaban en el relato, el viaje por trasposición. En verdad, siempre estuvieron fuera, porque solo accedemos a las ciudades por el modo como éstas han sido nombradas en una escritura regular. Por eso, el turismo es siempre supletivo, aunque París no le hace ningún asco a los ocho millones de visitantes que recibe al año el Museo del Louvre.  

Hay una variante, en todo caso, en esta mención a las fuerzas supletivas, que remite a quien acude en ayuda de aquello que es incompleto o insuficiente. Acostumbrados a leer la discursividad lacaniano-platense ya sabemos que existe una palabra que designa todo esa incompletud acarreada: el fallo.  Verán, está escrito en viril. No en femenino. La falla es asociada a una perturbación geo-morfológica. O sea, igual: naturaliza a la mujer como cuenca. En cambio, cuando se escribe “el fallo” o “nuestros fallos” la cosa se pone dura, porque se refiere a la condición erectiva del Estado-Nación, cuya historia parece no ser más que el acto de hablar-por-la-herida. De ahí que el fallo sea la sobredosis de la letra “l”, para conjurar el temor a la caída-del-falo, como derrumbe simbólico. Regreso a la hipótesis de la reducción voluntaria, con que se da comienzo a esta columna. Esta solo puede concentrar la heroicidad seminal imaginaria  que instala a la oligarquía en lo real de su facultad enunciativa. Por eso, la exposición que hice en el 2000 en el MNBA –Historias de transferencia y densidad- coincidía con dos situaciones: la publicación de un libro sobre los nombres de las familias chilenas “fundadoras” y la promulgación de una nueva ley de filiación en la que se disolvía la distinción entre “hijo natural” e hijo legítimo.

miércoles, 29 de mayo de 2019

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El 1989, una delegación de artistas chilenos viajó a Berlín para participar en la exposición “Cirugía plástica”, organizada por la NBGK[1], que se puede traducir como “nueva sociedad para las artes visuales” y que subsistía gracias a insuficientes apoyos económicos del Senado de Berlín. Pero los artistas no sabían cómo era el gobierno de la ciudad, ya que la izquierda chilena cultural nunca estuvo muy interesada en los aspectos más decisivos de la guerra fría. Por lo general, tenían la excusa de privilegiar el análisis de la situación interna del país y de omitir sistemáticamente aquellos aspectos de una historia internacional compleja, que podría eventualmente poner en peligro la explotación de la victimación de rigor, severamente arruinada por el Triunfo del NO.

Además,   tampoco entendían el estilo democrático abierto de los miembros de una institución alemana que representaba una gran diversidad política. En este marco, estos habían formado un comité para organizar una exposición de arte chileno que reflejara el carácter de las luchas de acuerdo a una idea que ellos mismos se hacían de lo que podría significar la lucha contra la dictadura en el país. Lo cierto es que “ellos” denominaban “resistencia”  algo que imaginaban, probablemente en función de ensoñaciones insurreccionales. Cuando llegaron a Chile no se encontraron con un pueblo en armas, sino con una escena artística cuya única meta era ser reconocida en Nueva York.

Lo que no deja de ser curioso es que sus principales contactos, en Chile, pertenecían a lo que podríamos denominar “extrema izquierda” (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, Frente PRP). Sin embargo, lo “extremo” tampoco producía consenso nocional ni nacional.  De modo que la propia noción de “resistencia” poseía diversos grados de enunciación. De hecho, no era una palabra que se usara en el léxico político de la época[2]. Más bien, era de uso común el vocablo “oposición democrática”, para distinguirla de otro tipo de actividad que planteaba un tipo determinado de lucha insurreccional, independiente de su fundamentación programática, que no era compartido por la mayoría de la población.

Sin embargo, los llamados “alemanes” viajaron a Chile y prontamente comenzaron a reunirse con críticos y artistas que iban desde el comunismo disidente[3] hasta la oficialidad[4] de la oposición democrática a la dictadura. En el entendido que la disidencia señalada, lo es en función del abandono de una tesis insurreccional, pasando de este modo a formar parte de la oficialidad de la oposición. De tal manera, se armó un espacio de debate entre diversos actores que buscaban validar sus puntos de vista de manera excluyente. En el lado chileno, los conceptualistas no aceptaban de buen grado que “los alemanes” tomaran en consideración las obras de pintores neo-expresionistas y de colectivos de artistas que en la escena interna no tenían, en términos estrictos, el menor peso[5]. De este modo, la mirada de “los alemanes” modificó la correlación interna de fuerzas y es así como se explica la presencia en esta selección, de artistas que de otro modo jamás habían sido reconocidos, siquiera, en la propia escena artística. Al fin y al cabo, “los alemanes” impusieron su criterio y la lista fue cerrada haciendo caso omiso de las preferencias de los artistas conceptuales. Así y todo, estos últimos fueron los que viajaron a representar la oficialidad de la escena interna, porque tenían el monopolio del discurso, y además, porque el viaje formaba parte de las compensaciones después de no haber accedido a sus presiones.

Resulta sorprendente verificar en un mismo encuadre fotográfico a gente como Díaz, Leppe, Brugnoli, Errázuriz, que en el espacio interno apenas se saludaban. Lo único que tenían de común, en 1989, es que estuvieron en una misma fotografía, en lo que parecía ser una cafetería del museo.  La legitimidad de la fotografía en cuestión estaba determinada por la hospitalidad de “los alemanes” de la NGBK. Los chilenos no podían evitar “ser tomados” en el mismo encuadre.

Ahora: ¿Quiénes eran “los alemanes”? Por lo que recuerdo, había cuatro: Chris, Gunther, Ricardo y Darío. Empleo sus nombres de pila. No tenían apellidos. Estaban omitidos como un signo de cercanía que autorizaba una urgente familiaridad. Esta es una consideración a tener en cuenta a la hora de precisar los términos de la solidaridad política y artística manifestada[6].

Los dos primeros, apasionados, eruditos, buenos discutidores, con una amplia cultura de izquierda extra-parlamentaria alemana. Los dos últimos, hijos de exilados chilenos, que ya habían proseguido estudios de arte en Alemania y que compartían características semejantes con los primeros. Sin embargo, estaban autorizados y legitimados por lo que denominaré “gestión del dolor del exilio”, que los llevaba a extremar su ansiedad de conocimiento de la escena interna y de representar  a “los artistas sin voz”. Una cosa era común: aún en momento de máxima tensión, guardaban una amabilidad desarmante.

Fue hace dos años que, realizando una investigación sobre las obras de Leppe, me puse en contacto con Matthias Reichelt. Es curioso. Es el único que en la distancia pudo instalar su apellido. Eso no quiere decir que no conociera los apellidos de los otros, sino que me sorprendió que las familiaridades mantuvieran su intensidad y que la amabilidad en el seno de la contradicción diera paso a la formalidad de la historiografía. Todos ellos, finalmente, forman parte de una historia compleja, cuya reconstrucción nos compromete. Sobre todo, porque a su regreso de Berlín, los artistas chilenos no dijeron una sola palabra, fuera de anécdotas incompletas. Toda esa historia ha sido omitida por ellos mismos. Algunos de ellos han explotado su inclusión en el curriculum de carrera. Pero sigue siendo una extraña historia que nunca fue abordada  con rigor.  La exposición fue inaugurada en el momento de la caída del muro y ni aquí ni allá nadie la vio. Hay que pensar en las reseñas alemanas. Hay que recuperar los comentarios en la prensa cultural de la oficialidad cultural de la Oposición democrática. Prácticamente nada. Pero lo más grave, a mi juicio,  es que los artistas chilenos no pensaron jamás en la singularidad de Berlín. Solo sabían ser víctimas tardías de la guerra fría y eran incapaces de ponerse en el lugar del conflicto interno de la izquierda mundial. Entonces, ni lo vieron venir ni lo comprendieron. Pensando, por añadidura, que Berlin era sinónimo del mainsteam del arte contemporáneo, ya que viajaron llevando en la cabeza en discurso de la revista Flash Art.




[1] El 23 de junio tendrá lugar en Berlín un pequeño coloquio para celebrar las exposiciones organizadas por la NGBK, que fuera la institución responsable de la organización de la exposición “Cirugía Plástica”, que tuvo lugar en el Museo de Arte Contemporáneo de Berlín en septiembre y octubre de 1989. Invitado a participar, he resuelto hacer entrega anticipada de un conjunto de reflexiones tendientes a problematizar no solo el concepto de solidaridad artística y política, en esa coyuntura, sino a reconstruir desde la documentación efectiva y recursos orales, lo que fue una exposición de la que en Chile prácticamente no hubo mención, por más de veinte años.

[2] La palabra resistencia fue de uso común en el ambiente de exilados, que preferían su asociación a la lucha de la resistencia francesa, pudiendo de este modo sugerir que las fuerzas armadas eran fuerzas de ocupación en su propio país, lo que favorecía as llamadas “tareas de solidaridad”.

[3] Francisco Brugnoli

[4] Gonzalo Díaz
[5] Ciro Beltrán, Colectivo Royal de Luxe, por nombrar a algunos. Lo sorprendente de este asunto es que en la escena interna, jamás podría haber sido posible una exposición de este tipo. Los conceptualistas aceptaron a regañadientes la selección de “os alemanes porque consideraban que no hacían una correcta lectura de la escena interna. De este modo, “Cirugía Plástica” es una exposición que solo pudo ser realizada fuera del país, obligando a comparecer juntas, obras y artistas que en la escena interna no se reconocían. Por ejemplo, la obra de Ciro Beltrán fue relevada por un carácter pop criollo, que los conceptualistas ya habían desestimado como oportunismo estético, mientras la obra del colectivo Royal de Luxe era totalmente desconsiderada frente a la performatividad de Leppe. Sobre todo, que operaban en 1988, mientras que Leppe había realizado sus acciones más importantes entre 1980 y 1987. De este modo, “los alemanes” ejercieron una intervención sin precedentes en la escena interna, que redefinió temporalmente la visibilidad de unas minorías artísticas. Y por otro lado, favoreció el trabajo de Leppe, en función de la importancia de su trabajo anterior. De hecho, en Berlín, Leppe reprodujo una acción que ya había realizado en dos ocasiones anteriores, haciendo caso omiso de la singularidad berlinesa.  

[6] Empleo sin ingenuidad el vocablo “los alemanes”, que debe ser leído como una muestra de afecto. Durante la dictadura, decir en voz alta “los alemanes” era hacer referencia a “otros alemanes”, ya que la percepción que existía en el país era que la población de procedencia  alemana, que se había instalado en el sur desde la segunda mitad del siglo XIX, era en su gran mayoría partidaria de la dictadura. Así las cosas, “los alemanes” de la NGBK eran estos “otros alemanes”, no coloniales, que venían simbólicamente a buscarnos para conducirnos a la gloria del arte contemporáneo. Ciertamente, no era el propósito de la NGBK. Pero, en términos estrictos, tampoco los artistas entendían la posición minoritaria -en términos guattarianos-, que la NBGK representaba en la escena alemana.