En la columna “Complejidades Regresivo-Progresivas” he
planteado la hipótesis acerca del olvido forzado por saturación de información pasteurizada. El olvido por saturación es una operación
curatorial que se ha hecho común en la “nueva investigación”, cuando vemos que
las exposiciones pasan a ser ilustraciones de tesis de maestría. O bien, de “guiones” formulados como ejercicios de violación de la
colección del MNBA, en que a las obras se las hace decir un programa de
recomposición académica tardía.
Para esto, el museo es una plataforma de acumulación de
fuerzas, que en el fondo, resulta irrisoria. Hay maneras de no violentar una
colección. La exposición “El bien
común” viene a ser la mejor expresión de
esta operación de re/visión subordinada
a un principio articulador sobre el que nadie ha puesto en duda presupuesto alguno.
Al leer los primeros párrafos del partido curatorial tenemos que rendirnos a la evidencia de un
consenso forzado sobre unos valores básicos que reproducen el mito de la
democracia chilena como avance ininterrumpido, salvo excepciones, pero que
pareciera ser nada más que la expresión de un tomismo consecuente. Y en eso,
Paula Honorato tiene toda la razón: pone en escena la escolástica de la
historicidad del arte, bajo la cobertura de una lectura contemporánea que sin
embargo se basa en la pre-contemporneidad de un concepto que destierra de sus
antecedentes la gran invención
sociológica de los años años sesenta, que de hecho, la desmentiría. Pienso,
nada más, en un libro que desarmó varios mitos de nuestra generación. Se
trataba de un ensayo sobre los militares en Chile y estaba escrito por Alain
Joxe, a fines de los sesenta. Me
pregunto qué habría de “bien común” en una interpretación forzada y volcada
hacia el campo de las actuales curatorías de conveniencia.
Entonces, ¿cómo justificar una exposición sobre y desde la
noción de bien común, recurriendo a obras que son utilizadas para hacer de síntoma para una
representación moralista del territorio
y del espacio público? Al parecer se
trata de demasiados objetivos para extraer de la ordenación de 140 obras de la
colección, con el supuesto forzado de que esta colección sería, justamente, la
expresión máxima del bien común,
dibujado en la filigrana de una historia plebeyizada, pero que da la
espalda a los efectos estéticos de las prácticas políticas que en 1964 instalaron la lectura
jesuítico-belga del bien común, en contra de la interpretación hispanizante del
padre Lira. Y eso que no me refiero a lo
que significó en esa coyuntura, la introducción de la lectura de los
existencialistas cristianos mientras Frei Montalva resistía la gran huelga del
Magisterio.
Entonces, ¿de qué bien común estamos hablando? Los
conceptos, las nociones, en fin, poseen también una historia; que corresponde a la historia de su
instalación en un léxico de época y que luego se transforma en la historia de
su usura. Esperamos que cuaje una historia del concepto para poder
realizar el calce interpretativo. Pero aquí, lo que tenemos es una experiencia
de descalce que sostiene una exposición convencional, no solo en lo ilustrativa sino en lo maniquea.
Responder a la pregunta sobre qué nos une y qué nos separa
mediante la “perversa” oposición de la
pintura de Pedro Lira y el montaje de Bernardo Oyarzún, solo puede
despertar una sonrisa adecuada sobre la corrección política de la asociación,
como si fuera una gran conquista curatorial anti-oligarca. Entonces,
Paula Honorato “actualiza” el efecto de Pedro Lira como el fantasma necesario que
justifica el montaje del Otro, pero no se da cuenta que esa operación reproduce
el complejo colonial que intenta desarmar por la misma vía.
Para entender esta operación hubiera sido necesario editar, a lo menos, las páginas
relativas al tema que aparecen en el libro de Josefina de la Maza. Sin embargo, no siempre las exposiciones son
buenas demostraciones de los capítulos de un libro. De paso, tendría que haber intermediado el hecho de que
la inauguración del edificio del MNBA como gesto de autoconciencia, coincide con la
publicación de “Raza chilena” de Nicolás Palacios. Lo cual nos conduce a pensar que la historia
de la noción que sostiene la muestra, o que al menos, la titula, está precedida
por una trama de escrituras que más
bien sostienen su contrario; es decir, la historia de un Mal Común.
Ya lo he dicho en otro lugar: incorporar una obra
“lejana” para hacerla “comparecer” junto a una obra contemporánea para hacerla “dialogar” ya es un “tic curatorial” del MNBA, que no retiene eficacia alguna. A menos que celebremos que
“Bajo sospecha” de Bernardo Oyarzún ponga bajo sospecha la ideología pictórica
de Pedro Lira como expresión de la oligarquía anti-balmacedista, en el marco
de una historia progresiva y paralela,
que combinaría “arte-y-política” y que culminaría con la política inclusiva de
la Presidenta Bachelet. Porque esta es la única manera de explicar la
coincidencia del montaje de “Bajo sospecha” con el regreso de “Werken” desde
Venecia. El MNBA hace el trabajo de
validación interna de un envío externo, demostrando al menos la coherencia de una política
exterior del arte chileno, como expresión de una política de Estado, que tomó
prestada para esta ocasión la retórica visual del Museo del Barro de Asunción.
La presencia inicializante de “Bajo sospecha” de Bernardo Oyarzún en la muestra no hace más que sintomatizar
la visibilidad de “las personas ajenas a la escena pública”. Lo cual define por extensión la dimensión de “lo
ajeno” del propio artista como condición de su ingreso a ella, bajo la garantía
del museo, que por esa vía reconoce una función vicarial, al convertirse en el lugar de la “Imagen-de-aquellos –que-no-tenían-imagen”.
De manera que bajo estas circunstancias, nadie podría negar la pertinencia de
semejante operación y no quedaría mas que saludar, como decía, la pasión
inclusiva del partido general de la muestra.
En este sentido, no puedo estar mas que de acuerdo con
Richard cuando señala en una cita que he recuperado de un texto de Claudio
Guerrero sobre el concepto y la práctica
de la “aeropostalidad” en Dittborn, que “el
progresivo ensanchamiento del canon literario ha contribuido a disolver los
contornos de lo estético en la masa de un sociologismo cultural que se muestra
sobre todo interesado en el significado antihegemónico de las nuevas
producciones leídas como documentos sociales y no en las maniobras estéticas
con las que su voluntad de forma reestiliza lo social.” (Richard 2002:161)
Dittborn, por ejemplo, que realiza “delachilenapintura, historia” en
1976, no necesita formular la hipótesis inclusiva, porque ha hecho estado de
la ausencia estructural como un significante imaginario que pone bajo sospecha –eso es
evidente- las formas de la reproducción de la historia de los cuerpos en la
pintura.
Hacer esa historia es hacer la historia de sus ausencias.
Pero también, señala una de las vías de su inclusión en la historia (nacional)
de la imagen a través de la fotografía señalética o judicial. El “otro” no ingresa (a la historia) por la
pintura, sino por la fotografía.
¿Pero Bernardo
Oyarzún no se da cuenta que Paula
Honorato lo convierte en el “tío Tom” del arte chileno?, ¿Quién podría estar en
desacuerdo con dicha inclusión vicarial, lo repito, para demostrar la dimensión
del oprobio representativo de Pedro Lira, poniendo en escena el poder
enunciativo de la oligarquía castellano-vasca? Eso es
todo lo contrario a tensionar la “idea
de Nación” desde una noción de comunidad que cuestiona la noción de bien común. El problema es que
la noción de comunidad es una noción sobre impuesta, que también omite las condiciones de su propia
formación y del empleo que se hace de ella como efecto de buena conciencia
artística. A menos que pensemos la
historia del arte chileno como efecto de caridad cristiana, avalada por
operaciones de “comunidades de base”, con el componente catecúmeno de rigor.
Resulta extremadamente convencional buscar en Pedro Lira al
representante evidente y eminente del ethos
racista de la oligarquía fundacional de Chile. Lo pintado remite al
significante seminal de la “raza”, que
se salta un siglo completo, solo para demostrar la expansión de la imagen del
“delincuente por defecto”, que a partir de la obra de Oyarzún, impone su
condición al conjunto del arte chileno progresivo, como una marcha ineluctable
hacia la transparencia de sus propósitos.
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