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lunes, 25 de febrero de 2019

PALABRAS ACARREADAS



En un correo eficaz, Edgardo Neira me recomienda no clavar la pintura de Gracia Barrios, sino que (simplemente) la cuelgue. Lo grave es que me pone en relación con un recuerdo de infancia –otro más- que viene a confirmar lo que ya le manifesté a Juan Carlos Ramírez en la reciente entrevista para Revista Capital. Respecto de la francofilia penquista de base, debo repetir el relato que en alguna ocasión ya he sostenido. Nunca fui un buen estudiante. Solo hablaba bien en francés y con eso (suponía) me bastaba. Craso error. De este modo, por mi incomprensión de lo real me pasé muchas veces en la oficina del inspector general.

A veces, este me hacía esperar frente a reproducciones en blanco y negro de pinturas de los museos de Francia, que decoraban el sitio. Había una, en particular, que llamaba mi atención. Esto ya lo he contado. Era una pintura de François Clouet, “Retrato de Elisabeth de Austria” (1571), esposa de Charles IX. No puedo dejar de mencionar que este es el rey sindicado como responsable de la masacre de la Saint-Barthélemy.  Todo esto se relaciona con nuestra escena local. Hay una pintura realizada por Monvoisin en 1834, relativa a la muerte de Charles IX. Es de las pocas pinturas por lo que se le recuerda en Francia y sirve para ilustrar este acontecimiento. Resulta inquietante el hecho de confirmar que en el origen del viaje a Chile, no solo está la hipótesis del conflicto conyugal, como ya se sabe, sino que Monvoisin no tenía lugar en Francia. Tenía que venir a “hacerse (de) un lugar” en un país en el que todavía no se había introducido el claro-oscuro.





De no creer: en la pintura de Monvoisin aparece pintada Elisabeth de Austria, tratando de consolar al rey moribundo, mientras su madre –Catherine de Medicis- le exige la firma del documento por el que éste la debe nombrar su regenta. Charles IX la mira con horror. Su retrato habrá sido realizado a partir del que ya había pintado François Clouet. ¡De nuevo! El mismo pintor del retrato de la reina.  Solo que Charles IX morirá exudando sangre a raíz de una extraña enfermedad, además de la tuberculosis. Sudor de sangre que algunos comentaristas le atribuyen que corresponde con su responsabilidad en la masacre. En la escena aparece señalando con el dedo una de las ventanas del castillo de Vincennes, por donde penetra la luz (de la verdad) que lo perseguirá hasta su muerte.



El hecho es que en el colegio siempre me ponían de pie, frente a la pintura de François Clouet, de la que me impresionaba tanto la tersura de la piel de Elisabeth como la exquisitez representativa de su vestuario. La elaborada carnación y la abigarrada factura del vestido me hacían tomar distancia para mitigar la humillación escolar. Siempre me salvó esa pintura, que dejé de ver cuando mi familia tuvo que emigrar a Santiago y experimenté el primer exilio; el abandono forzado de la tierra natal.

Hasta que un buen día, en segundo año de la universidad, recuperé el hilo de aquello que me tenía clavado y que, en cierto modo, definía mi filiación contra-hecha. El nombre del pintor era François Clouet. Pero se pronuncia como “cloué”; como un clavo. François me tenía clavado. Con la ventaja, además, que en la configuración de la letra presentaba una cedilla. Siendo esa una de las razones de por qué estoy clavado por la lengua francesa.  He mordido el anzuelo. La cedilla es un anzuelo que permite arrastrar las palabras. Como si se dijera que existen “les mots portés” de la misma manera como Da Vinci escribe que existen las sombras acarreadas.

Entonces, existirían para mí, palabras acarreadas gracias a este anzuelo que retiene el sentido en la boca misma. ¿No será mucho? Entre esas palabras que anticipan las sombras de un pensamiento encontré el fragmento en el que Lévi-Strauss elabora su teoría del arte como modelo reducido. Ahí, entonces, en el librillo publicado por FCE bajo el título de “Pensamiento Salvaje”, encontré la reproducción en blanco y negro del retrato que me tenía “cloué”.

Me he dado todo este trabajo para responder a Edgardo Neira y decirle que Gracia Barrios me ha tenido clavado desde que me he ocupado de su obra; en el entendido que lo hice porque ya me había clavado con el anzuelo de la polisemia, en pintura.

En la pared de la izquierda está colgado el “Homenaje a los degollados”, de José Balmes, mientras en el muro de la derecha estará colgada la pintura de Gracia Barrios.
  

jueves, 22 de septiembre de 2016

LA LETRA (hace) FIGURA

La pintura NO de José Balmes es un homenaje a la fase letrista del muralismo BRP.
Camilo Yáñez no nos va a venir a repetir lo que ya le enseñamos, hace mucho: que en la escena chilena, la Letra (hace) Figura. 



José Balmes fue ayudante de Camilo Mori en la cátedra de dibujo, en la Facultad de Arquitectura.  Hay una cierta filiación, certera, entre el letrismo inicial  de uno y el letrismo terminal de otro, en un período que se extiende entre 1923 y 1973.

Ya me he referido al valor político del enunciado pictórico implícito en No.  Esta vez,  haré referencia al antecedente inicial, ya que a través de la letra pintada como fisura formal, puedo conectar ambas coyunturas de aceleración.

El Boxeador  puede ser considerada como la primera gran pintura anti-oligarca en el arte chileno.   No solo porque hace ingresar a la Historia a un personaje plebeyo, sino que exhibe a un sujeto que se levanta como sustituto  social amenazante.  El box es el deporte más popular a comienzos del sigo XX y logra  construir  un espacio  deportivo donde   cruzan  sus miradas  los aristócratas que se encanallan  con el lumpen, pasando por todas las secciones de clase intermedias.  Es un pintura donde el  boxeador  aparece como un reverso social  que desplaza  al que hasta entonces había definido el retrato de la masculinidad; es decir, el caballero chileno como figura de poder y de identidad vestimentaria de  clase.



La corporalidad del boxeador rompe con el canon físico del  “pituco”  que domina en el salón, mientras este otro construye su socialidad  específica y  periférica,  fabricando una nueva intimidad, en el gimnasio,  asociado a clubes de boxeo populares que sustituyen simbólicamente las formas de organización sindical, como espacio de  reparación,   luego de sangrientas derrotas.

En el siglo XX esta es una de las primeras pinturas en las que  adquieren cuerpo los  materiales gráficos populares como parte del espacio pictórico.   Esto significa poner en  conflicto el cuerpo de la letra con la carnalidad representada.  Lo cual  instala una cierta novedad que perturba el canon de la academia dominante e introduce nuevos  personajes al “album familiar” de la  pintura chilena.   Ya con esto solo,  esta pintura es motivo de escándalo  para el “sentido común” plástico, representado en ese entonces por el crítico de “El Diario Ilustrado”,  Natanael Yáñez Silva.  

Los  carteles publicitarios de cigarrillos y de revistas de boxeo  señalan el rigor del espacio de la letra en el cuadro.  El ring está  en segundo plano, opacado por la monumentalidad del cuerpo  plebeyo del boxeador, dominando con su chaleco rojo el conjunto de la escena.  Visiblemente, ha terminado de entrenar y ha  guardado los guantes.  La paradoja es que  lo que ha sido  encubierto  son sus manos.  El procedimiento ha sido realzar su importancia en proporción directa con la dimensión de su ausencia.

El hombre guarda sus manos en los bolsillos.  Las ha puesto fuera de combate. El mismo, fuera del ring, está  ocupando una posición similar. El cuadrilátero  apenas esbozado  señala el lugar de excepción  donde todos los que allí participan están sometidos a  las leyes de una equiparidad que  unifica el imaginario de la desigualdad  posicional de los sujetos fuera del ring.  Hablaremos de fuera del ring como una metáfora de la puesta fuera de cuadro. Es por su inclusión en el ring que este sujeto ingresa en el campo de la historia, a través de la pintura.

La pintura ha sido ejecutada de acuerdo a ciertos parámetros que podríamos calificar de “fauvistas”.  Y este es  el máximo de “expresionismo” que se puede  tolerar en la representabilidad del “otro” social a veinte años de la celebración del Centenario.  Dicho expresionismo se resume en una ostentación del efecto de la tumefacción, producto de los golpes en  la carne.  De este modo, el chaleco rojo adquiere un atributo de carnalidad desollada, que resulta ser, finalmente, una gran  pictórica respecto de la representación de la carne. Esta es la pintura de una carne golpeada cuyos efectos cromáticos han ocupado la casi totalidad del  campo del cuadro.   Podemos decir  que llega a  condensar la representación de la sangre derramada en el combate social, que  se convierte en el emblema de una derrota de proporciones,  buscando la compensación  mediante una vía de auto sacrificio,  que se  devela  como el chivo expiatorio   destinado a justificar su propia puesta fuera de juego. 


De este modo es por la pintura que se inaugura la nueva escenografía   para la agonía  de quien, coreográficamente, resiste ofreciendo su imagen como  objeto de acometida fatal.  Sin embargo,  lo único que posee es la oblicuidad de una mirada que no nos está destinada. Su insistencia  verifica por anticipado  la dimensión del peligro que lo acecha, desde fuera del ring.   Desvía la mirada, para adquirir una autonomía fisiognómica  a través de la pintura, para escapar a la ley de la fotografía judicial destinada a criminalizar toda percepción del rostro.  La pintura libera  porque proporciona las líneas de fuga  de un imaginario sometido a la pose  lombrosiana.  El tabique nasal  con signos visibles de castigo  permite medir la profundidad de las cuencas oculares y  declara su retención  en  la línea  pilosa  de las cejas,  para cancelar el alcance de  su frente iluminada.  Lo que perturba, en todo caso, es la inconsciente precisión de los bordes de la sudadera, que  señalan la existencia de una soga invertida  en torno al cuello  de un sujeto que (se) sabe camino al matadero.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

PAPEL QUEMADO




Yo no busco, encuentro. Entonces, Voluspa Jarpa me  telefonea entre  uno de sus regresos desde Buenos Aires.  Lo que está en juego, siempre, es el valor de los documentos.  Pero sobre todo, el modo como los documentos son puestos en escena en la Obra.  Es decir, la materialidad de los archivos, entendida como soporte de obra.  En esa lógica, Voluspa Jarpa me pone al tanto de un hallazgo que la perturba. Ha sabido de una obra de Balmes que ha sido quemada. La encontró en casa de su hermana. Era una impresión serigráfica, firmada por Balmes, que estaba quemada. ¿A qué correspondía este residuo gráfico rescatado de quizás qué catástrofe?

Pensé de inmediato en las serigrafías editadas durante 1973, poco antes del golpe, por Balmes, en Estudios Norte.  Y que más de una década después, el “viejo Oviedo” se las remitió a Balmes, ya que las había guardado durante todos esos años.  Se trata del mismo “viejo” donde Dittborn imprime gran parte de su obra de comienzos de los años ochenta. La primera vez que escuché hablar de él fue por boca de Dittborn. Oviedo fue uno de los primeros –si no el primero- en montar un taller de serigrafía en Chile.  Hay que saber que Dittborn trabaja en Madrid en el taller de serigrafía que imprime carteles de publicidad para la Canada Dry.  Pero Oviedo imprime, en Chile, desde los años cincuenta, a lo menos. O sea, que es contemporáneo de la instalación de la serigrafía en Puerto Rico, como un taller destinado a apoyar el trabajo de una agencia de desarrollo.  En cambio, en Chile, se conecta con la industria de la publicidad.

Recuerdo, entonces, que Oviedo imprime unos afiches diseñados por Camilo Mori, en la misma época en que Balmes es ayudante del curso de dibujo que éste  imparte en la Facultad de Arquitectura, porque  los post-impresionistas  que  controlan la Facultad de Bellas Artes no lo dejan hacer clases.  No está mal, ¿verdad? Entonces, Oviedo es egresado de Artes Aplicadas, al igual que Santiago Nattino.  Por lo cual, todos se conocían. Balmes, Nattino, Oviedo. Y Fernando Ortiz, a quien conoce desde que era alumno de secundaria.  Una “generación”  en la “pintura plebeya”, en sentido estricto.  Aunque Ortiz se inscribe en música.  Claro que si:  siempre, Balmes me habló de Ortiz, como su compañero más cercano en el “comunismo universitario” de los años setenta. 




Balmes produjo esta edición de serigrafías en relación a la muerte del trabajador José Ricardo Ahumada Vásquez,  a manos de la ultraderecha, ocurrida durante una marcha en defensa del gobierno popular.  Esa edición quedó “guardada” en Estudios Norte. Todos esos años. Hasta que Balmes resuelve trabajar sobre el cuerpo de dicha edición, en 1986.  Sin embargo, hay que decir que esta edición de grabado tiene su origen en una pintura de acrílico sobre tela (105 x 95 cms).  Sin embargo, hubo una cierta cantidad de dibujos preparatorios que fueron expuestos en una de las salas de la planta baja del edificio de la UNCTAD III. Es muy probable que uno de estos dibujos haya sido el origen de la serigrafía.

Pues bien: Francisco González-Vera realiza un magnífico análisis de esta serigrafía, y luego, de la intervención que realiza Balmes en 1986, sobre el cuerpo-de-papel de la edición de 1973, en “José Balmes: obra urgente” (Ocholibros, 2010).  Papel quemado, como se advertirá, en la Serie de los Caídos (Homenaje a Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana / 1986). 

En esta obra, el procedimiento fue  distinto al de la pintura “NO”, cuyo punto de partida fue un afiche (No a la sedición). Las cosas, en Balmes, iban de la pintura al grabado, del grabado a la pintura,  con las transiciones de rigor y sus efectos materiales. Es decir, materialidad de la pintura y materialidad del dibujo.  Para no ser menos y dejar en claro que existía una ideología picto-gráfica que era propia de la escuela, de esa escuela, en esa Facultad, de la Balmes, en ese momento era el decano.