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jueves, 16 de mayo de 2019

ARQUITECTURA DE EMERGENCIA Y ARTE DE LA INCLUSIÓN PACTADA




He recibido quejas curiosas sobre mi columna anterior. No debiera referirme de ese modo a la escena de artes visuales. No sería justo. Por otro lado, ¿por qué defiendo tanto a los arquitectos,  se habrían vendido al mercado? De modo que mis aproximaciones serían arbitrarias y odiosas.

Vamos por parte. El tipo de justicia reclamado no tiene que ver con la analítica sino con la promoción y la defensa de unos intereses corporativos. La fragilidad endémica de la escena no es una invención mía sino una realidad que me precede.  En cuanto a la arquitectura y el mercado, es un capítulo ya sancionado en los debates internos de la arquitectura chilena, con bastante mayor crueldad y perspectiva que las aproximaciones moralistas. Ya abordaré este asunto. 

La debilidad estructural de la escena artística local es un tema sobre el que hay que hacer, todavía, más precisiones. Nótese que hice una distinción, que parecen no haber advertido mis censores, entre artes visuales y artes plásticas (como artes des/fondarizadas). 

Por otro lado, está ese famoso catálogo en cuya presentación el propio Raúl Zurita instala el tema y señala con toda justeza que es la poesía la que inventa el paisaje en Chile, y no la pintura. Y agrega que no hay en pintura ni en artes visuales un equivalente a los cuatro grandes de la poesía chilena. Entonces, vayan a reclamar a Raúl. No se atreven. Pero igual, su texto no ha querido ser leído. Y eso que data de 1987, aproximadamente. Por lo que recuerdo, es el catálogo UAB-C, para una exposición en Amsterdam. Hay que buscar. Muy interesante. Demasiado interesante, diría. No hago más que citar los trabajos de otros que han escrito antes que yo, sobre algunas cuestiones que me parecen decisivas.

Solo quiero insistir en un punto: después de mi visita a Mauthausen, no volví a mirar con los mismos ojos una instalación de arte contemporáneo. Fue en el curso de una visita a Austria.  Viaje en que la mayor parte de mis acompañantes prefirieron ir a dar una vuelta por la montaña y admirar un paisaje de tarjeta postal. Lo curioso es que ese día, cuando regresé al hotel, todas mis pertenencias estaban en el hall. Había sido lanzado de mi habitación. La excusa era que la embajada no había mantenido mi reserva. Lo que era falso. De hecho, hubo un reclamo inmediato de nuestra parte y la habitación me fue restituida. Pero el gesto del hotelero era una respuesta a mi insistencia por querer saber cómo llegar a Mauthausen. 

Si no hubiese sido por un chileno de Chillán con el que me encontré esa mañana, no hubiese podido llegar.  Cada vez que preguntaba, nadie me decía nada. Todo era muy raro. Había una extraña voluntad de impedirme llegar. Tomé un taxi. El chofer me preguntó la dirección. Cuando supo que era el campo, hizo un gesto de incomodidad. Hubiese preferido no tomar la carrera.  Pero me llevó. 

Entonces, pude tener una dimensión de la (cierta) obscenidad del arte contemporáneo. Todo me pareció muy fútil. Escenográficamente memorializante.  De un modo análogo, después de ver “Shoah” (Lansmann), es imposible volver a soportar una representación hollywoodense de los campos de exterminio.

Más aún, cuando pude percibir que en Chile, muchas prácticas rituales tenían efectos estéticos más consistentes que muchas manifestaciones de arte contemporáneo. Por eso, desde hace un cierto tiempo, solo me dedico a trabajar obras que denotan la pulcritud y la modestia programática apegada a la existencia de  unas etnografías que redefinen el carácter incisivo  de ciertas obras incidentes en un contexto de producción dominado por la ostentación perversa-polimorfa que ha hecho del victimalismo una política de venta.

Este es el contexto en que una preocupación como la de Jorge Lobos me hace sentido. Lo pienso en relación al efecto del trabajo de Juan Román en Talca. Lo lamento. El arte no es un derecho humano, sino directamente una condición humana. La arquitectura es un derecho, porque está ligada a la historia de los asentamientos humanos. Lo que ocurre hoy día es que han aumentado las zonas de des/asentamiento.

El nomadismo de catálogo, al que se podría subordinar una mirada nostálgica sobre una antropología exotizada, ha sido brutalmente sustituido por la catástrofe migratoria. Sin embargo, los artistas que ilustran esta catástrofe, al lado de los arquitectos que trabajan en medio de ésta, pasan a ser escenógrafos de la emergencia, garantizados por un espacio museal que hace negocio con experiencias de sub-alternidad financiadas (cada vez menos) por agencias de gobiernos europeos.

Ahora, todo esto no es nuevo. Ya desde hace años hay suficientes sitios web que se han dedicado a reseñar y exponer trabajos de arquitectos que operan en zonas de conflicto social catastrófico.

Admito la hipótesis de que estos arquitectos realicen prácticas que se aproximan a la intervención social sustituta y que se hayan convertido en facilitadores de programas gubernamentales en zonas de riesgo. Aun así, esto tiene un valor humano. Humanitario. Humanístico. Al menos, proponen soluciones para hacer que la vida de otros sea menos miserable. Ciertamente, hay algo católico, al estilo techo-para-chile, como pastoral de exportación. Pero se trata de una intervención efectiva en medio de una catastrofización progresiva de la vida cotidiana de la “ciudad normal”.

Lo anterior quiere decir que las formas de arquitectura de la sobrevivencia se convierten en algo permanente y que se sustrae de la normal indolencia de las instituciones de gestión de crisis.

Frente de esto, las disputas de la escena artística (siempre) me han parecido refriegas de agentes que hacen efectivo el reconocimiento de “carecer de todo poder”. Por ejemplo, el poder intervenir para que la vida de otros sea, como he dicho, menos miserable.  En Chile, en el campo artístico como síntoma, la lucha por la inclusividad se ha convertido en la disputa de cuotas presupuestarias de los representantes de los des/incluidos. Una nueva profesión que ha permeado la pragmática de las ciencias humanas.

La arquitectura de emergencia, por su parte,  ha señalado una zona de recomposición en que las suturas y los ejemplos de re/hechura, provenientes de la academia del corte y confección no pueden ser reducidas a metáforas, porque de su eficacia precaria depende la vida de miles de personas.  

lunes, 20 de febrero de 2017

CERRILLOS COMO SIMULACRO DE ANTICIPACIÓN PARA LEGITIMAR EL DESEO DE EQUIPAMIENTO URBANO

Es como si Santiago definiera su auto/conmemoratividad mediante el recurso a  la conversión de las remodelaciones en monumento público.  

¡Pobres artistas! No tiene por donde. El propio desarrollo de los mitos de habitabilidad disponibles los dejan a un lado. Nada puede enfrentar el peso de las ficciones urbanas. 

Sin embargo, los artistas ni se enteran de los efectos estructurales que tienen estas remodelaciones como ensayos que modifican la producción del espacio público. De ahí que la escultura chilena  no pueda ir más allá de su función decorativa en operaciones de “aseo y ornato”. 

En la disputa presupuestaria del arte chileno,  artistas llamados “conceptuales” superan a los escultores en la redacción de proyectos  de neo-decoración política. Al menos entienden que se deben poner a la cola de las remodelaciones del discurso, porque la propia palabra ha pasado a ser el emblema del manejo territorial.

Se preguntaba alguien, hace unos días, por cual sería el monumento por el que sería recordada la Presidenta. En los recortes de prensa, la noticia del sábado 18 sobre el “inicio de la venta de terrenos para las primeras casas en ex aeropuerto de Cerrillos” (El Mercurio) no podía pasar desapercibida, despúes de pensar, nada más, al vuelo, en la Unidad Vecinal Portales, la Villa Frei y  San Borja.  Es decir, de cómo determinados proyectos de diseño social anticipativo pasan a ser monumentos conmemorativos de un cierto estado de la consciencia territorial, en una coyuntura determinada.



Entonces, el recorte de la noticia nos conduce a reconocer que el Centro de Arte Contemporáneo no era más que una operación de legitimación de un cambio de destino del uso del suelo que no había sido simbólicamente garantizado.  

Lo que los curadores y artistas no sabían  -“sabiéndolo de antemano”-  era el uso de sus aspiraciones como atractores de ficción para el desarrollo de una programación social más compleja. A ellos,  finalmente, ¿qué les interesa?  Se conforman con bastante poco; solo unos metros cuadrados de muro y algunos gabinetes de proyección. El resto es pura expectativa incumplida. Porque al fin y al cabo, quienes deben “pagar el costo”, en todo sentido, son los nuevos habitantes de Cerrillos.  Sin dejar de tomar en consideración, por cierto,  que el arrendamiento de los artistas fue una inversión de bajo costo, pensando en el efecto de anticipación que el arte proporciona como indicador de servicio, y que pone al Ministro de Cultura en la posición de un aprendiz de topógrafo al que le encargan la tarea de “nivelar” las demandas  culturales, como reverso imaginario de una política de vivienda que (hace) falta.  Si tan solo eso fuera así, ya estaría justificada la necesidad de una nueva institucionalidad cultural; a condición de asegurar esta función de manejo  preventivo de la vulnerabilidad social de un país. (Pasemos).

Cerrillos, en la mente  acalorada de los asesores de un ministro de simulación que se ve superado por  el propio simulacro de su función, era tan solo una excusa.  Nada nuevo en nuestro país, puesto que desde  el imperativo de ilustración del programa de la UP hasta  su conversión en plataforma de sustitución partidaria durante la dictadura, "arte y cultura" -como item-  han proporcionado el quantum de utopía faltante. 

En  1987, cuando preparábamos el Festival Downey en Chile,  en una de las discusiones que sosteníamos, el tema del arte como vector de especulación inmobiliaria siempre estaba presente. Juan nos advertía que era conocido el hecho que los artistas eran los primeros en poner en valor barrios depreciados, porque en ellos podían arrendar estudios más baratos. Pero al cabo de un tiempo, los artistas terminaban por  facilitar su recomposición, hasta que llegaban los desarrolladores y  los  “recuperaban”  para re-invertir en ellos. Pero la primera inversión simbólica prospectiva corría de manos de los artistas.  

Pequeña digresión: para Valparaíso, el padre del ministro de cultura, asesor de Lagos, ya "vendió" la pomada por la cual el relato inmobiliario debía preceder al relato cultural.  

En contrario, grandes acontecimientos de intervencionismo artístico tienen lugar en espacios fabriles depreciados,  a la espera de su demolición o de su reconversión.  Tanto en uno como en otro caso, las operaciones de arte resultan  de gran utilidad como  ejercicio de adelanto  virtual de  equipamientos y servicios: centro cívico, prefectura, estación intermodal, museos y centros de arte.  

Todo parece indicar  que el factor arte proporciona eso que en marxista (antiguo) se denominaba “cemento ideológico”.  De ahí que los asesores ministeriales en cultura  nunca hayan dejado de tener esa impronta de los yeseros, que con sus espátulas y planchas “aplanan” toda dificultad, a riesgo de cubrir la libertad de lo estriado con la represión orgánica de lo liso, de lo continuo, de lo homogéneo.  Sin embargo, el peligro con la perspectiva de los yeseros es que permanecen siempre en el terreno de los “oficios” y fracasan en su conversión  experimental; a menos que el yesero sea la nueva figura del escultor, no ya en su campo expandido, sino retraído a la forma de un proyecto neodecorativo, conceptualmente habilitado por su paso a Fondart.