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viernes, 5 de enero de 2018

INTERVENCIONES EDITORIALES

En una columna anterior saludé el trabajo de Carla Macchiavello, en cuanto a contribuir a la “des/metaforización” en la investigación sobre fuentes escritas y orales.  En verdad, Gloria Cortés  ya había iniciado el trabajo de leer la prensa como si fuera una investigadora argentina.  Esta es una broma, pero ambos fuimos obnubilados por el trabajo que realizó hace más de una década Diana Weschler, sobre el efecto de las revistas en la organización de la escena artística de los años 30 en Buenos Aires; sobre todo, estudiando el rol de “Crítica”[1]. Pero también hay que tomar en cuenta el efecto metodológico que tuvo en nuestro medio, el libro de Marcela Gené sobre el estatuto de la ilustración durante el “primer peronismo”.

Recuerdo una escena en que Carla Macchiavello me solicitó una entrevista con Leppe.  No es que yo armara su agenda, sino que facilitaba situaciones que Leppe hacía imposibles. Detestaba las entrevistas que no pudiera controlar. Pero sobretodo,  jugaba a confundir las pistas. Carla estaba escribiendo su tesis y necesitaba hacerle preguntas muy concretas.  Advertí a Leppe que sería entrevistado por una investigadora que le iría a preguntar cosas  precisas. ¿Cuáles eran esas cosas? Muy simple. Era remitirse al “cómo y al cuando”; ni siquiera al “por qué”. Ya estableciendo el “cómo” habríamos avanzado una enormidad.

Leppe, fiel a su estilo, comenzó la entrevista haciendo gala de una retórica seductoramente  encubridora. Carla insistía en mantenerse apegada  al “positivismo” de sus preguntas, hasta que logró que le respondiera lo preguntado, dentro de un marco razonable. Carla no le preguntaba por el sentido de su trabajo, sino por el procedimiento estricto, que era otra manera de abordar el mismo sentido.  El resultado fue satisfactorio. Carla logró que Leppe permaneciera en una especie de “más acá” de la interpretación, que no negaba el trabajo analítico, sino que reformulaba las bases materiales sobre las cuáles éste se sostenía. Y eso era, en definitiva, lo que más importaba: subordinarse a la “materialidad” en Leppe.

Recordé estas incidencias al iniciar una de las últimas reuniones del equipo –Maria Iris Flores y Catherina Campillay-, con que he trabajado la catalogación (en proceso) de obras de Leppe[2]. Porque, justamente, uno de los temas en cuestión era el de la materialidad editorial, que tantos problemas de método nos planteó a lo largo de este trabajo.

Ya sabíamos de las “intervenciones gráficas” en las páginas de Revista CAL, en las semanas previas a la realización de la “Acción de la estrella”.  Leppe las llamaría,  años después, “ocupaciones editoriales”, usando un léxico de “toma de terreno”.  

Luego vino la “intervención gráfica” en el número de revista Art Press de septiembre de 1982.  En este caso,  la imagen de Leppe no era la ilustración de los otros textos; ni de Dittborn, ni de Richard. Era una “intervención” a secas en el corpus de la revista; es decir, era el “texto visual” de Leppe.  Debía ser considerado “obra”,  en una condición similar a lo que ya había realizado en revista CAL.

Entonces, digamos que las “intervenciones gráficas” –por así llamarlas-, forman parte del corpus de obra de Leppe.  Es curioso, pero en una exposición de la que nadie ha hablado en Chile, salvo quien escribe, y que tuvo lugar en el  Centro Pompidou en 1996  bajo el título  “Face à l´histoire” (Frente a la historia),  Eugenio Dittborn “ocupó” una doble-página con una “intervención gráfica” ejemplar, que demuestra que algunos artistas chilenos siempre consideraron el soporte editorial como superficie de  recepción y no como zona ilustrativa[3].  No hay que olvidar que ya existe el antecedente del uso de la palabra “visualización”, empleada por Ronald Kay y Catalina Parra en las ediciones de los catálogos  de Galería Epoca, antes de que Leppe/Dittborn/Altamirano realizaran “Visualizaciones de Raúl Zurita”.





Regreso a Leppe: la “intervención gráfica” es un tipo de obra que éste pone en función, en Revista CAL, principalmente. Pero con el equipo  enfrentamos un gran problema con un objeto editorial, que no sabría si definirlo como catálogo o como libro autónomo. No es,  en sentido estricto, ni lo uno ni lo otro. Pero tiene de ambos. 

Fue impreso para acompañar la exposición de Leppe en  Galería Tomás Andreu, “Cegado por el oro”.  Era obvio que el título relacionaba la obra con la acción en la Bienal de Trujillo, de 1987.  A una década de distancia, el orden de las titulaciones seguía ejerciendo un poder simbólico evidente. Sin embargo, el objeto  editorial del que hablo es un acopio de materiales  que combina, por un lado, testimonios de su mentora  conceptual inicial con aproximaciones afectivas de nuevas amistades, y por otro, relatos epistolares sobre sus procedimientos anteriores.  Incluso, incluía el texto que Leppe leyó en la acción de mayo del 1981 en Chileno-Francés, que tituló “La Biblia”, y que realizó en conjunto con Richard  y Dávila. 

El hecho es que Leppe le había confiado a Matías Rivas la edición de este “catálogo- que-no-era-uno”.  Curiosamente, en un momento determinado, Leppe le quitó el material y lo envió a la imprenta sin esperar su aprobación.  ¿Por qué lo hizo? Porque así tenía que ser: debía usar a Matías en una primera instancia, para luego “intervenir” sus propios materiales, en una especie de usura de la noción de meta-edición. Leppe vivía bajo la presión de la meta-configuración, llegando a retocar constantemente las condiciones de producción de su propio trabajo. Esa fue la causa de una gran ruptura con Matías, sobre la que habrá que hablar en su momento.

Cual no sería mi sorpresa cuando al revisar el “catálogo-que-no-es-uno” encontré una serie de inexactitudes sembradas ex profeso por Leppe,   particularmente relativas a su curriculum y a los relatos de acciones (anteriores) a los que agregaba elementos que no corresponden en absoluto al desarrollo de la acción inicial.  En tal caso, para el equipo, esta edición pasó a ser un híbrido que no servía como fuente, sino que había que tratar como documento para-operal, en un primer nivel, y como síntoma de su concepción de obra sometida a “retoque permanente”, en un segundo nivel. 

Pues bien: en el nivel de la para-operalidad, Leppe produjo una ficción gráfica que luego incorporó a la edición bajo el título de “Mi mundo privado”. De este modo,  armó como  si fuera una foto-novela,  toda una  disposición narrativo visual de una serie de fotografías a las que escribió un pie de foto “sentimental”.  El solo hecho del título señala la distinción básica de la edición, destinada a  “convertir”  la obra privada (casi) en fundamento de la obra pública.

A estas alturas, en 1998, Leppe ya no usa la palabra “biografía”. Probablemente la encuentra  insuficientemente técnica. Prefiere  utilizar la fórmula de “mundo privado”.  Pero lo cierto es que cualquier conocedor mínimo de la obra de Leppe sabe lo que este fabulaba con la noción de “álbum familiar”.  Y esto nos ha conducido  a reconocer  en esta sección la existencia de una obra autónoma de Leppe, que “ocupa” un espacio   en el objeto híbrido titulado “Cegado por el oro”.

La obra no es el objeto, sino el ensayo visual que  Leppe  titula “Mi mundo privado”. El resto de la edición, en su ambigüedad material, no debe ser considerado sino como un catálogo fallido; fabricado a consciencia con la falla que lo sostiene.  Es más un documento que mima paródicamente una monografía sobre su obra, pero que a la vez sirve de soporte a una “intervención gráfica” que termina por imponerse en su total autonomía.





[1] Los jóvenes académicos ¿saben quien fue Natalio Botana?, ¿Se enteraron del paso de Siqueiros por el Buenos Aires del año 32?, ¿Saben de González Tuñón?, ¿Se imaginan lo que era le escena chilena de los años 30? Los académicos de “la Chile” se enorgullecían de “haberle parado el carro”  tanto a los modernistas (fauves y picassianos) como a los populistas (muralismo mexicano). ¿No es acaso un capítulo central para  dar cuenta de las relaciones entre arte y política, en la coyuntura de 1940?  Es un muy buen antecedente.
[2] Ver www.carlosleppe.cl
[3] ¡Vaya, vaya! ¿no es este, otro caso, de relación entre arte y política, en la coyuntura de auto-reflexión que el propio Dittborn entabla con su trabajo y con el con/texto (im)propio de la escena plástico-política de 1996?

sábado, 4 de febrero de 2017

CERRILLOS (6)



Todo parece indicar que el curador de Cerrillos abusó de la pre-ciencia del ministro de simulacro.  Después de “venderle” un proyecto de manejo del sector de artes visuales entendido como coto privado de caza, lo convenció de montar una exposición que iría a marcar un antes y un después en la historia de la escena. Esta última  no fue más  que una  vulgar colectiva homogeneizada y pasteurizada, con algunas buenas piezas, en la que participaron artistas escogidos según el criterio de “armar un frente” de deudores simbólicos y no de acuerdo a la “aplicación” del principio articulador presente en el título.

No hay que centrar la crítica en el curador, cuya ansiedad de artista mediocre se expresó en la ansiedad suplementaria de una exposición mediocre; sino en quien le proporcionó las ventajas para el ejercicio de una función en la que se movió como un elefante en una cristalería.  El ministro de ceremonias tiene la responsabilidad absoluta de haber sometido  a una tensión innecesaria, durante un año entero, al espacio artístico. 

Pero no solo eso, sino que se dejó timar por un artista que le propuso una fórmula que, finalmente, ha significado su ruina.  El primer problema se planteó cuando el asesor-curado hizo depender de la “fundación” del Centro de Cerrillos la formulación de la nueva política nacional de artes visuales. El segundo problema quedó en evidencia cuando el curador-artista y docente de la UDP, formuló la tesis en torno a la cual montaría la exposición que marcaría un antes y un después en la escena nacional.

Lo único que hemos recabado como información es que el después ha sido, no solo demasiado largo en contradicciones y ambigüedades, sino también en ineficacia inscriptiva.  A esto se debe agregar el atentado que ha sufrido la noción de “antes” referida en el deseo del curador,   habilitado por el ministro de la rama.  O  bien, este ministro pecó de ignorancia máxima, o bien, este curador solo ideó en exceso una plataforma destinada a mantener al sector bajo control,  usando en su provecho  el peso fantasmal que ejercen los artistas totémicos sobre el conjunto de la escena. Con lo cual, es la escena entera la que queda en situación de dependencia simbólica, exponiendo sin vergüenza alguna su temor a ser decapitada y quedar “fuera de la historia”.  Al fin y al cabo, ofrezcan a los artistas un elefante blanco donde exponer y éstos bajarán toda guardia posible, con tal de estar.  Es más: serán los primeros en alabar las condiciones arquitectónicas del lugar, saludando la apertura de un nuevo lugar para el arte contemporáneo.

Sin embargo, no es posible saludar un nuevo lugar cuando no ha sido acogida la concepción que se tiene del lugar del arte en la cultura local; más aún, cuando quienes reclaman un lugar, es porque no lo tienen. De este modo, Cerrillos responde en un primer nivel muy básico,  realizando una  doble política:  de simulación y de simulacro.

Simulación, porque hace como si esto fuera lo que se dice que es y se comporta en consecuencia. Simulacro, porque sustituye la denominación de una práctica para producir un efecto disociador en la imagen que la escena tiene de sí misma.

 La operación concebida necesitaba un título que sirviera de principio articulador de la muestra: una imagen llamada palabra.  No busquemos muy lejos: no se cumplió. No hay evidencia de correspondencia decisiva entre obras escogidas y principio articulador. Hay artistas que no se entiende por qué están.  Esto tiene que ver con el índice de cumplimiento del principio articulador.  Cuando no, parecía bastar que una obra demostrara la existencia de una letra, que fuere, para ingresar al listado.

Lo único que queda es analizar algunas de las obras que pueden sostenerse a partir de dicho predicamento,  a menos que entendamos que las palabras ausentes estaban presentes, justamente, por la ausencia denotada.  Pero todos entendemos que eso es una astucia perversa que esconde el propósito gremial del curador: invitar a quienes el contencioso de una deuda determina las complicidades formales.  De ahí la necesidad de simular que se trata de una exposición en que la palabra determina a la imagen en la plástica chilena.  Pero eso no es ninguna cosa del otro mundo. No es necesario tampoco remitirse a Raúl Zurita y a su traumática presentación en que declara que en la visualidad no hay lo que en la poesía sobra: cuatro grandes. Lo cual no es central en el argumento.  Lo que dice es que Balmes no vale un Neruda, y que Vergara Grez no vale un Huidobro, ni que un Pedro Luna vale un De Rokha, ni que Roser Bru vale una Mistral. Lo cual, más allá de ser un lucha gremial por la conquista de influencia en el seno de la oposición democrática, encubre otra cuestión, esta vez, de peso.  Hay que recordar que ese texto de Raúl Zurita fue escrito a fines de los años ochenta, poco antes del plebiscito. Los artistas luchaban por obtener las garantizaciones de rigor desde la oficialidad política involucrada en la gran empresa de la “transición interminable”.

Lo que el texto planteaba era que el  Verbo había definido el Paisaje. Es decir, la Historia.  Lo cual no era ninguna novedad, ya que desde Alonso de Ovalle y Alonzo de Ercilla se viene diciendo lo mismo. Lo que pasa es que esta determinación ponía a la Poesía por sobre la Plástica.  Y no en esa medida, la preeminencia apuntaba a sostener Política e Invención de la Nación, a posteriori. Es decir, la poesía canta la utopía, la antecede, la precede; la pintura, la escultura, el grabado, solo ilustran un discurso político ya garantizado utópicamente por la poesía. Solo que en 1980, hubo unos artistas cuyas obras hicieron pensar que la Plástica había adquirido una autonomía formal y que ciertas obras, en su diagrama, realizaban la crítica política que habían estado localizada en las ciencias sociales. Es decir, que desde la “visualidad” se habían levantado  unos referentes que sustituían a unas ciencias que no hacían más que producir insumos para la industria de la gobernabilidad.

Algunos pensaron que dicha autonomía estaba asegurada en un cambio de nombre. Se dejó de emplear la palabra “artes plásticas” y se comenzó a usar el término “artes visuales”, esperando que como por decreto se abriera una nueva era de reconocimiento para los cultures de las artes de la visualidad. Desgraciadamente para ellos, esta ilusión no alcanzó a durar ni una década.

Es por eso que no se entiende cómo los comentadores de glosa de los artistas totémicos, no percibieron la superchería del título, que rebajaba la gran conquista formal que Leppe, Dittborn y Altamirano habían realizado a fines de los años setenta al montar una exposición con el magnífico y decisivo nombre de Visualizaciones de Raúl Zurita.  Ellos no “comentaban” al poeta, sino que lo “interpelaban” –desde  unas obras visuales determinadas-  de manera crítica.  De modo que es muy probable que el curador-docente haya partido de este incidente, en que  Raúl Zurita les responde diez años después,  recordándoles que carecen de la densidad necesaria  para seguir sosteniendo lo que habían “inventado” en 1979.  A todo lo largo de esa década, la visualidad no había hecho más que  des/inflar su cometido inicial, formulado  -básicamente- sobre la ejemplaridad de las obras de Dittborn y  Leppe. Hay que entender que Díaz comienza a existir  en ese medio cuando “ocupa” el vacío dejado por Leppe, que comienza a “retraerse” de la escena en 1984 (aprox.).  

Entonces, titular la exposición sobre los últimos  treinta o cincuenta años del arte chileno Una imagen llamada palabra, omite desde la partida la memoria de ruptura que ciertas obras significaron en el momento de mayor densidad de la plástica chilena, que podemos situar sin dificultad entre los años 1975 y 1981.  Sabiendo que estos cortes nunca son drásticos.  Pero admitiendo que desde ese momento de densidad, la historia de la  plástica chilena se ha reducido a la historia de “su escena”, más que a la historia de sus obras. El curador-artista-docente no solo denota en su triple función, el nivel de representabilidad de la crisis de su sector, sino que se convierte en el síntoma más distintivo de la crisis de este tipo de historia, donde la invención de la escena ha pasado a tener más importancia que la historia de las obras.