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domingo, 28 de abril de 2019

LECTURAS, LECTURAS, LECTURAS



Después de las columnas sobre traducciones, ahora es preciso abordar el manejo de unas hipótesis que han sido puestas en juego en las relaciones entre imagen y palabra. Todo tiene que ver con la reconstrucción de unas polémicas formales de mediados de los años setenta.  Me urge declarar que esa historia –convertida en mito fundador-  no comienza con Ronald Kay en Revista Manuscritos (1975). Cuestión de proseguir con debates que no dejan de marcar nuestra historia (de la) crítica, incluyendo el desmontaje de sus mitos fundadores.

Nadie discute la irrupción de la revista como uno de los proyectos editoriales que colaboró en la construcción de una escena plástica polivalente y multi sistémica. ¡Qué palabras! Hay que decir, además, que tampoco las obras producidas en la coyuntura de 1980 “inauguraron” en Chile las relaciones entre arte y política.

El propio Mulato Gil había proseguido esta relación en la pintura republicana. Incluso desde cuando pintaba frailes dominicos que portaban en una mano el ejemplar de las sagradas escrituras sobre la que sostenía la maqueta de una Iglesia. ¡Objeto reducido y textualidad sagrada! Eso es de gran importancia. Siempre hay una escritura sagrada de referencia. Habrá que declarar de qué lectura nos hacemos responsables[1].

La posición del Mulato, por eso, es ejemplar.  ¡Por el solo hecho de ser cartógrafo y autógrafo del Director Supremo! Por algo será. Esto ya estaba inscrito en las estelas de la pintura colonial. Digo, la letra pintada. Que no se me acuse de meter a todos en un mismo saco; se entiende que corresponden a epistemes distintas, pero los elementos sobre los cuáles se asienta la relación son los mismos: arquitectura y discursividad.

Me refiero a la maqueta …. de una instalación. La gran instalación del arte chileno, como una …. maqueta.

En términos estrictos, lo único que introduce Ronald Kay, en 1975, es el valor metodológico del fait-divers, convertido y trasvestido en objet-trouvé-littéraire. Ahora, todo eso proviene de la sociología de la recepción de Jauss.  Tampoco inventa nada nuevo al bloquear las zonas de legibilidad de las portadas de El Mercurio como procedimiento poético revolucionario. Había que ser, desde ya, un conocedor de Tom Philips y Ian Hamilton Finley para entender la real dimensión de algunas cosas, sobre la letra bloqueada, y la letra esculpida en la piedra como remedo crítico de incisión originaria de la tablilla caldea, con la diferencia que ésta última necesitaba ser cocida. Es decir, suponía la existencia de las artes del fuego, sin la cual, al parecer, no hay escritura. Ni reproducción mecánica simple. De ahí que ya se sabe que toda historia del arte es la historia de su reproducción técnica. La falta de información promueve la dictadura analítica. Por otra parte, a nadie se le puede pasar desapercibida la “poesía encontrada” en la publicación de los Documentos de la ITT. La crónica roja ya dejaba de ser fait-divers para dominar el relato de la historia.

Ronald Kay, por lo demás, niega la experiencia de “lectura de los diarios” que tenía la izquierda mimeográfica como atributo literario fundamental, antes de que él mismo escribiera sobre “El Quebrantahuesos”. Antes, incluso, de que presentara “Variaciones ornamentales”.  

Si queremos ser relativamente rigurosos en la consideración de las fuentes, al menos debiéramos pensar que el título de una obra ya funciona como imagen: variaciones ornamentales.  Pero también como delito. Es decir, la lectura –también- como omisión de las fuentes.

Lo más simple es reconocer que la continuidad de la letra está siempre perturbada por obstáculos gráficos que reconfiguran la disponibilidad visual de esta, en su propia literalidad. Sabiendo de antemano que debemos preguntarnos de qué texto referencial es variación y bajo qué determinaciones, un ornamento. (Me refiero, claro, a la “arquitectura del texto”). Por eso, no me parece que sea condición suficiente para comprometer a Ronald Kay con una hipótesis efectiva sobre de la muerte del autor. No se ha conocido en esta escena a un autor-más-autoral que Ronald Kay. Solo que ha sido insuficiente el acondicionamiento teórico destinado a promover la “blanchotización” forzada de su escritura.

En la coyuntura político-intelectual de los setenta, la reconfiguración de fuerzas a nivel de la letra hizo que las técnicas del “análisis de contenido” implementadas por las ciencias humanas americanas inventadas para uso de los analistas de la CIA, fueran ya traspasadas a los activos intelectuales partidarios, para cuyos agentes la realidad era “reducida” a las portadas de los periódicos,  convertidas  en modelo reducido de referencias sintomáticas.

Todo esto va (mucho) más allá de Ronald Kay y del lugar que ocupaba en el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH), a fines de la Unidad Popular. En su poética implícita (de la) política la textualidad unitario-popular  dio nacimiento a un modelo operativo que estableció un campo literario dominante, en relación con el campo literario de la academia universitaria.

Así como después de 1973 hubo espacios que se autodefinieron –con gran sentido de la oportunidad- como resistentes, se puede sostener que el DEH de antes de 1973 era un espacio reticente. Cada cual se hará responsable de sus reticencias.

La gráfica puesta de manifiesto en la publicación de los Documentos de la ITT durante la Unidad Popular ya había instalado el rol del bloqueo como estrategia de puesta en página reversiva de una prueba incriminatoria. Existió un tic epocal que consistió en el barrado de la letra y la sobreimpresión, primero de una línea negra que fisuraba la palabra, que luego se transformó en franja abiertamente oclusiva. Eso, en la fértil imaginación de no poca gente atribuía a la crítica, era el signo de la más absoluta “radicalidad”. Sobre todo, porque la palabra barrada le proporcionaba un aire lacaniano al cometido.  Juan Luis Martínez ya se había adelantado.

En la escena oficial de la escritura partidaria durante la pre-dictadura, la “lectura de comité central” instaló (algo así) como la preeminencia inconciente de lengua tipográfica. Luis Emilio Recabarren era editor.   El diario del partido es el andamiaje del partido.

Entonces, en la superficie impresa de la página del diario la distribución de las columnas y el tamaño de los encabezados proporcionaban una clave interpretativa suplementaria. Viejos chamanes analizan las huellas dejadas por los zorros en la arena.

Para los lectores autorizados de la fase, que habían inventado el género del Informe Político, “lo real” estaba disimulado en la entre-línea. Ronald Kay, sin embargo, estaba –a destiempo- en otro régimen de performatividad literaria. Fue preciso que el poder de los primeros fuera visiblemente demolido para que su tentativa –recién- alcanzara la visibilidad reservada a los catecúmenos de la nueva crítica.



[1] Sobre la génesis de las escrituras sagradas del arte chileno se encuentra en preparación la edición de un libro con tres textos sobre el trabajo de Eugenio Dittborn, en que –entre otras cuestiones- se aborda la lectura que Ronald Kay instaló y que se convirtió en una condición canónica de su estudio. La corrección editorial está a cargo de Sebastián Astorga y el libro será publicado en el curso de este año por Ediciones UDP.

sábado, 4 de febrero de 2017

CERRILLOS (6)



Todo parece indicar que el curador de Cerrillos abusó de la pre-ciencia del ministro de simulacro.  Después de “venderle” un proyecto de manejo del sector de artes visuales entendido como coto privado de caza, lo convenció de montar una exposición que iría a marcar un antes y un después en la historia de la escena. Esta última  no fue más  que una  vulgar colectiva homogeneizada y pasteurizada, con algunas buenas piezas, en la que participaron artistas escogidos según el criterio de “armar un frente” de deudores simbólicos y no de acuerdo a la “aplicación” del principio articulador presente en el título.

No hay que centrar la crítica en el curador, cuya ansiedad de artista mediocre se expresó en la ansiedad suplementaria de una exposición mediocre; sino en quien le proporcionó las ventajas para el ejercicio de una función en la que se movió como un elefante en una cristalería.  El ministro de ceremonias tiene la responsabilidad absoluta de haber sometido  a una tensión innecesaria, durante un año entero, al espacio artístico. 

Pero no solo eso, sino que se dejó timar por un artista que le propuso una fórmula que, finalmente, ha significado su ruina.  El primer problema se planteó cuando el asesor-curado hizo depender de la “fundación” del Centro de Cerrillos la formulación de la nueva política nacional de artes visuales. El segundo problema quedó en evidencia cuando el curador-artista y docente de la UDP, formuló la tesis en torno a la cual montaría la exposición que marcaría un antes y un después en la escena nacional.

Lo único que hemos recabado como información es que el después ha sido, no solo demasiado largo en contradicciones y ambigüedades, sino también en ineficacia inscriptiva.  A esto se debe agregar el atentado que ha sufrido la noción de “antes” referida en el deseo del curador,   habilitado por el ministro de la rama.  O  bien, este ministro pecó de ignorancia máxima, o bien, este curador solo ideó en exceso una plataforma destinada a mantener al sector bajo control,  usando en su provecho  el peso fantasmal que ejercen los artistas totémicos sobre el conjunto de la escena. Con lo cual, es la escena entera la que queda en situación de dependencia simbólica, exponiendo sin vergüenza alguna su temor a ser decapitada y quedar “fuera de la historia”.  Al fin y al cabo, ofrezcan a los artistas un elefante blanco donde exponer y éstos bajarán toda guardia posible, con tal de estar.  Es más: serán los primeros en alabar las condiciones arquitectónicas del lugar, saludando la apertura de un nuevo lugar para el arte contemporáneo.

Sin embargo, no es posible saludar un nuevo lugar cuando no ha sido acogida la concepción que se tiene del lugar del arte en la cultura local; más aún, cuando quienes reclaman un lugar, es porque no lo tienen. De este modo, Cerrillos responde en un primer nivel muy básico,  realizando una  doble política:  de simulación y de simulacro.

Simulación, porque hace como si esto fuera lo que se dice que es y se comporta en consecuencia. Simulacro, porque sustituye la denominación de una práctica para producir un efecto disociador en la imagen que la escena tiene de sí misma.

 La operación concebida necesitaba un título que sirviera de principio articulador de la muestra: una imagen llamada palabra.  No busquemos muy lejos: no se cumplió. No hay evidencia de correspondencia decisiva entre obras escogidas y principio articulador. Hay artistas que no se entiende por qué están.  Esto tiene que ver con el índice de cumplimiento del principio articulador.  Cuando no, parecía bastar que una obra demostrara la existencia de una letra, que fuere, para ingresar al listado.

Lo único que queda es analizar algunas de las obras que pueden sostenerse a partir de dicho predicamento,  a menos que entendamos que las palabras ausentes estaban presentes, justamente, por la ausencia denotada.  Pero todos entendemos que eso es una astucia perversa que esconde el propósito gremial del curador: invitar a quienes el contencioso de una deuda determina las complicidades formales.  De ahí la necesidad de simular que se trata de una exposición en que la palabra determina a la imagen en la plástica chilena.  Pero eso no es ninguna cosa del otro mundo. No es necesario tampoco remitirse a Raúl Zurita y a su traumática presentación en que declara que en la visualidad no hay lo que en la poesía sobra: cuatro grandes. Lo cual no es central en el argumento.  Lo que dice es que Balmes no vale un Neruda, y que Vergara Grez no vale un Huidobro, ni que un Pedro Luna vale un De Rokha, ni que Roser Bru vale una Mistral. Lo cual, más allá de ser un lucha gremial por la conquista de influencia en el seno de la oposición democrática, encubre otra cuestión, esta vez, de peso.  Hay que recordar que ese texto de Raúl Zurita fue escrito a fines de los años ochenta, poco antes del plebiscito. Los artistas luchaban por obtener las garantizaciones de rigor desde la oficialidad política involucrada en la gran empresa de la “transición interminable”.

Lo que el texto planteaba era que el  Verbo había definido el Paisaje. Es decir, la Historia.  Lo cual no era ninguna novedad, ya que desde Alonso de Ovalle y Alonzo de Ercilla se viene diciendo lo mismo. Lo que pasa es que esta determinación ponía a la Poesía por sobre la Plástica.  Y no en esa medida, la preeminencia apuntaba a sostener Política e Invención de la Nación, a posteriori. Es decir, la poesía canta la utopía, la antecede, la precede; la pintura, la escultura, el grabado, solo ilustran un discurso político ya garantizado utópicamente por la poesía. Solo que en 1980, hubo unos artistas cuyas obras hicieron pensar que la Plástica había adquirido una autonomía formal y que ciertas obras, en su diagrama, realizaban la crítica política que habían estado localizada en las ciencias sociales. Es decir, que desde la “visualidad” se habían levantado  unos referentes que sustituían a unas ciencias que no hacían más que producir insumos para la industria de la gobernabilidad.

Algunos pensaron que dicha autonomía estaba asegurada en un cambio de nombre. Se dejó de emplear la palabra “artes plásticas” y se comenzó a usar el término “artes visuales”, esperando que como por decreto se abriera una nueva era de reconocimiento para los cultures de las artes de la visualidad. Desgraciadamente para ellos, esta ilusión no alcanzó a durar ni una década.

Es por eso que no se entiende cómo los comentadores de glosa de los artistas totémicos, no percibieron la superchería del título, que rebajaba la gran conquista formal que Leppe, Dittborn y Altamirano habían realizado a fines de los años setenta al montar una exposición con el magnífico y decisivo nombre de Visualizaciones de Raúl Zurita.  Ellos no “comentaban” al poeta, sino que lo “interpelaban” –desde  unas obras visuales determinadas-  de manera crítica.  De modo que es muy probable que el curador-docente haya partido de este incidente, en que  Raúl Zurita les responde diez años después,  recordándoles que carecen de la densidad necesaria  para seguir sosteniendo lo que habían “inventado” en 1979.  A todo lo largo de esa década, la visualidad no había hecho más que  des/inflar su cometido inicial, formulado  -básicamente- sobre la ejemplaridad de las obras de Dittborn y  Leppe. Hay que entender que Díaz comienza a existir  en ese medio cuando “ocupa” el vacío dejado por Leppe, que comienza a “retraerse” de la escena en 1984 (aprox.).  

Entonces, titular la exposición sobre los últimos  treinta o cincuenta años del arte chileno Una imagen llamada palabra, omite desde la partida la memoria de ruptura que ciertas obras significaron en el momento de mayor densidad de la plástica chilena, que podemos situar sin dificultad entre los años 1975 y 1981.  Sabiendo que estos cortes nunca son drásticos.  Pero admitiendo que desde ese momento de densidad, la historia de la  plástica chilena se ha reducido a la historia de “su escena”, más que a la historia de sus obras. El curador-artista-docente no solo denota en su triple función, el nivel de representabilidad de la crisis de su sector, sino que se convierte en el síntoma más distintivo de la crisis de este tipo de historia, donde la invención de la escena ha pasado a tener más importancia que la historia de las obras.