martes, 3 de enero de 2017

MEDIOCRIDAD CONSISTENTE E INDIGENCIA ACADÉMICA

Para el curso de esta semana  se ha anunciado la inauguración de dos exposiciones de estudiantes de arte.  Aunque en términos estrictos,  lo que se ha anunciado es la muestra promocional de unas escuelas, amenazadas  por el fantasma de la crisis de matriculación.  Es sabido que en este tiempo las escuelas deben demostrar a sus rectorías que sirven para algo; es decir, que cumplen con las cuotas asignadas para no convertirse en una carga para sus facultades.  Tómese el sentido de facultad en las acepciones que sea posible.  La “facultad del arte” no se localiza –de manera necesaria- en las “facultades de arte”.

En ambos casos, el rito promocional consiste en exhibir el resultado final de sus estudios y levantar un mito sobre la validez de trabajos de estudiantes a los que se hace vivir  la experiencia ilusoria de recibir un diploma y de titularse de artistas.

El primer público de estas exposiciones son los familiares de los propios estudiantes, que han invertido una cantidad apreciable de dinero a cambio de un papel que no les garantiza absolutamente nada, ni como acumulación  reductiva de conocimiento ni como factor inscriptivo. 

El segundo público de estas manifestaciones está formado por un  desinformado contingente de jóvenes que arrastra consigo la indefinición propia de un deseo  primario, que clama por reproducir  condiciones  suficientes de subjetividad asistida,  apenas aptas para ser admisibles como  estrategia de reconocimiento.

Una alta autoridad universitaria me declaraba hace unos años que las escuelas de arte debían reclutar a ese contingente de jóvenes que no tenía claro qué hacer con sus vidas y que representaban para sus familias el peligro de la desvinculación de los lazos mínimos de vinculación social.  Acogerlos  era cumplir con un servicio social para “encausar” las energías de jóvenes disfuncionales. 

Así como otro director promovía la inclusión de jóvenes con habilidades diferentes, porque era bueno para una escuela de arte que sus estudiantes tuvieran un contacto directo con esas “realidades”. La inclusión se convirtió en una posibilidad de negocios para estas escuelas, desde el momento mismo  que para las altas autoridades el espacio del arte  fue diseñado  como espacio de acogida de una franja residual de jóvenes, provenientes de familias con capacidad de consumo universitario, a los que se extiende indirectamente y bajo silencio el apelativo de “diferentes”.  

Las escuelas de arte tienen asignado el rol de acoger la “diferencia”, por cuatro años a lo menos, bajo el supuesto de una “formación” en prácticas “incluyentes”. 

Sin embargo, las prácticas incluyentes se afirman sobre una promesa que las autoridades no pueden garantizar.  Los estudiantes producen trabajos que son reconocidos por un comité de expertos de la propia escuela como “obras de arte”, dignas de ser exhibidas como primer estadio de su reconocimiento por sus “pares”.

Sin embargo, lo que los padres y apoderados no saben es que los “pares” de referencia, en su eminencia académica, no son garantía suficiente para habilitar el paso de esas obras a un estadio superior de reconocimiento.  Es decir, no proporcionan condiciones de  inscripción en el espacio real de arte, en el seno de la formación social chilena.  Los propios habilitadores de espacio están en situación de falta, respecto de los mismos parámetros que ponen en función para fundar su propia localización como  facilitadores de puesta en circulación de obra.  

No es posible que aplicaciones de programas que se bajan de internet sean objetos de cursos universitarios de un semestre; no es atendible que la fabricación de portafolios y la autoedición de material de promoción sea objeto de un curso específico, a manos de un artista-docente sin galería; no es posible que cápsulas de lectura rápida  de “teoría”, bajo la dirección de profesores de filosofía sin inserción universitaria en sus áreas de origen, sustituya la prescriptividad de una historia del arte apta para cursillos destinados a señoras en institutos municipales de cultura general; no es aceptable desarrollar talleres de pintura en condiciones de hacinamiento y sometidos a la segmentación y distribución de una horas de enseñanza que deben ajustarse a unos dudosos criterios de rentabilidad en el uso de los tiempos curriculares; no es admisible  someter a los estudiantes al autoritarismo formal de artistas que transmiten sus fobias y fracasos, convirtiéndolos en comportamiento de carrera;   por mencionar algunas de las prácticas que describen el espacio de enseñanza.

Así planteadas las cosas, estas exposiciones no son más que el síntoma expresivo de los propios docentes de cada escuela, que concursan de manera indirecta por el   título de “habilitadores de transferencia”; sin embargo, no están en medida de asegurar el destino de transferencia alguna. Lo cual tiene efectos gravísimos en la configuración de un supuesta “ética del arte”, porque pasan a ser cómplices de montaje de un fraude de enseñanza. 

El fraude consiste en prometer una inscriptividad que no pueden garantizar, porque no está en sus manos hacerlo. Apenas pueden garantizarse a si mismos, en el seno de una escena cuyo tamaño ya es restrictivo. 

Imaginen lo que significa pensar en sus cualificaciones.  No existe relación necesaria y justificable entre “espacio de arte” y “espacio de escuela”.  Las escuelas integran el sistema de arte a título de entidades de reproducción de enseñanza de unos protocolos determinados, de lo que los certificados y diplomas solo demuestran asistencia y habilidades mínimas. Las escuelas son parte integrante del “mercado general de la educación superior”, en condición de zona limítrofe; es decir, que apenas asegura su pertenencia a la universidad, amenazada por un déficit endémico. 

El déficit no es  tan solo financiero, sino conceptual y ético, en la medida que muchas escuelas no hacen más que reproducir las fallas estructurales de sus propios docentes, que enseñan –como lo he sostenido-   el itinerario de sus propios fracasos, encubiertos por el autoritarismo de un modelo de  transmisión que hace del artista-docente un “tío permanente” que domina mediante el maltrato y la amenaza  de exclusión. 

El caso más patético, sin embargo, tiene que ver con los postgrados.  Aquí son los propios inscritos los que aceptan someterse a un régimen de violencia intra-académica –maestría- , con la sola “esperanza” de ser vistos y reconocidos por un “cartel de agentes” que reproduce sus propias condiciones de designación; que como ya he señalado, no tienen mayor validez que al interior de sus comarcas  de dominio tribal. 

Los inscritos en estos programas prefiguran su reconocimiento como agentes sub-alternos de inserción; los cuáles deben rendir cuentas mediante una tesis y un “trabajo práctico”, para acceder a   formas de  pertenencia sustituta que solo les sirve a quienes ya trabajan como docentes. Una maestría colabora en la protección académica bajo las nuevas  exigencias de acreditación universitaria. De este modo, estamos frente a la reproducción de un ejército de artistas con maestría, para disputarse un mercado laboral de por sí restringido. De manera que la adquisición del diploma, al final de cuentas, tampoco sirve de mucho. Porque lo que prevalece son las formas arcaicas de sumisión. Los postgrados son solo momentos de recalificación de la fidelidad de una pequeña horda, sometida constantemente a esas formas de control de contingente.

En el caso de los pregrados, cada escuela construye su mito reproductor en función de la aplicación de un curriculum mínimo fundacional, que generalmente se presenta como un conjunto heteróclito de cursos, a los que falta una coherencia de base. Porque no se vaya a pensar que los programas de estudio están “epistemológicamente” justificados.  Lo que siempre ha ocurrido es que están determinados por el estado de la correlación de fuerzas de los artistas-docentes de mayor peso, cuyo primer interés está en reproducir las mejores condiciones de  permanencia laboral, que debe dar muestras de eficacia en el manejo de recursos para una sobrevivencia académica de crucero.  Lo que he denominado, en otro lugar, “mediocridad consistente”.  

De este modo, hay escuelas de mediocridad consistente,  que subsisten sin mayores tropiezos, y otras, que encubren su indigencia con programas de visitas de curadores  extranjeros y artistas de carrera media, que sirven como  agentes “atractores de incautos”, destinados a fortalecer la ficción de que existe una carrera.  Y finalmente, existen las escuelas que operan sobre la nostalgia paterna de una izquierda mítica, en las que se  destina a los estudiantes a  ser portadores de la ficción vitalista de representar –con sus obras- los intereses de la clase obrera (en particular) y del pueblo (en su conjunto). 



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