Al final, todo se reduce a una historia de (los)
padres. Reducir, en términos culinarios consiste en dejar de manera voluntaria
que el agua se evapore de un líquido para que éste adquiera una textura untuosa
que facilite la concentración de los sabores. No funciona la metáfora cuando se
deja olvidada la olla sobre el fuego y se evapora toda el agua. Las historias
de padres deben ser evaporadas con el fin de concentrar las amarguras de una
vida texturada por el delirio de la inscriptividad. En una cierta (dudosa) historia
chilena de las obras esto ha pasado a ser un fenómeno que reproduce una pasión
distintiva por la precursividad.
En el uso que hace Dittborn de la imagen de
Benny Kid Paret en la serie de obras que va a titular Pietà -a comienzos de los años ochenta y que va a imprimir a todo
lo largo de su carrera aeropostal-, hay una historia de padres. Sostengo que
existe una fase no-aeropostal en la obra de Dittborn que resulta supra determinante.
En cambio, la fase aeropostal ha sido infra determinada. En la foto de portada
de Jaime Vadell, en el ya emblemático catálogo
cosido a máquina de 1977 –delachilenapintura,
historia- que reproduce la pose de un caballero-chileno-que-pinta, Dittborn
hace una oda a la costura y al corte, porque el hombre de la pose ya sabe
llevar la ropa puesta, y solo viene a confirmar la predicación por la cual “hay
que tener ropa” para poder responder a la pregunta “¿con qué ropa?”
La ropa es un doble-de-cuerpo. Cuando descubrí
los antiguos moldes McCall´s vendidos en una feria en Curitiba mientras montaba
un envío chileno en la Muestra de Grabado me calzó perfectamente la hipótesis
de asociarlos con los esquemas de corte de carne de res. Hay un corte
argentino, un corte americano, un corte brasilero, un corte francés. Pero todos los cortes remiten a la experiencia
previa de un mapa de corte.
Dittborn emplea una vieja portada de revista VEA donde aparece
impresa la imagen de un traje extendido sobre la mesa de comedor en una modesta
vivienda, en la que velan a un pescador que ha desaparecido en el mar y cuyo
cuerpo no ha sido recuperado. Brugnoli le reprochaba a Dittborn no emplear
imágenes de detenidos-desparecidos. Dittborn nunca le respondió. No valía pena.
Brugnoli nunca supo de distanciación. De modo que la exploración y la
investigación en compraventas de fotografías “encontradas” le proporciona a
Dittborn el argumento para hablar de la sustitución y de la sustracción de los
cuerpos, de otro modo. Brugnoli tendrá que recordar el tipo de
objeción y el desprecio objetivo que tenía sobre el trabajo de Dittborn, en el
auditórium de la CEPAL, cuando éste presentó el video “Lo que vimos en la
cumbre del Corona”, en abril de 1982. Datos sobre los cuáles hay que elaborar
distinciones mayores.
Ahora bien: en el letrero que cuelga del cuello
de Leppe en la performance de octubre del 2000 en el MNBA, hay otra historia de
padres. Leppe caminaba de rodillas portando una pizarra en la que había escrito
con tiza “yo soy mi padre”, en alusión disolutiva directa a la interpretación
canónica del “cuerpo correccional”, donde las “maternaciones huachas” (a)firmaban
la certificación de(l) abandono como condición referencial del arte chileno, mismamente. Lo que no deja de ser un chiste duchampiano
completamente fuera de lugar. Duchamp, en el arte chileno, siempre fue una cita
a destiempo. Es muy probable que de la estrella tonsurada, Leppe haya leído
primero solo a la estrella como vedette
(la vida en rosa). La ingenuidad del título reside en que no hay corporalidad
sin restricción. Padre es una definición
que se habilita como política de la castración, en el discurso. En sentido
contrario, en 1947 Antonin Artaud ya había señalado moi, Antonin Artaud, je suis mon fils, mon père, ma mère et moi. Obvio: Leppe repite lo que Artaud había
quebrado; es decir, el orden de las generaciones y la diferencia de los sexos.
Obvio: se des-apropiaba para excederse,
al punto de devenir miembro genealógico de sí mismo. Lo que no se ha abordado
nunca, sin embargo, es la pregunta por cual es esta hybris que conduce al cuerpo a romper con su propia condición.
Paso al relato sobre la tripulación francesa del
Winnipeg (1939). Allí hay (también) una
historia de padres. Lo que no se ha abordado, sin embargo, es la pregunta por
el fatum que conduce a los refugiados
españoles a romper con su propia condición de desagregados y des/madrados. En la
decisión de Juana Muller, para permanecer en Francia durante la guerra, hay
otra historia de padres. Más aún, sabiendo que el suyo era negociante en
textiles.
En la descripción del brazo mutilado que Eugenio
Téllez reproduce en la pintura que todavía está en su taller de la rue Bichat,
hay más historias de padres. Reinvertida y travestida, pero ahí está, como
antecedente de una escena de conyugalidad desplazada, como cuando contrae
matrimonio el día en que se firman los Acuerdos de Evian y que sellan otra
historia general de separación y de abandono.
La trama de la novela de Alice Zaniter “El arte
de perder”, es una historia de padres
que se despliega en el marco narrable de la guerra de Argelia, sobre los
despojos de unos olvidos forzados en la historia del Estado, a propósito del
destino dramático de fuerzas supletivas del ejército francés. De modo que, así
como la reducción de los relatos conduce el trabajo de la lectura como un
duelo, la supletividad remite al hueco incolmable de la política de
reconocimiento. En la novela hay una escena en que los fellaghas obligan a los antiguos combatientes, que estuvieron en
Monte Cassino, a devolver las medallas y las pensiones. Hubo uno de esos
veteranos que se negó y fue degollado.
¿Por qué haber mantenido la pensión y las
medallas? Simplemente, porque no estaba dispuesto a cortar una relación con la
madre colonial. No hay manera de borrar de ese modo la historia, aun cuando se
nos hiciera citar a Frantz Fanon pensando que la lucha anti-colonial tenía
lugar en la comuna de La Florida como centro operativo de la saga local de Carlos
Montes.
Desde siempre tuve la certeza de haber sido
fuerza supletiva de una completud definida como delegación subordinada de una
sagrada escritura. Tropas levantadas
temporalmente para apoyar al ejército regular. Esa es la definición. Al
parecer, los senegaleses de la primera guerra fueron más regulares que
supletivos en las trincheras. Es decir, dieron regularmente su vida. El brazo
de Cendrars sería una metáfora de las mutilaciones del espíritu, en esa
coyuntura. Reproducido en la pintura de Téllez, marca a dimensión de su
distancia crítica con el país paternizante de la poesía y de la pintura.
Cuando Téllez dejó Chile en 1960, lo despidieron
poetas que nunca habían estado en Paris y que le recomendaban lugares como si
hubiesen estado allí toda su vida. Se sabían la ciudad de memoria y anticipaban
en el relato, el viaje por trasposición. En verdad, siempre estuvieron fuera,
porque solo accedemos a las ciudades por el modo como éstas han sido nombradas
en una escritura regular. Por eso, el turismo es siempre supletivo, aunque
París no le hace ningún asco a los ocho millones de visitantes que recibe al
año el Museo del Louvre.
Hay una variante, en todo caso, en esta mención
a las fuerzas supletivas, que remite a quien acude en ayuda de aquello que es
incompleto o insuficiente. Acostumbrados a leer la discursividad
lacaniano-platense ya sabemos que existe una palabra que designa todo esa
incompletud acarreada: el fallo. Verán, está escrito en viril. No en femenino.
La falla es asociada a una perturbación geo-morfológica. O sea, igual:
naturaliza a la mujer como cuenca. En cambio, cuando se escribe “el fallo” o
“nuestros fallos” la cosa se pone
dura, porque se refiere a la condición erectiva del Estado-Nación, cuya
historia parece no ser más que el acto de hablar-por-la-herida. De ahí que el
fallo sea la sobredosis de la letra “l”, para conjurar el temor a la caída-del-falo,
como derrumbe simbólico. Regreso a la hipótesis de la reducción voluntaria, con
que se da comienzo a esta columna. Esta solo puede concentrar la heroicidad
seminal imaginaria que instala a la
oligarquía en lo real de su facultad enunciativa. Por eso, la exposición que
hice en el 2000 en el MNBA –Historias de
transferencia y densidad- coincidía con dos situaciones: la publicación de
un libro sobre los nombres de las familias chilenas “fundadoras” y la
promulgación de una nueva ley de filiación en la que se disolvía la distinción
entre “hijo natural” e hijo legítimo.