He iniciado esta entrega sosteniendo que los escritores de
textos redactan sus tareas sin considerar el montaje; es decir, sin ajustarse a cómo fue exhibido lo que se
dijo que iba a ser considerado. De tal manera, los textos remiten a la memoria
anticipada del proyecto, aunque no de la exposición. Por eso, de ésta nadie
puede hablar. Es decir, nadie puede
reparar en que la pintura NO de Balmes (1971) fue colgada de modo que
enfrentara el “gran mural” de Dittborn, probablemente concebido para esta
exposición, o bien, reajustado para este sitio de regreso de alguna (otra)
exhibición, como lo registraría el itinerario declarado en los sobres. Lo que
importa, no solo es el pliegue, sino el registro de sus despliegues. Lo cual se
redimensiona en su “percepción visual” si recordamos que a su costado derecho
fue montada una pieza magistral de Carolina Ruff, que transforma las
condiciones de visibilidad de la propia pieza de Dittborn.
Una vez, cuando yo
era curador en una bienal extranjera, una artista me solicitó mover la obra de
otra porque su cercanía le hacía daño a
la suya. Yo pensaba que se potenciaban y formaban un bloque formal decisivo. En
este caso, el curador de Cerrillos tiene que haber pensado en el bloque formal
que representaba esta juntura angular que se da a conocer como fragmento de
zona, al reunir la contigüidad de las obras de Dittborn y Carolina Ruff. Este aspecto no es recogido por nadie.
Sin embargo, me parece decisivo, porque nunca había visto
una situación en la que la pieza de una artista le hiciera problema a Dittborn
con su contigüidad. Lo cual sería un
logro del curador, en detrimento de Dittborn.
Que además, ha sido dispuesto frente a Balmes, lo cual no deja de ser en
extremo problemático, porque confunde los términos en que se han planteado
algunas genealogías formales. Pero eso se lo tendrá que explicar el curador, al
propio Dittborn, si es (todavía) celoso
en la cautela de sus intereses
expositivos.
En una exposición, las obras se ponen en tensión o se despotencian
por las obras que tienen a su lado. La rostroeidad
de fachada en Dittborn resulta “puesta en tensión” por la fachadización de la superficie vestimentaria, que
condensa en los maniquíes situados “delante” de las fotografías, una rostroeidad de segundo orden, en que la
función de camuflaje se disuelve mediante una ficción mimética por la que logra
poner a distancia la representación del
cuerpo, en una aparente voluntad de dislocación del sujeto, que en una primera
instancia apela a su condición de mujer completamente fundida con su entorno,
invisibilizada para la historia del arte.
Frente a la seminalidad de la mancha dittborniana como origen y destino
determinante de la Santa Faz reconocida
como el significante cristiano que la sostiene, Carolina Ruff acude a la
estrategia de la histeria minimalizada por la retención, cuestionando los
parámetros convencionales que sirven para establecer fronteras entre la
realidad y la ilusión. Todo lo cual, no lo hubiese pensado si no me enfrento a
este montaje y si no hubiese adquirido
en saldos, en una librería céntrica, el pequeño libro –Camuflajes- de Maité
Mendez Baiges, publicado por Siruela.
Recuerdo, de todos modos, que a mediados de los ochenta, para hacer un
poco de caja, imprimió unos trabajos que tituló Kamuflaje v/s Kosmética. Y
que en esa misma época, en su proverbial envío a Sidney, dispuso un objeto
antropomórfico de unas dimensiones
considerables para la época, “delante” del cuadro. De seguro reclamará derechos de autoría ante
una iniciativa análoga.
Sin embargo, no se entiende en qué medida las obras de
Dittborn y Carolina Ruff, aparte de ser “buenas piezas”, ponen de manifiesto la
premisa de la imagen llamada palabra, a condición –claro está- que esta última “brille por su ausencia” determinante.
En esta misma sala, en el ángulo enfrentado al que ya han
constituido la contigüidad de las obras recién mencionadas, el público tuvo que
enfrentar un nuevo “hallazgo” del curador, “confeccionado” por la pintura NO de
Balmes y las dos obras visuales de formato mayor, de Juan Luis Martínez. Ante tal juntura no queda más que elaborar
una hipótesis laxa acerca de la proximidad temporal de ambas obras. De seguro,
no es suficiente, sobre todo si se distancian en su factura por casi una década
y las coyunturas artísticas obligan a reformular las ideas sobre los problemas
que definían la visibilidad de la escena; más aún, cuando la proximidad
traslada desde Balmes una función impuesta por analogía a la obra de Juan Luis
Martínez, como si la poética visual de
éste último tuviese algún tipo de parentesco con la poética muralista de
Balmes, que declaró haber pintado NO
como un homenaje a la “fase letrista” de la BRP. No me imagino cómo De Nordenflycht, que es un
especialista en Juan Luis Martínez, habilita esta juntura angular destinada a
remover la interpretabilidad de la fase.
Es probable que lo haga en el “catálogo”; pero como he dicho, los textos
nunca hablan de la exposición-como quedó.
Es muy probable que el curador haya querido producir nuevas
condiciones de visibilidad explosiva a esta obra manifiesta letrista de Balmes,
para reducirlo como dependiente de una
poética visual que le tomaría prestada a los poetas (sic), como es el caso de
esta obra de Juan Luis Martínez en que los objetos de baja intensidad son
intercambiables imaginariamente con signos lingüísticos. Todo es posible.
En esta misma medida, me detengo en el enfrentamiento
mural entre Balmes y Dittborn; en que se
produce una inversión material de gran efecto simbólico, porque el `primero
exhibe en 1971 su letrismo plano y stencilero (¡de anticipación dittborniana!)
y el segundo no inhibe el manchismo de la “escena originaria” (¡de procedencia
propiamente balmesiana!), a más de cuarenta años de distancia. Pero como se
sabe, en el inconsciente no existe la temporalidad. De modo que el curador ha logrado poner a
Dittborn en la filiación dependiente de Balmes, y ha convertido a la pintura NO
en LA PINTURA DECISIVA DE ESTA EXPOSICIÓN.
En términos estrictos, esta sala podría ser llamada “la sala
de la cuarentena”, sin olvidar un detalle, por lo demás, inquietante; a saber,
la pieza de Juan Pablo Langlois Vicuña, que he denominado fraternalmente “el
Nam-Jun-Paik de pobre”. Aunque de todos
modos la noción de cuarentena habría que tomarla en su acepción sanitaria, para
designar medidas que deben impedir las contaminaciones. Y aquí ocurre todo lo
contrario: todo está dispuesto (montado) para ser contaminado. Esa puede ser una toma de partido curatorial
legítima, pero me pregunto si los artistas totémicos están satisfechos con
estos cruces. Más aún, cuando la pieza
de Langlois es virtualmente poco conocida
y ha sido recuperada para
“infractar” a Balmes y Dittborn, en dos terrenos: el de la letraset y el
papel de diario.
Dittborn había instalado la primacía de la letraset en la
factura de la hipótesis de la letra que figura, justamente, en un video, si no
me equivoco, perteneciente a la saga de las “historias de la física”, en que
éste se inicia con una secuencia de traspaso de letra. ¿No habría sido éste un buen ejemplo
ilustrativo de la preeminencia letrista
puesta en juego por el curador? En
cambio, favorece a un artista que hace el traspaso encima de la pantalla y no sobre la materialidad
eléctrica del soporte. Esto se explica porque el curador no entiende nada de
nada acerca del “video arte chileno de los orígenes”, porque su conocimiento acelerado
proviene de internet, donde navega sin tener criterio de articulación histórica
y gracias a lo cual “pega-todo-con-todo”
sin respetar jerarquías conceptuales ni formales.
Se entiende que la clave de todo es la palabra traspaso. El
letraset viene a ser un significante tecnológico del traspaso, cuando es la
dialéctica de éste la que explica las
condiciones de la transferencia artística puesta en forma por el propio
Dittborn en 1981, en la foto que resume su envío a la Bienal de Paris, en que
pinta sobre la zona de las costillas de un caballo, la siguiente frase, con
pintura negra: “a caballo regalado no se le mira el diente”. Otro antecedente que debió haber estado, en
esta exposición, de imagen de la palabra distintiva para un arte locuaz que
domina la dinámica del eco. Pero como he
dicho, no se analiza una exposición a partir de lo que le falta. Solo menciono
las oportunidades desatendidas por la arbitrariedad de un curador que no
estudia con rigor la historia de las determinaciones que lo condujeron, a él
mismo, a ocupar el lugar del justiciero de las obras de los artistas que consideró como sus principales garantizadores
para montar este proyecto de centro de arte sobre cuya plataforma de desarrollo no ha escrito una sola palabra,
faltando gravemente a la letra de su contrato.
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