Para el curso de esta semana
se ha anunciado la inauguración de dos exposiciones de estudiantes de
arte. Aunque en términos estrictos, lo que se ha anunciado es la muestra
promocional de unas escuelas, amenazadas
por el fantasma de la crisis de matriculación. Es sabido que en este tiempo las escuelas
deben demostrar a sus rectorías que sirven para algo; es decir, que cumplen con
las cuotas asignadas para no convertirse en una carga para sus facultades. Tómese el sentido de facultad en las
acepciones que sea posible. La “facultad
del arte” no se localiza –de manera
necesaria- en las “facultades de arte”.
En ambos casos, el rito
promocional consiste en exhibir el resultado final de sus estudios y levantar
un mito sobre la validez de trabajos
de estudiantes a los que se hace vivir la experiencia ilusoria de recibir un diploma
y de titularse de artistas.
El primer público de estas exposiciones son los familiares
de los propios estudiantes, que han invertido una cantidad apreciable de dinero
a cambio de un papel que no les garantiza absolutamente nada, ni como
acumulación reductiva de conocimiento ni
como factor inscriptivo.
El segundo público de estas manifestaciones está formado por
un desinformado contingente de jóvenes
que arrastra consigo la indefinición propia de un deseo primario, que clama por reproducir condiciones suficientes de subjetividad asistida, apenas aptas para ser admisibles como estrategia de reconocimiento.
Una alta autoridad universitaria me declaraba hace unos años
que las escuelas de arte debían reclutar a ese contingente de jóvenes que no
tenía claro qué hacer con sus vidas y que representaban para sus familias el
peligro de la desvinculación de los lazos mínimos de vinculación social. Acogerlos
era cumplir con un servicio social para “encausar” las energías de
jóvenes disfuncionales.
Así como otro director promovía la inclusión de jóvenes con
habilidades diferentes, porque era bueno para una escuela de arte que sus
estudiantes tuvieran un contacto directo con esas “realidades”. La inclusión se
convirtió en una posibilidad de negocios para estas escuelas, desde el momento
mismo que para las altas autoridades el
espacio del arte fue diseñado como espacio de acogida de una franja residual
de jóvenes, provenientes de familias con capacidad de consumo universitario, a
los que se extiende indirectamente y bajo silencio el apelativo de
“diferentes”.
Las escuelas de arte tienen asignado el rol de acoger la
“diferencia”, por cuatro años a lo menos, bajo el supuesto de una “formación”
en prácticas “incluyentes”.
Sin embargo, las prácticas incluyentes se afirman sobre una
promesa que las autoridades no pueden garantizar. Los estudiantes producen trabajos que son
reconocidos por un comité de expertos de la propia escuela como “obras de
arte”, dignas de ser exhibidas como primer estadio de su reconocimiento por sus
“pares”.
Sin embargo, lo que los padres y apoderados no saben es que
los “pares” de referencia, en su eminencia académica, no son garantía
suficiente para habilitar el paso de esas obras a un estadio superior de
reconocimiento. Es decir, no
proporcionan condiciones de inscripción
en el espacio real de arte, en el seno de la formación social chilena. Los propios habilitadores de espacio están en
situación de falta, respecto de los mismos parámetros que ponen en función para
fundar su propia localización como
facilitadores de puesta en circulación de obra.
No es posible que aplicaciones de programas que se bajan de
internet sean objetos de cursos universitarios de un semestre; no es atendible
que la fabricación de portafolios y la autoedición de material de promoción sea
objeto de un curso específico, a manos de un artista-docente sin galería; no es
posible que cápsulas de lectura rápida
de “teoría”, bajo la dirección de profesores de filosofía sin inserción
universitaria en sus áreas de origen, sustituya la prescriptividad de una
historia del arte apta para cursillos destinados a señoras en institutos
municipales de cultura general; no es aceptable desarrollar talleres de pintura
en condiciones de hacinamiento y sometidos a la segmentación y distribución de
una horas de enseñanza que deben ajustarse a unos dudosos criterios de
rentabilidad en el uso de los tiempos curriculares; no es admisible someter a los estudiantes al autoritarismo
formal de artistas que transmiten sus fobias y fracasos, convirtiéndolos en
comportamiento de carrera; por
mencionar algunas de las prácticas que describen el espacio de enseñanza.
Así planteadas las cosas, estas exposiciones no son más que
el síntoma expresivo de los propios docentes de cada escuela, que concursan de
manera indirecta por el título de
“habilitadores de transferencia”; sin embargo, no están en medida de asegurar
el destino de transferencia alguna. Lo cual tiene efectos gravísimos en la
configuración de un supuesta “ética del arte”, porque pasan a ser cómplices de
montaje de un fraude de enseñanza.
El fraude consiste en prometer una inscriptividad que no
pueden garantizar, porque no está en sus manos hacerlo. Apenas pueden
garantizarse a si mismos, en el seno de una escena cuyo tamaño ya es
restrictivo.
Imaginen lo que significa pensar en sus
cualificaciones. No existe relación
necesaria y justificable entre “espacio de arte” y “espacio de escuela”. Las escuelas integran el sistema de arte a
título de entidades de reproducción de enseñanza de unos protocolos
determinados, de lo que los certificados y diplomas solo demuestran asistencia
y habilidades mínimas. Las escuelas son parte integrante del “mercado general
de la educación superior”, en condición de zona limítrofe; es decir, que apenas
asegura su pertenencia a la universidad, amenazada por un déficit
endémico.
El déficit no es tan
solo financiero, sino conceptual y ético, en la medida que muchas escuelas no
hacen más que reproducir las fallas estructurales de sus propios docentes, que
enseñan –como lo he sostenido- el
itinerario de sus propios fracasos, encubiertos por el autoritarismo de un
modelo de transmisión que hace del
artista-docente un “tío permanente” que domina mediante el maltrato y la
amenaza de exclusión.
El caso más patético, sin embargo, tiene que ver con los
postgrados. Aquí son los propios
inscritos los que aceptan someterse a un régimen de violencia intra-académica
–maestría- , con la sola “esperanza” de ser vistos y reconocidos por un “cartel
de agentes” que reproduce sus propias condiciones de designación; que como ya
he señalado, no tienen mayor validez que al interior de sus comarcas de dominio tribal.
Los inscritos en estos programas prefiguran su
reconocimiento como agentes sub-alternos de inserción; los cuáles deben rendir cuentas
mediante una tesis y un “trabajo práctico”, para acceder a formas de
pertenencia sustituta que solo les sirve a quienes ya trabajan como
docentes. Una maestría colabora en la protección académica bajo las nuevas exigencias de acreditación universitaria. De
este modo, estamos frente a la reproducción de un ejército de artistas con
maestría, para disputarse un mercado laboral de por sí restringido. De manera
que la adquisición del diploma, al final de cuentas, tampoco sirve de mucho.
Porque lo que prevalece son las formas arcaicas de sumisión. Los postgrados son
solo momentos de recalificación de la fidelidad de una pequeña horda, sometida
constantemente a esas formas de control de contingente.
En el caso de los pregrados, cada escuela construye su mito
reproductor en función de la aplicación de un curriculum mínimo fundacional,
que generalmente se presenta como un conjunto heteróclito de cursos, a los que
falta una coherencia de base. Porque no se vaya a pensar que los programas de
estudio están “epistemológicamente” justificados. Lo que siempre ha ocurrido es que están determinados
por el estado de la correlación de fuerzas de los artistas-docentes de mayor
peso, cuyo primer interés está en reproducir las mejores condiciones de permanencia laboral, que debe dar muestras de
eficacia en el manejo de recursos para una sobrevivencia académica de
crucero. Lo que he denominado, en otro
lugar, “mediocridad consistente”.
De este modo, hay escuelas de mediocridad consistente, que subsisten sin mayores tropiezos, y otras,
que encubren su indigencia con programas de visitas de curadores extranjeros y artistas de carrera media, que
sirven como agentes “atractores de
incautos”, destinados a fortalecer la ficción de que existe una carrera. Y finalmente, existen las escuelas que operan
sobre la nostalgia paterna de una izquierda mítica, en las que se destina a los estudiantes a ser portadores de la ficción vitalista de
representar –con sus obras- los intereses de la clase obrera (en particular) y
del pueblo (en su conjunto).
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