sábado, 17 de marzo de 2018

BAJO SOSPECHA


En la persecución de la letra, al pie, corresponde hacer una que otra observación sobre la incomodidad que representa la presencia de un texto  -con anexo- de Sergio Rojas en el catálogo  “El Bien Común”, ya que sorprendentemente, no dice una sola palabra sobre su ubicuidad en dicho formato editorial.

Paula Honorato invita a escribir a un garantizador externo esperando cubrir dos flancos; el de la filosofía vigilante y el de la historia suplente.  Sin embargo, al llegar al empleo de la garantización filosófica debe conformarse con publicar un texto antiguo de su mentor, con un anexo que tampoco le sirve de mucho.  Al respecto es preciso saludar la lealtad curatorial de Hugo Rueda.  En concreto, esta  desafección  curatorial de Rojas produce un desequilibrio en la edición y  desestabiliza la eficacia de la operación de Honorato.

El texto re-publicado corresponde al que ya Sergio Rojas había escrito en 1998, para acompañar la exhibición de  “Bajo sospecha” Bernardo Oyarzún.  Paula Honorato tuvo que soportar esta baja colaborativa, pero estaba prisionera  de su  insistencia curatorial por instalar  la obra de Bernardo Oyarzún como el triunfo de la política de des/fundación de un discurso, que ya no tenía el poder que se le atribuye.  Pero lo que sirve, a pesar de todo, es tan solo el epígrafe que expone mal una cita de autoridad que debiera explicar el carácter estratégico del gesto de Bernardo Oyarzún: “Y bien, ¿qué haremos con lo que nos hicieron?”, que parece ser una modificación de “somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”, que podría haber sido la consigna explícita  de “El Bien Común”[1].

El texto de Sergio Rojas  reproduce el sentido común filosófico  que sobre las nociones de  “bajo sospecha” y “retrato-hablado” ya se han instalado como referentes en la crítica de arte desde la obra de Dittborn. Pero de eso no hay ninguna mención.  Todo ocurre como si no existieran  antecedentes que ya han abierto el camino a unos conceptos y unas prácticas que, sin embargo, poseen claras  condiciones de aparición: somos lo que somos  desde  lo que las condiciones  técnicas de transferencia de la imagen hicieron de nosotros.  

Cuando uno acepta escribir en el surco abierto por otros esta consideración parece evidente.  Pareciera que las referencias no hubiesen existido, ni siquiera como condición de la propia obra de Oyarzún.   Pero lo que importa aquí  son las consecuentes menciones a dichos probatorios de la cultura popular (las apariencias engañan), para señalar  al  sujeto  que podría ser un transgresor de las reglas, mediante un recurso brillante  que reproduce el acuerdo tácito que persigue todo “bien común”: “no romper las reglas”.  Pero Rojas hace que Oyarzún rompa las reglas del arte, porque proporciona el “contenido real” a aquellas formas de presencia de la imagen, que al ser empleadas por Dittborn, recibían desde el Taller de Artes Visuales la acusación de no ocuparse  de la imagen de los detenidos-desaparecidos. 

Rojas trae consigo el rencor reivindicativo del propio TAV, pero con  casi dos décadas de retraso.  Es preciso recordar al respecto la refriega de mayo de 1981 en el auditorio de la CEPAL para entender lo que estoy diciendo. En su ocasión les puedo hacer el relato de dicha refriega.  Rojas escribe en 1998, en plena transición interminable, donde el “discurso de la exclusión” ocupa el interés de la reposición académica en las letras del arte. No queda claro hasta qué punto un texto de 1998 expone su utilidad en una re/posición de escena curatorial, formulada en el 2018, cuando las condiciones de emisión y de circulación han cambiado radicalmente.  

Entre ambas fechas está la exposición del 2000 en el MNBA, donde el cuadro de Mulato Gil cumple una función  relativamente análoga a la función que Paula Honorato pretende hacer cumplir a “Bajo sospecha”.  Finalmente,  cuando un curador solicita un texto instala una exigencia implícita que en este caso no fue cumplida; a saber, garantizar el punto de vista. Lo que hace este texto, simplemente, es re/validar la obra, lo que está muy bien, pero no funcionaliza el vínculo con la exposición de Honorato, y en esa medida solo expone su reticencia.  El tema es que la curadora no  tuvo el poder  de retirarlo y de ensayar por si misma la conexión programática de su conveniencia. 

Resulta ejemplar  -por no decir magistral- la consideración que  fabrica  Rojas en un nivel  que denominaré de Generalidad I,  donde expone el pretexto disciplinar que convierte en “careo” toda tentativa de verosimilitud, destinada a hacer calzar al individuo –bajo sospecha- con la matriz del retrato-hablado, dando pie a la apertura de una Generalidad  II, que  expone  -a su vez-  la lógica de construcción del “parecido de familia”.  Entonces, lo que hace es demostrar la (e)videncia  ejercida por las condiciones de exclusión que definen las condiciones de la filiación.

En la sospecha de un individuo, lo que cubre es la condena  de la filiación en su conjunto;  que es lo que se quería demostrar. La consecuencia  discursiva es  una jugada lexical entre “bien común” y “lo común de unos delitos”  que entra a operar como generadora de caracteres reparatorios, en el seno de  una historia convertida en relato de su inversión consecuente.  La delación de la imagen  de origen  proviene de Lombroso y no está mal declarar de donde vienen las cosas, para poder señalar que la construcción de cada rostro  supone “una versión desviada de si mismo” (p. 55).  

Sin embargo, el “tema” no es la matriz del retrato-hablado, sino la variante declinatoria de la “parentela”; es decir, de aquellos “que son como él” y comparten los rasgos convertidos en indicios discriminantes.  Si bien Rojas declara que es “lo común de sus rasgos” lo que hace a  Bernardo Oyarzún  un sospechoso, no reconoce esta   exclusión como un efecto de distinción Estatal de lo común, justamente, a nivel de la determinación de los rasgos de la otredad.  Ya en la comuna de Paris, los versalleses reconocieron a los miembros de la Comuna a través de las fotografías, y así los mandaron a fusilar.  De modo que se requiere de un lugar para instalar “lo especial” desde donde establecer el principio regulador; que como ya se sabe,  define la práctica tecnológica del inculpamiento,  antes incluso que se cometa un delito. El solo hecho  de  ser “puesto para la foto” inculpa potencialmente al sujeto,  en función de un contrato implícito  mediante el cual el aparato de(l) Estado clausura el “calce” con las medidas que distinguen lo normal de lo patológico. 

No es del todo claro, sin embargo, que por este trabajo Bernardo Oyarzún realice la des/construcción de las matrices, como propone el texto de Rojas. Por el contrario: mediante el decurso del album familiar y   su conversión en árbol genealógico verosímil,  lo que hace es remitir al origen como excepción, pero no como origen común.  De modo que malamente podría poner de manifiesto  las paradojas de lo “políticamente correcto”, sino que las expresaría eficientemente  como  ideología de  progreso en una época  signada por la defensa de los derechos humanos. 

No hay  -en la obra de Oyarzún- una exploración  destinada a poner al espectador en una posición de autoreflexión crítica, porque dicha solicitud ha pasado a formar parte de un arte de la  corrección  que explota el efecto simbólico de los márgenes y de las memorias minoritarias. 

A juicio de Rojas, lo contemporáneo del trabajo de Oyarzún residiría en  la renaturalización  de los códigos que definen el “régimen de las artes” en la formación artística chilena. Justamente, porque los artistas y los curadores “progresistas” saben demasiado bien en qué consisten “los códigos instituidos que conforman nuestra manera de percibir” ,  que promueven bajo la forma expresiva de una crítica institucional  internacionalmente aceptada, las nuevas condiciones de un Arte de Estado. 



[1] https://www.youtube.com/watch?v=bzzsoMyO_VU

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