domingo, 5 de noviembre de 2017

FRANCESCA LOMBARDO



Francesca Lombardo, mi amiga más querida, ha muerto.  Nos conocíamos desde el colegio, cuando participábamos en  grupos de reflexión de estudiantes de diversos colegios y hacíamos jornadas de educación social y sentimental, siendo adolescentes. Después, ingresó a estudiar Derecho en la Pontificia Universidad Católica. Allí conoció a unos compañeros entrañables, inseparables: Antonio Moreno y Radomiro Spotorno. Todo, además de estudiantes de Leyes, poetas. Miraban la política, un poco, desde la vereda de enfrente y se reían de mi candidez organizacional. Pronto entenderíamos lo que era practicar la heterogeneidad  contra la Ley. Formaron parte del grupo de estudiantes que se rebeló contra el dogmatismo de la enseñanza integrista del Derecho y pagaron un alto costo por ello. De esto, los estudiantes no saben nada. Podrían preguntar, siquiera. Se trató de la puesta en marcha de un programa cuyo nombre o recuerdo pero que terminó dirigiendo José Antonio Viera-Gallo. Esto será pre-historia (impura) de la reforma universitaria. Habrá que hacerla. 

Francesca Lombardo se cambió a Filosofía, en tercer año.  Entonces, mientras yo leía  la poesía de Cardenal, ella iba por León Felipe. Pero luego, se puso más densa  aún y entró en la lectura de una lista de “poetas malditos” que me iba cambiando según las conveniencias  de un presente en que la desconfianza en la entidad política orgánica referencial se consolidó en nosotros llegando a ser un santo-y-seña. Hasta que nos encontramos en  Paris,  antes de que iniciara sus estudios de psicología clínica. Primero terminó filosofía en Sorbonne y me hizo conocer a sus profesores, lo que implicaba nuevas bibliografías  que fortalecían nuestra desconfianza en el sujeto político:  sobre todo J.P. Vernant.  Había que ir a los orígenes de la escena que produjo la idea de “representación”. Por eso, después, su pasión teatral, que la llevó a vivir, creo, sus mejores años de producción, en la cercanía de Alfredo Castro. Pero todo venía de allí:  de los “comienzos” de la democracia griega y la educación de los cuerpos. El resto venía por añadidura. Lo sabíamos, como cuando me llevó, en otro viaje, en otra circunstancia, a una conferencia de Piera Aulagnier y me insistía en que era la mujer de Cornelius Castoriadis. De nuevo,  nos acechaba la reflexión sobre los “orígenes”. Por eso, siempre, la construcción de la escena como un concepto freudiano de los comienzos, a partir de cuyo conocimiento y comentarios nos reíamos de buena gana de la candidez teórica de quienes tomaban la noción de escena como una  “appellation  d´origine controlée”.

Bastaba que paseáramos por un barrio de comercio de muebles, donde se exhibían dormitorios completos, para que comenzara a hacer chistes sobre la “horda prmitiva” y “la novela familiar”, al punto que nos hicimos expertos en organización de bibliotecas y en interiores de piezas; de habitaciones. No es que tuviéramos grandes bibliotecas, que por momentos, en nuestra vida, las tuvimos, sino que la organización del mobiliario era un momento crucial en la fijación de nuestra atención sobre determinados modelos de producción de subjetividad.  Por eso, uno de sus obsequios, cuando trabajé en Valparaíso, fue una “historia de la pieza”.  Lo cual era el gesto más historiográficamente perecquiano que podía esperar de ella.  

Regresó en un momento a Chile y entró a trabajar en la “sindicatura de quiebras”.  No podía ser más exacto, me dijo, a juzgar como está el país.  Y pensaba en Don Francisco, como epítome del “fascismo ordinario”, que de hecho, era una noción francesa que adaptábamos a nuestro antojo. Leíamos cómo se leía, en Chile, a Kristeva, como ya habíamos sido testigos de las lecturas de Santo Tomás y de “la Harnecker”: dogmas eficaces. Risibles.  Y así, me dijo, “sindicatura”. O sea,  el crítico de arte como un síndico de quiebras! No, le dije, yo, más bien el curador, ya que el portugués el mismo concepto era “curador de falencia”. ¡Que belleza de lenguaje! El curador de arte sería algo así como un administrador de (la) falla simbólica de una escena. Es decir, la escena, toda escena, no sería sino la reconstrucción de las condiciones-de-falla. ¡Por eso se dedicó al teatro!






Pero antes, de la sindicatura, terminó regresando a Paris, para terminar lo que había comenzado: una maestría en psicoanálisis. Fue cuando llegué a su casa, en Mairie d´Ivry y “escribí este ensayo contra el gobierno por el que estoy preso”.  Es un chiste entre nosotros. Era un verso de Cardenal, que ya nos parecía jocoso. Solo que fue en su casa que, mientras ella escribía su memoria sobre “Mitomanía, cleptomanía y homosexualidad”, yo redactaba el ensayo sobre la obra que G. Díaz produjo en 1988: “Banco (Marco) de Pruebas”. El ensayo llevaba por título, “Sueños privados, mitos públicos”, y sería el primer antecedente para el segundo ensayo, cinco meses después,  pero cuyo título sería una declinación del primero: “Sueños privados, ritos públicos”, sobre “Lonquén 10 años”. Todo partió en la casa de Francesca Lombardo, discutiendo con ella sobre las excedencias que los artistas visuales se permitían ejercer en el terreno de lo visible. Por eso, prefería el teatro, como un espacio de retención de dicho exceso, porque la gestión de la palabra obligaba a modeular el gesto  singular de una corporalidad que lo portaba. Lo que era, también, un francesismo compartido: “la parole portée”.  De ahí, el “porteur-de-parole”: portador de palabra.  Pero más que nada, era aquel que la “colocaba” en otro lugar, en el sentido de ser portador de una palabra acarreada, que provenía de nuestra aflicción por las “sombras acarreadas” que anticipan los conceptos. Eso era Francesca; una persona  cuya sombra acarreada  anticipaba los conceptos.


Francesca Lombardo ha muerto.

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