Es como si Santiago definiera su auto/conmemoratividad
mediante el recurso a la conversión de
las remodelaciones en monumento público.
¡Pobres artistas! No tiene por donde. El propio desarrollo de los mitos
de habitabilidad disponibles los dejan a un lado. Nada puede enfrentar el peso
de las ficciones urbanas.
Sin embargo, los artistas ni se enteran de los
efectos estructurales que tienen estas remodelaciones como ensayos que
modifican la producción del espacio público. De ahí que la escultura chilena no pueda ir más allá de su función decorativa
en operaciones de “aseo y ornato”.
En la disputa presupuestaria del arte chileno, artistas llamados “conceptuales” superan a
los escultores en la redacción de proyectos
de neo-decoración política. Al menos entienden que se deben poner a la
cola de las remodelaciones del discurso, porque la propia palabra ha pasado a
ser el emblema del manejo territorial.
Se preguntaba alguien, hace unos días, por cual sería el
monumento por el que sería recordada la Presidenta. En los recortes de prensa,
la noticia del sábado 18 sobre el “inicio de la venta de terrenos para las
primeras casas en ex aeropuerto de Cerrillos” (El Mercurio) no podía pasar
desapercibida, despúes de pensar, nada más, al vuelo, en la Unidad Vecinal Portales,
la Villa Frei y San Borja. Es decir, de cómo determinados proyectos de
diseño social anticipativo pasan a ser monumentos conmemorativos de un cierto
estado de la consciencia territorial, en una coyuntura determinada.
Entonces, el recorte de la noticia nos conduce a reconocer
que el Centro de Arte Contemporáneo no era más que una operación de
legitimación de un cambio de destino del uso del suelo que no había sido
simbólicamente garantizado.
Lo que los
curadores y artistas no sabían -“sabiéndolo de antemano”- era el uso de sus aspiraciones como
atractores de ficción para el desarrollo de una programación social más
compleja. A ellos, finalmente, ¿qué les interesa? Se
conforman con bastante poco; solo unos metros cuadrados de muro y algunos
gabinetes de proyección. El resto es pura expectativa incumplida. Porque al fin
y al cabo, quienes deben “pagar el costo”, en todo sentido, son los nuevos
habitantes de Cerrillos. Sin dejar de
tomar en consideración, por cierto, que el arrendamiento de los artistas fue una inversión de
bajo costo, pensando en el efecto de anticipación que el arte proporciona como
indicador de servicio, y que pone al Ministro de Cultura en la posición de un
aprendiz de topógrafo al que le encargan la tarea de “nivelar” las
demandas culturales, como reverso
imaginario de una política de vivienda que (hace) falta. Si tan solo eso fuera así, ya estaría
justificada la necesidad de una nueva institucionalidad cultural; a condición
de asegurar esta función de manejo
preventivo de la vulnerabilidad social de un país. (Pasemos).
Cerrillos, en la mente
acalorada de los asesores de un ministro de simulación que se ve
superado por el propio simulacro de su
función, era tan solo una excusa. Nada
nuevo en nuestro país, puesto que desde el imperativo de
ilustración del programa de la UP hasta
su conversión en plataforma de sustitución partidaria durante la
dictadura, "arte y cultura" -como item- han
proporcionado el quantum de utopía
faltante.
En 1987, cuando
preparábamos el Festival Downey en Chile,
en una de las discusiones que sosteníamos, el tema del arte como vector
de especulación inmobiliaria siempre estaba presente. Juan nos advertía que era
conocido el hecho que los artistas eran los primeros en poner en valor barrios
depreciados, porque en ellos podían arrendar estudios más baratos. Pero al
cabo de un tiempo, los artistas terminaban por
facilitar su recomposición, hasta que llegaban los
desarrolladores y los “recuperaban”
para re-invertir en ellos. Pero la primera inversión simbólica
prospectiva corría de manos de los artistas.
Pequeña digresión: para Valparaíso, el padre del ministro de cultura, asesor de Lagos, ya "vendió" la pomada por la cual el relato inmobiliario debía preceder al relato cultural.
En contrario, grandes acontecimientos de intervencionismo
artístico tienen lugar en espacios fabriles depreciados, a la espera de su demolición o de su
reconversión. Tanto en uno como en otro
caso, las operaciones de arte resultan
de gran utilidad como ejercicio
de adelanto virtual de equipamientos y servicios: centro cívico,
prefectura, estación intermodal, museos y centros de arte.
Todo parece indicar que el factor arte proporciona
eso que en marxista (antiguo) se denominaba “cemento ideológico”. De ahí que los asesores ministeriales en
cultura nunca hayan dejado de tener esa
impronta de los yeseros, que con sus espátulas y planchas “aplanan” toda dificultad,
a riesgo de cubrir la libertad de lo estriado con la represión orgánica de lo
liso, de lo continuo, de lo homogéneo. Sin embargo, el peligro con la perspectiva de
los yeseros es que permanecen siempre en el terreno de los “oficios” y fracasan
en su conversión experimental; a menos
que el yesero sea la nueva figura del escultor, no ya en su campo expandido,
sino retraído a la forma de un proyecto neodecorativo, conceptualmente
habilitado por su paso a Fondart.
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