miércoles, 21 de septiembre de 2016

ARBOLES, HIERBAS, ARROLLUELOS.

Existen pocos textos sobre el paisaje chileno y la mayoría terminan siempre haciendo alusión a la meteorología y a la corpuscularidad de un cromatismo difuso, que los comentaristas quisieran poner en la dependencia de algún pintor inglés brumoso. Pero el clima no da y la distinción de las nubes tampoco. 

Para reírme un poco, en Suiza visité un fondo de pinturas de paisaje: puras montañas.  Lo estable.  De repente, en otro museo, encontré una pintura de Hodler, donde un leñador cortada un árbol solitario y delgado.  Era el síntoma de la amenaza a la estabilidad del territorio. La montaña ya había dejado de ser objeto de viajeros en busca de lo sublime.


Al leer Arte y Letras del 18 de septiembre me encuentro con un efecto local de una búsqueda análoga. Entonces, el solo estudio de la página y media del periódico puede arrojar resultados analíticos que no se encontrarán en los estudios existentes.

A partir de las opiniones de nueves entrevistados, es posible resumir la teoría académica del paisaje chileno, como síntoma de una nostalgia identitaria no resuelta en intura. Porque aquí, si atendemos a una especie de inconsciente periodístico, se puede pensar que esta gran crónica es una respuesta a la exposición (en)clave Masculino, que instaló unos elementos que obligaron a revisar el carácter de una identidad pictórica que no podía dejar de pasar por la representación de la carne. De este modo, regresar al paisaje, como referencia, pasa por despegarse de la corporalidad. 

De los nueve entrevistados, solo dos de ellos no hicieron referencia al árbol como emblema caracterial del paisaje chileno.  El primero fue Samuel Quiroga, con su Río Cachapoal, de Antonio Smith. El  segundo fue quien escribe, con la vista sobre Santiago desde la casa de los Arrieta en Peñalolén, de Ciccarelli.  En la pintura de este último hay dos escuálidos árboles que sirven para delimitar la amplitud de la panorámica. No tienen otra función.

En cambio, en los siete ejemplos restantes, el árbol juega un rol esencialista. No podría de otro modo. Arboles,  hiernas y arrolluelo, en algunos casos.  Digámoslo así: en el borde de la ruralidad propiamente agraria, donde el hombre ha trabajado, pero no necesita estar en el cuadro. Se trata de quedar en el umbral del sentimiento de lo sagrado, del bosque  en que se recortan las sombras y el silencio se hace presente. Bodei dixit.

Sin embargo, no hay suficiente lugar para la representación del escurrimiento, que hace  evidente la pendiente, la velocidad del agua y el arrastre de sedimentos. Tenía que ser Smith para rebelarse contra la poética de las hierbas y los arbustos. Curiosamente, el texto de Waldemar Sommer   expone lo que al género, efectivamente, le (hace) falta, como si no hubiese sido capaz de ser aprovechado por el paisajismo nacional. Ninguna de las pinturas seleccionadas ilustran siquiera su punto de vista. Salvo, como digo, la de Smith.

Habría que preguntarse por qué si el paisaje es un género de segunda categoría en la Academia chilena de fines del siglo XIX, Artes y Letras se empeña en declarar su valor como emblema de una identidad pictórica determinada. A menos que sea el síndrome representacional de lo perdido.  Aunque más que perdido, es el terreno de una gran indecisión política, en cuanto a no saber qué hacer con el territorio del valle central, ya que la noción de unidad del Estado-Nación contempla la adjunción de los extremos, de los que no hay, prácticamente, pintura.  Es decir, solo hay pintura del valle central, y de este valle, aquello que apenas se levanta como un lugar ameno para quien está a punto de perderlo todo.

Al respecto tengo una hipótesis. La respuesta de Samuel Quiroga  introduce la dimensión política del gesto paisajista de Smith.  Ciccarelli es el normativo que hace cumplir la ley de la representación perspectiva y fija las condiciones del dominio visual sobre una zona desplegada como anverso radical de la boscosidad sombría. En el paisaje, el pintor se define como un “caballero que pinta”; que se ve obligado a retirarse de la “civilización urbana” naciente  y que amenaza con alcanzar –desplazando- su propio emplazamiento.  Es el único caso en que el pintor se pone en escena para declarar el imperio de una soberbia sobre las condiciones del mismo paisaje; como si dijera, “esto existe por mi, y lo domino desde las alturas”. 


Lo curioso es que de nueve entrevistados, siete hicieran referencia a los árboles y a la hierba.  Esto es como si, inconscientemente, erigieran al árbol como el diagrama genealógico de una oligarquía que se disuelve en la bruma representada.  El árbol vendría a ser un esquema de enraizamiento invertido –por déficit de inscripción-, que se juega a enfatizar la penetración fecundativa en una tierra feminizada conveniente por una hierba de reminiscencia púbica. Ciertamente, frente a esta imagen, el “Cachapoal” de Smith resulta inaceptablemente eyaculatorio. No hay pintura para representar el nivel de escurrimiento crítico de las aguas. Solo había que esperar a que el Estado de Chile comenzara a construir embalses y lagos artificiales. Justamente, como en Peñuelas, para cubrir las huellas de la batalla de Placilla.

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