La pintura NO de José Balmes es un homenaje a la fase
letrista del muralismo BRP.
Camilo Yáñez no nos va a venir a repetir lo que ya le
enseñamos, hace mucho: que en la escena chilena, la Letra (hace) Figura.
José Balmes fue ayudante de Camilo Mori en la cátedra de
dibujo, en la Facultad de Arquitectura.
Hay una cierta filiación, certera, entre el letrismo inicial de uno y el letrismo terminal de otro, en un
período que se extiende entre 1923 y 1973.
Ya me he referido al valor político del enunciado pictórico
implícito en No. Esta vez, haré referencia al antecedente inicial, ya
que a través de la letra pintada como fisura formal, puedo conectar ambas
coyunturas de aceleración.
El Boxeador puede ser
considerada como la primera gran pintura anti-oligarca en el arte chileno. No
solo porque hace ingresar a la Historia a un personaje plebeyo, sino que exhibe
a un sujeto que se levanta como sustituto
social amenazante. El box es el
deporte más popular a comienzos del sigo XX y logra construir un espacio deportivo donde cruzan sus
miradas los aristócratas que se
encanallan con el lumpen, pasando por
todas las secciones de clase intermedias.
Es un pintura donde el
boxeador aparece como un reverso
social que desplaza al que hasta entonces había definido el
retrato de la masculinidad; es decir, el caballero chileno como figura de poder
y de identidad vestimentaria de clase.
La corporalidad del boxeador rompe con el canon físico
del “pituco” que domina en el salón, mientras este otro
construye su socialidad específica
y periférica, fabricando una nueva intimidad, en el
gimnasio, asociado a clubes de boxeo
populares que sustituyen simbólicamente las formas de organización sindical,
como espacio de reparación, luego
de sangrientas derrotas.
En el siglo XX esta es una de las primeras pinturas en las
que adquieren cuerpo los materiales gráficos populares como parte del
espacio pictórico. Esto significa poner
en conflicto el cuerpo de la letra con
la carnalidad representada. Lo cual instala una cierta novedad que perturba el
canon de la academia dominante e introduce nuevos personajes al “album familiar” de la pintura chilena. Ya con
esto solo, esta pintura es motivo de
escándalo para el “sentido común”
plástico, representado en ese entonces por el crítico de “El Diario Ilustrado”, Natanael Yáñez Silva.
Los carteles
publicitarios de cigarrillos y de revistas de boxeo señalan el rigor del espacio de la letra en
el cuadro. El ring está en segundo plano, opacado por la
monumentalidad del cuerpo plebeyo del
boxeador, dominando con su chaleco rojo el conjunto de la escena. Visiblemente, ha terminado de entrenar y
ha guardado los guantes. La paradoja es que lo que ha sido
encubierto son sus manos. El procedimiento ha sido realzar su
importancia en proporción directa con la dimensión de su ausencia.
El hombre guarda sus manos en los bolsillos. Las ha puesto fuera de combate. El mismo,
fuera del ring, está ocupando una
posición similar. El cuadrilátero apenas
esbozado señala el lugar de excepción donde todos los que allí participan están
sometidos a las leyes de una equiparidad
que unifica el imaginario de la
desigualdad posicional de los sujetos
fuera del ring. Hablaremos de fuera del
ring como una metáfora de la puesta fuera de cuadro. Es por su inclusión en el
ring que este sujeto ingresa en el campo de la historia, a través de la
pintura.
La pintura ha sido ejecutada de acuerdo a ciertos parámetros
que podríamos calificar de “fauvistas”.
Y este es el máximo de
“expresionismo” que se puede tolerar en
la representabilidad del “otro” social a veinte años de la celebración del
Centenario. Dicho expresionismo se
resume en una ostentación del efecto de la tumefacción, producto de los golpes
en la carne. De este modo, el chaleco rojo adquiere un
atributo de carnalidad desollada, que resulta ser, finalmente, una gran pictórica respecto de la representación de la
carne. Esta es la pintura de una carne golpeada cuyos efectos cromáticos han
ocupado la casi totalidad del campo del
cuadro. Podemos decir que llega a
condensar la representación de la sangre derramada en el combate social,
que se convierte en el emblema de una
derrota de proporciones, buscando la
compensación mediante una vía de auto
sacrificio, que se devela como el chivo expiatorio destinado a justificar su propia puesta fuera
de juego.
De este modo es por la pintura que se inaugura la nueva escenografía para la agonía de quien, coreográficamente, resiste ofreciendo
su imagen como objeto de acometida
fatal. Sin embargo, lo único que posee es la oblicuidad de una
mirada que no nos está destinada. Su insistencia verifica por anticipado la dimensión del peligro que lo acecha, desde
fuera del ring. Desvía la mirada, para
adquirir una autonomía fisiognómica a
través de la pintura, para escapar a la ley de la fotografía judicial destinada
a criminalizar toda percepción del rostro.
La pintura libera porque
proporciona las líneas de fuga de un
imaginario sometido a la pose
lombrosiana. El tabique
nasal con signos visibles de
castigo permite medir la profundidad de
las cuencas oculares y declara su
retención en la línea
pilosa de las cejas, para cancelar el alcance de su frente iluminada. Lo que perturba, en todo caso, es la
inconsciente precisión de los bordes de la sudadera, que señalan la existencia de una soga
invertida en torno al cuello de un sujeto que (se) sabe camino al
matadero.
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