La hipótesis de construcción retro/versiva de criminalidad
de una pintura como “Fundación de Santiago”, proviene de la cristalización de
una imagen que ha terminado por afectar la propia analítica de quienes la
sostienen. Es lo que ocurre cuando se reduce la pintura a una imagen y se
dramatiza la posición del género como “pintura de historia”. Semejante posición
aparece desde el primer párrafo del ensayo –“La Fundación de un Imaginario”- con
que Hugo Rueda participa en el catálogo de la exposición “El Bien Común”. Valga preguntarse cual es el peso real que
tenía la “pintura de historia” en la
obra de conjunto de Pedro Lira y si, efectivamente, se puede hablar de
la especificidad de una “pintura de historia” en la historia de la pintura
chilena. Todo parece indicar, sin embargo, que el comienzo del ensayo se
propone desmontar la lógica de la cédula
que es declarada insuficiente. Porque impide descifrar los movimientos que la
imagen configura, sin aclarar que dicha configuración, más que nada, depende de
la posición construida por el ensayista para justificar la criminalización de
la pintura, desde una posición completamente anacrónica.
El recurso a un argumento de autoridad -Warburg y Didi-Huberman- introduce el
tratamiento de la noción de “fundación” sin por ello abordar las bases
ideológicas del “fundacionalismo” de Vicuña Mackena, calificado como fuente
literaria de la que la pintura de Pedro Lira no sería más que una
ilustración. Pero lo que anuncia no es
trabajado, sino como amenaza discursiva, donde el solo enunciado parece
suficiente como argumento descalificador, que no considera la posibilidad
siquiera, de que la realización de esta “pintura de historia” sea una excepción
por exceso de la mirada oligarca del propio pintor, que no hace necesario que
esta pintura sea “acusada” de “pintura de historia”, en la medida que todo lo
que pinta Pedro Lira es la pintura del dominio de la clase a que
pertenece.
Pero si nos ponemos “creativos”, resulta que encontrar en
esta pintura “la imagen condensada y
contenedora de un amplio repertorio de discursos (…) asociados a la
construcción de una idea de la nación
(…) que se funda y se fundamenta en la llegada hispana” (p. 44),
favorece la hipótesis por la cual toda la historiografía conservadora dependería
de esta imagen pictórica que, de manera invertida, le atribuiría a la obra de
Pedro Lira el poder de definir la fundación de la nación. Y la exposición “El Bien Común”, en
consecuencia, vendría a marcar un hito
en la crítica a la noción de nación, por un lado, y el
desmontaje de la hipótesis de la preeminencia hispánica. Sin embargo, estas
consideraciones son ya han sido suficientemente sostenidos por el trabajo de
los historiadores desde hace muchas décadas. La presencia de este argumento
re-constructor, que apunta a determinar
el peso de este espécimen de “pintura de
historia” en la instalación de una “historia general de la exclusión”, no hace más que denotar el retraso del
trabajo de historia, propiamente, en el “trabajo” de la historia del arte
chileno. No se puede pretender que esta
última sea un reflejo de un compendio de historia de las ideas, cuando en la
formulación de la exposición no se plantea siquiera una aproximación crítica al
propio concepto de Bien Común.
En relación a lo anterior, lo que sostengo es que el texto
de Hugo Rueda, historiador, proporciona los “fundamentos” de un trabajo
analítico en el que, al parecer, ni siquiera se considera necesario definir el
estatuto del “observador chileno” como “resultado de un conjunto de condiciones
históricas”. Terreno en el que se
cometen algunos contrasentidos que provienen del hecho de tomar en
consideración períodos extensos, mencionando situaciones que de su asociación
no se puede concluir lo que se concluye. Conectar 1849 y 1880 como si fueran
dos momentos que marcan la materialización
de un repertorio de imágenes nacionales, hace pensar en la existencia de
un “comité conspirativo” que en la sombra del poder simbólico determinaba la
construcción de la noción de “patria”. Sin embargo, menciono esas fechas porque
son levantadas como hitos delimitadores de una escena en la que, lo menos que
podemos considerar, transcurren tres décadas. Lo menos que podemos pensar es
que en el curso de éstas, existían probablemente discontinuidades. Sobre todo, en el terreno de las
transferencias artísticas, particularmente entre 1849 y 1880. Menciono, al
menos, lo que significa Monvoisin, en la auto-consciencia de la oligarquía. Sin embargo, no hay una sola mención a la
guerra del Pacífico. Porque si la
pintura de Pedro Lira fue realizada en 1888, estamos en un ambiente político de
post-guerra que ya anticipa los rasgos de degradación política que ponen en
cuestión la unidad de clase en el seno de la propia oligarquía y que va a
conducir a la guerra civil. De modo que
la eficacia de la pintura parece no estar asegurada respecto de la unidad
simbólica en juego.
En efecto, los autores
de los textos y los responsables de la exposición desconocen si quienes promovieron la inserción de la pieza
en el repertorio de imágenes nacionales
“calcularon el poder” que ésta lograría.
Bastante escaso dicho poder, si no logra
siquiera afirmar la unidad de la
élite en 1891. O bien, la pintura tendrá
que ser acusada por anticipar el triunfo
de la fracción vencedora en dicha guerra.
El poder de convertir una pintura en el significante
explicativo de una historia que se “funda” a si misma como expansión del
deseo de unos sujetos “fundadores”, corresponde más que nada al deseo de reparación historiográfica de los
responsables de la exposición, que a un trabajo de reflexión sobre las condiciones de
legibilidad de unas imágenes que deben su eficacia al embrollo que el propio
equipo curatorial fabrica con unos “saberes transmitidos y dislocados” (p. 46).
El problema que estos
catálogos plantean es que bajo su condición de herramientas de
mediación, plantean hipótesis que ni la academia ni la crítica
independiente toman en consideración, y
que generaciones de estudiantes comienzan a repetir como verdades ya
adquiridas, sin que por ello podamos
establecer las condiciones de un debate
crítico, porque lo que está en juego, finalmente, no es ni siquiera la pintura
de Pedro Lira, sino la
unidimensionalidad de los saberes transmitidos por la exposición, que en
la premura de su puesta en circulación,
lo único que aseguran es la eficacia
operativa de un “nuevo” canon. Aunque
no tendría nada de “nuevo”, sino que
vendría a consolidar los prejuicios
metodológicos de la historia de Galaz/Ivelic; solo que ahora, puestos al servicio
de una discurso manifiestamente “inclusivo”
de la historia.
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