En la persecución de la letra, al pie, corresponde hacer una
que otra observación sobre la incomodidad que representa la presencia de un
texto -con anexo- de Sergio Rojas en el
catálogo “El Bien Común”, ya que
sorprendentemente, no dice una sola palabra sobre su ubicuidad en dicho formato
editorial.
Paula Honorato invita a escribir a un garantizador externo
esperando cubrir dos flancos; el de la filosofía vigilante y el de la historia
suplente. Sin embargo, al llegar al
empleo de la garantización filosófica debe conformarse con publicar un texto
antiguo de su mentor, con un anexo que tampoco le sirve de mucho. Al respecto es preciso saludar la lealtad
curatorial de Hugo Rueda. En concreto,
esta desafección curatorial de Rojas produce un desequilibrio
en la edición y desestabiliza la
eficacia de la operación de Honorato.
El texto re-publicado corresponde al que ya Sergio Rojas
había escrito en 1998, para acompañar la exhibición de “Bajo sospecha” Bernardo Oyarzún. Paula Honorato tuvo que soportar esta baja
colaborativa, pero estaba prisionera de
su insistencia curatorial por
instalar la obra de Bernardo Oyarzún
como el triunfo de la política de des/fundación de un discurso, que ya no tenía
el poder que se le atribuye. Pero lo que
sirve, a pesar de todo, es tan solo el epígrafe que expone mal una cita de
autoridad que debiera explicar el carácter estratégico del gesto de Bernardo
Oyarzún: “Y bien, ¿qué haremos con lo que nos hicieron?”, que parece ser una
modificación de “somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”, que
podría haber sido la consigna explícita
de “El Bien Común”[1].
El texto de Sergio Rojas reproduce el sentido común filosófico que sobre las nociones de “bajo sospecha” y “retrato-hablado” ya se han
instalado como referentes en la crítica de arte desde la obra de Dittborn. Pero
de eso no hay ninguna mención. Todo
ocurre como si no existieran
antecedentes que ya han abierto el camino a unos conceptos y unas
prácticas que, sin embargo, poseen claras
condiciones de aparición: somos lo que somos desde lo que las condiciones técnicas de transferencia de la imagen hicieron
de nosotros.
Cuando uno acepta escribir en el surco abierto por otros
esta consideración parece evidente. Pareciera
que las referencias no hubiesen existido, ni siquiera como condición de la
propia obra de Oyarzún. Pero lo que importa aquí son las consecuentes menciones a dichos
probatorios de la cultura popular (las apariencias engañan), para señalar al sujeto que podría ser un transgresor de las reglas,
mediante un recurso brillante que
reproduce el acuerdo tácito que persigue todo “bien común”: “no romper las
reglas”. Pero Rojas hace que Oyarzún
rompa las reglas del arte, porque proporciona el “contenido real” a aquellas
formas de presencia de la imagen, que al ser empleadas por Dittborn, recibían
desde el Taller de Artes Visuales la acusación de no ocuparse de la imagen de los
detenidos-desaparecidos.
Rojas trae consigo el rencor reivindicativo del propio TAV,
pero con casi dos décadas de
retraso. Es preciso recordar al respecto
la refriega de mayo de 1981 en el auditorio de la CEPAL para entender lo que
estoy diciendo. En su ocasión les puedo hacer el relato de dicha refriega. Rojas escribe en 1998, en plena transición interminable,
donde el “discurso de la exclusión” ocupa el interés de la reposición académica
en las letras del arte. No queda claro hasta qué punto un texto de 1998 expone
su utilidad en una re/posición de escena curatorial, formulada en el 2018,
cuando las condiciones de emisión y de circulación han cambiado radicalmente.
Entre ambas fechas está la exposición del 2000 en el MNBA,
donde el cuadro de Mulato Gil cumple una función relativamente análoga a la función que Paula
Honorato pretende hacer cumplir a “Bajo sospecha”. Finalmente,
cuando un curador solicita un texto instala una exigencia implícita que
en este caso no fue cumplida; a saber, garantizar el punto de vista. Lo que
hace este texto, simplemente, es re/validar la obra, lo que está muy bien, pero
no funcionaliza el vínculo con la exposición de Honorato, y en esa medida solo expone
su reticencia. El tema es que la
curadora no tuvo el poder de retirarlo y de ensayar por si misma la
conexión programática de su conveniencia.
Resulta ejemplar -por
no decir magistral- la consideración que
fabrica Rojas en un nivel que denominaré de Generalidad I, donde expone el pretexto disciplinar que
convierte en “careo” toda tentativa de verosimilitud, destinada a hacer calzar
al individuo –bajo sospecha- con la matriz del retrato-hablado, dando pie a la
apertura de una Generalidad II, que expone
-a su vez- la lógica de
construcción del “parecido de familia”.
Entonces, lo que hace es demostrar la (e)videncia ejercida por las condiciones de exclusión que
definen las condiciones de la filiación.
En la sospecha de un individuo, lo que cubre es la condena de la filiación en su conjunto; que es lo que se quería demostrar. La
consecuencia discursiva es una jugada lexical entre “bien común” y “lo
común de unos delitos” que entra a operar
como generadora de caracteres reparatorios, en el seno de una historia convertida en relato de su
inversión consecuente. La delación de la
imagen de origen proviene de Lombroso y no está mal declarar
de donde vienen las cosas, para poder señalar que la construcción de cada
rostro supone “una versión desviada de
si mismo” (p. 55).
Sin embargo, el “tema” no es la matriz del retrato-hablado,
sino la variante declinatoria de la “parentela”; es decir, de aquellos “que son
como él” y comparten los rasgos convertidos en indicios discriminantes. Si bien Rojas declara que es “lo común de sus
rasgos” lo que hace a Bernardo
Oyarzún un sospechoso, no reconoce esta exclusión como un efecto de distinción
Estatal de lo común, justamente, a nivel de la determinación de los rasgos de
la otredad. Ya en la comuna de Paris,
los versalleses reconocieron a los miembros de la Comuna a través de las
fotografías, y así los mandaron a fusilar. De modo que se requiere de un lugar para
instalar “lo especial” desde donde establecer el principio regulador; que como
ya se sabe, define la práctica
tecnológica del inculpamiento, antes
incluso que se cometa un delito. El solo hecho
de ser “puesto para la foto”
inculpa potencialmente al sujeto, en
función de un contrato implícito
mediante el cual el aparato de(l) Estado clausura el “calce” con las
medidas que distinguen lo normal de lo patológico.
No es del todo claro, sin embargo, que por este trabajo
Bernardo Oyarzún realice la des/construcción de las matrices, como propone el
texto de Rojas. Por el contrario: mediante el decurso del album familiar y su
conversión en árbol genealógico verosímil,
lo que hace es remitir al origen
como excepción, pero no como origen común. De modo que malamente podría poner de
manifiesto las paradojas de lo
“políticamente correcto”, sino que las expresaría eficientemente como
ideología de progreso en una
época signada por la defensa de los
derechos humanos.
No hay -en la obra de
Oyarzún- una exploración destinada a
poner al espectador en una posición de autoreflexión crítica, porque dicha
solicitud ha pasado a formar parte de un arte de la corrección
que explota el efecto simbólico de los márgenes y de las memorias
minoritarias.
A juicio de Rojas, lo contemporáneo del trabajo de Oyarzún
residiría en la renaturalización de los
códigos que definen el “régimen de las artes” en la formación artística
chilena. Justamente, porque los artistas y los curadores “progresistas” saben
demasiado bien en qué consisten “los códigos
instituidos que conforman nuestra manera de percibir” , que promueven bajo la forma expresiva de una crítica institucional internacionalmente aceptada, las nuevas
condiciones de un Arte de Estado.
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