Existen pocos textos sobre el paisaje chileno y la mayoría
terminan siempre haciendo alusión a la meteorología y a la corpuscularidad de
un cromatismo difuso, que los comentaristas quisieran poner en la dependencia
de algún pintor inglés brumoso. Pero el clima no da y la distinción de las
nubes tampoco.
Para reírme un poco, en Suiza visité un fondo de pinturas de
paisaje: puras montañas. Lo
estable. De repente, en otro museo,
encontré una pintura de Hodler, donde un leñador cortada un árbol solitario y
delgado. Era el síntoma de la amenaza a
la estabilidad del territorio. La montaña ya había dejado de ser objeto de
viajeros en busca de lo sublime.
Al leer Arte y Letras del 18 de septiembre me encuentro con
un efecto local de una búsqueda análoga. Entonces, el solo estudio de la página
y media del periódico puede arrojar resultados analíticos que no se encontrarán
en los estudios existentes.
A partir de las opiniones de nueves entrevistados, es
posible resumir la teoría académica del paisaje chileno, como síntoma de una
nostalgia identitaria no resuelta en intura. Porque aquí, si atendemos a una
especie de inconsciente periodístico, se puede pensar que esta gran crónica es
una respuesta a la exposición (en)clave Masculino, que instaló unos elementos que
obligaron a revisar el carácter de una identidad pictórica que no podía dejar
de pasar por la representación de la carne. De este modo, regresar al paisaje,
como referencia, pasa por despegarse de la corporalidad.
De los nueve entrevistados, solo dos de ellos no hicieron
referencia al árbol como emblema caracterial del paisaje chileno. El primero fue Samuel Quiroga, con su Río
Cachapoal, de Antonio Smith. El segundo
fue quien escribe, con la vista sobre Santiago desde la casa de los Arrieta en
Peñalolén, de Ciccarelli. En la pintura
de este último hay dos escuálidos árboles que sirven para delimitar la amplitud
de la panorámica. No tienen otra función.
En cambio, en los siete ejemplos restantes, el árbol juega
un rol esencialista. No podría de otro modo. Arboles, hiernas y arrolluelo, en
algunos casos. Digámoslo así: en el
borde de la ruralidad propiamente agraria, donde el hombre ha trabajado, pero
no necesita estar en el cuadro. Se trata de quedar en el umbral del sentimiento
de lo sagrado, del bosque en que se
recortan las sombras y el silencio se hace presente. Bodei dixit.
Sin embargo, no hay suficiente lugar para la representación
del escurrimiento, que hace evidente la
pendiente, la velocidad del agua y el arrastre de sedimentos. Tenía que ser
Smith para rebelarse contra la poética de las hierbas y los arbustos. Curiosamente,
el texto de Waldemar Sommer expone lo
que al género, efectivamente, le (hace) falta, como si no hubiese sido capaz de
ser aprovechado por el paisajismo nacional. Ninguna de las pinturas
seleccionadas ilustran siquiera su punto de vista. Salvo, como digo, la de
Smith.
Habría que preguntarse por qué si el paisaje es un género de
segunda categoría en la Academia chilena de fines del siglo XIX, Artes y Letras se empeña en declarar su
valor como emblema de una identidad pictórica determinada. A menos que sea el
síndrome representacional de lo perdido.
Aunque más que perdido, es el terreno de una gran indecisión política,
en cuanto a no saber qué hacer con el territorio del valle central, ya que la
noción de unidad del Estado-Nación contempla la adjunción de los extremos, de
los que no hay, prácticamente, pintura.
Es decir, solo hay pintura del valle central, y de este valle, aquello
que apenas se levanta como un lugar ameno para quien está a punto de perderlo
todo.
Al respecto tengo una hipótesis. La respuesta de Samuel
Quiroga introduce la dimensión política
del gesto paisajista de Smith. Ciccarelli es el normativo que hace cumplir la
ley de la representación perspectiva y fija las condiciones del dominio visual
sobre una zona desplegada como anverso radical de la boscosidad sombría. En el
paisaje, el pintor se define como un “caballero que pinta”; que se ve obligado
a retirarse de la “civilización urbana” naciente y que amenaza con alcanzar –desplazando- su
propio emplazamiento. Es el único caso
en que el pintor se pone en escena para declarar el imperio de una soberbia
sobre las condiciones del mismo paisaje; como si dijera, “esto existe por mi, y
lo domino desde las alturas”.
Lo curioso es que de nueve entrevistados, siete hicieran
referencia a los árboles y a la hierba.
Esto es como si, inconscientemente, erigieran al árbol como el diagrama
genealógico de una oligarquía que se disuelve en la bruma representada. El árbol vendría a ser un esquema de
enraizamiento invertido –por déficit de inscripción-, que se juega a enfatizar
la penetración fecundativa en una tierra feminizada conveniente por una hierba
de reminiscencia púbica. Ciertamente, frente a esta imagen, el “Cachapoal” de
Smith resulta inaceptablemente eyaculatorio. No hay pintura para representar el
nivel de escurrimiento crítico de las aguas. Solo había que esperar a que el
Estado de Chile comenzara a construir embalses y lagos artificiales. Justamente,
como en Peñuelas, para cubrir las huellas de la batalla de Placilla.
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