Mostrando entradas con la etiqueta territorio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta territorio. Mostrar todas las entradas

domingo, 24 de marzo de 2019

NOMBRAR EL TERRITORIO


En Paris existe una agrupación de cineastas del exterior. Es muy buena esa denominación: CINECHILEX. Cuando se pronuncia, suena como “chile-silex”. Algo necesariamente paleolítico. Más bien, leroi-gourhaniano. O sea, relativo al tipo que habló primero de las tecnologías del cuerpo. Lo que pasa es que en Chile los filósofos y los críticos de arte nunca leyeron ni a Leroi-Gourhan ni a Mauss. Entonces, inventaron todo desde la mitología benjaminiana. Pero la cuestión de la reproducción mecánica ya era abordable desde los dos autores que acabo de mencionar; y peor aún, desde los filósofos mecaniscistas franceses del siglo XVIII, que tanto admiraba Marx.

Es lo que siempre he dicho: Dittborn y la etnografía de la pintura se entienden desde Leroi-Gourhan y Mauss,  y después desde el Lyotard-libidinal. Son ellos los que adelantan el concepto de inconsciente técnico y preceden a Simondon. Eso es genial. De todo eso habla Didi-Huberman en las primeras páginas de “La ressemblance par contact”.

CINECHILEX me han extendido una invitación a participar en una jornada de trabajo sobre cine y territorio. Bueno: ¿Qué es eso, sino “Nostalgia de la luz”? Sin embargo, en mi oficina he colgado una pintura de Gracia Barrios. Su título es  “Hombre del Loa”. Ya lo he señalado.

El Loa es el único río que se pierde en la tierra, antes de llegar al mar. Es un río que nunca llega a destino. Vendría a ser el nombre del hombre que nunca llega a destino. Ni siquiera, el nombre, como destino. Si suponemos que, efectivamente, el destino de un rio es, necesariamente, desembocar. De eso no hay registro. La estela del agua desaparece.

¿Cómo nombrar el territorio? Ya lo he dicho: Manuel Rojas. Su gesto se homologa al de Alonso de Ercilla o al de Alonso de Ovalle. Ponen nombre al paisaje. O sea, lo constituyen. La pintura, por ejemplo, siempre queda en falta. Llegó siempre después del Verbo. Por eso, lo de Patricio Guzmán es (casi) inaugural. Funda un paisaje. No le debe nada a la pintura. Pero es deudor de un Verbo al que finalmente supera con la Imagen que proviene del aparato de base del cine, desplazando el lugar del sujeto y relocalizando las operaciones del significante imaginario.

Entonces, el cine documental posee ese vector de corte en la piedra.  Cine-silex tiene que ver con ese inconsciente técnico. Sin embargo, la trazabilidad de la letra de Gracia Barrios en esa pintura es lo que más me perturba. Justamente, por lo literal que resulta la mención a Manuel Rojas, en esa zona del cuadro, en que suponemos por costumbre que está el “cielo”. Solo que aquí, todo es superficie y geomorfología. La letra no llega jamás a destino. Al menos, esa letra.

Las letras de cambio, llegan. Todas son cobradas. Pero Manuel Rojas canta al hombre del Loa como un significante-de-despojo. Tanto sudor, para que el producto de su trabajo se lo lleve otro. Eso es todo. En pintura, al parecer, el que cobra es otro; es decir, aquel que domina el discurso de la historia; historia de la que la pintura chilena no ha sido más que una ilustración.

Caigo en cuenta que esa pintura de Gracia Barrios es de las pocas que se puede situar, referencialmente, en el desierto. El resto es fotografía. Pero no porque Ronald Kay lo haya sugerido, sino porque la fotografía ya estaba y había sido puesta a circular por un libro editado por la Editorial Universitaria, en septiembre de 1973, escrito por Alvaro Jara, sobre William Oliver. Lo he repetido. Las pruebas siempre estuvieron. No me digan que los académicos de la Chile no conocían esa edición. Obvio: la imprenta (ya) había dado cuenta del paisaje. Pero a través de la impresión de imágenes confeccionadas en planchas de agua fuerte, realizadas a partir de las imágenes fotográficas que Oliver había realizado entre 1860 y 1870. ¿Estamos? No es la pintura la que da cuenta del paisaje, sino el grabado en agua fuerte mediado por la impresión del Atlas de Tornero.



lunes, 19 de junio de 2017

P I N T U R A F I S C A L



En la pretenciosa y fallida exposición organizada para dar cumplimiento a las promesas con las Carmelas de la curatoría nacional, hubo dos pinturas que llamaron poderosamente mi atención, y que se suma a lo que he mencionado sobre el trabajo de Pia Michelle.

En términos estrictos, en la vorágine de trabajos pasados en limpio que se proponen emular las obras del manual santiaguino de la objetualidad y de las intervenciones documentarias de carácter decorativo, estas pinturas se destacan de manera ejemplar. 

Lo que  se da a ver directamente  en estas pinturas es el significante material: barro y alquitrán (tapa goteras).  Es decir,  que pone  en tensión  rudimentos de  la cultura rural y  de la cultura citadina  para sostener la  “invención de un paisaje” dominado por la profusión de un follaje que, manifiestamente, no deja ver el bosque.

En su obra  “La playita”, Francisco Bruna emplea barro proveniente de una excavación realizada en las faldas del cerro Renaico,  donde fueron enterrados campesinos asesinados durante la dictadura, para posteriormente ser arrojados a su cauce.  Esta es la información que aparece como párrafo adicional en la ficha museográfica.  Valga preguntarse qué hubiese ocurrido, en términos de “legitimación” de esta pintura, si no hubiese  indicado esta información.

Lo  anterior  da a entender que la ficha museográfica forma parte de la obra.  Aunque se puede pensar  que semejante párrafo ES la obra  misma y que la pintura no sería más que su extensión ilustrativa, porque el texto es más fuerte que la imagen. Incluso, hasta se podría sostener que la imagen del mural termina por banalizar un texto que se bastaba a si mismo; es decir, que tenía una potencia  por la que se validaba  la Palabra  revelada por sobre la Imagen referida. 

Pues bien: en este contexto interpretativo, la pieza video se hace absolutamente innecesaria, porque parece estar disponible  solo para satisfacer a una  cierta academia santiaguina de la contemporaneidad.   


Cuando se combinan dos tecnologías de la imagen para “reforzar” el texto de la historia,  lo que generalmente  invade el campo  es una “explicación saturada” que  termina por quemar el discurso. El mural se sostiene sin que sepamos de donde proviene el barro.  Pero ya que se insiste en la crítica de la representación del  territorio mediante la conversión de la tierra excavada en pigmento cubriente,  pensemos que el significante material pasa por encima de la denotación literal y permite interpretar la operación como un acto de albañilería sucia, que reclama por el “deseo de casa”. 

Se me dirá que es preciso acudir al título, para recuperar el  “sentido original” de la obra.  Se descubre, entonces, el uso paródico de la denominación de un lugar  que remite a actividades lúdicas  (la playita),  para sustituir  mediante su enunciación  la función del horror que dimite ante  los residuos de una masacre. 

Roberto Matta, en 1970,  en el MNBA realizó sus famosas pinturas sobre arpillera, pintando con barro. Pero en su versión, estaba  “parando”  los tabiques de una casa campesina donde el pueblo podría escribir sus deseos.  En 1981, Victor Hugo Codocedo dibuja sobre la arena de otra playa, la imagen de un emblema patrio, que es borrado por las olas.  Pero lo que él hace es pasar directamente a la invención del paisaje, superando la sujeción administrativa al territorio.  Es por la acción del arte que un territorio se reconoce como paisaje.  Es por el barro que la pintura de Francisco Bruna se valida,  porque porta consigo  la memoria  posible de todas las  excavaciones.  Y dicho sea de paso, de todas las contenciones, como  base arcaica  para la fabricación de la imagen que reproduce  la  representación del deseo de representación de la ausencia y de la desaparición.  Basta con asociar  esta acción al gesto del alfarero de Corinto que modela el perfil de un sujeto que ya no está. 

Francisco Bruna, en esta operación de (re)cubrimiento de una verdad  como pintura, modula el paisaje para mitigar el dolor de  su conversión  en jardín funerario.  

En el caso de Tomás Quezada, en cambio, el soporte pasa a jugar un rol por distinción. En la pintura de Francisco Bruna el soporte se confunde con el médium.  El muro pasa a ser una pantalla totalmente prescindible. No es el caso en la pintura de Tomás Quezada porque éste la ha imprimado, ¡con papel impreso!   Más bien, con papel mecanografiado sobre lo que parece ser papel fiscal. 

Ya no se trata de un juego de palabras, sino de una confusión programada a nivel de las tecnologías que habilitan el soporte.  Y sobre esa “cama”   el pintor  deposita la figuración viscosa del material empleado para tapar goteras,  en una abierta inversión  paródica del dripping.   De este  modo  estamos ante dos regulaciones formales; primero, la de la imagen como retención;  segundo, la del soporte como representación del renglón seguido.  Desde  este doble procedimiento analítico, Quezada   sostiene   esta pintura de “garaje mecánico”,  absolutamente citadina, yuxtaponiendo fragmentos  en diferentes escalas. 



Sin embargo, Quezada no construye un jardín, sino que devela su pasión por la  falsa pintura de plein-air, pero  practicada sobre  certificados de dominio figurados para dar cuenta de otro tipo de ausencia; la ausencia de la propiedad.


Si Francisco Bruna apela a la existencia de una tierra fiscal como pigmento madre, Quezada se remite al uso y abuso del papel fiscal como simulacro de título. Nunca antes, en pintura, se había  expuesto unas pruebas para poner en duda la legitimidad de la propiedad rural.

domingo, 31 de enero de 2016

TALCA


Hace ya un tiempo, en Artes y Letras, sostuve que la visualidad  plástica chilena pasaba por la arquitectura y no por las artes visuales. Desde hace ya más de una década. Y que la demostración de esto eran los  tres últimos envíos a la Bienal de Venecia de arquitectura. Incluyendo el libro Blanca Montaña, de la misma editora que publicó otrora  Copiar el Edén.  Este último, el mayor refrito y guía-telefónica del arte chileno, concebido para designarlo efectivamente como un arte-de-catálogo.  Nada de lo que ocurra en las artes visuales tiene, realmente, significación como pulsión exportadora, pero que a la vez tiene un retorno específico, no solo en el terreno de la residencia secundaria, sino en las  nuevas ficciones de vivienda social.

En el curso de mi trabajo en el Parque Cultural de Valparaíso, uno de mis propósitos fue el de reivindicar ciertas prácticas rituales cuyo efecto estético me parecía más consistente que muchas de las obras de artistas contemporáneos fondarizados.  (En Valparaíso, prefiero los pintores, que no son reconocidos como artistas contemporáneos por la  nomenclatura  estatal y la  obscena burocracia universitaria local).   Esa es la razón de por qué privilegié mi relación con los arquitectos y los cocineros de la “cocina pobre local”. 

El día de hoy, re-leo un texto de Juan Luis Uribe y Victor Letelier Salas, El lujo de un territorio, (Escuela de Arquitectura, Universidad de Talca, Revista_AT.pdf)  del que recupero el siguiente fragmento:  “Esta experiencia de apertura podría vincularse con el  arte relacional, o las prácticas artísticas que toman como punto de  partida el conjunto de las relaciones humanas y su contexto social,  más que sólo considerar un espacio autónomo y privativo como  soporte de una labor”.  Y lo que ocurre es que muchas de esas prácticas rituales son sometidas al olvido. Ciertamente, por quienes desestiman el valor de la reconstrucción de los vínculos sociales.  El olvido es un tipo de producción específico, que compromete los activos de la autoridad que maneja la energía de las poblaciones vulnerables.

En la misma revista, Andrea Griborio analiza la experiencia de un modelo de taller  de enseñanza donde se  busca reactivar la dinámicas del tejido social como motor del desarrollo”, en que  “todo aquello que se construya (esté) vinculado a las necesidades, prácticas y deseos de la comunidad en la cual se involucren” (…) “al tiempo que ofrece tomar acción mediante propuestas a problemáticas importantes de la ciudad contemporánea, valiéndose de una intervención física que pueda mejorar las condiciones de vida de los sectores mas desfavorecidos, con el fin de reutilizar espacios residuales o subutilizados”.
Andrea Griborio no emplea la palabra ruina, que es propio de un contexto patrimonializante, sino que usa el término “espacio residual”, que  proviene de la depreciación temporal cercana de un espacio productive determinado.  Esta sea, quizás, la gran diferencia entre las enseñanzas y las prácticas de arquitectura entre Talca y Valparaíso. Esta última, siendo ostentosamente el lugar de una batalla declarada entre diversos estamentos del Estado,  que subordinan a su antojo las iniciativas de oficinas locales de arquitectos que no tienen otra perspectiva que enganchar proyectos de mitigación. 
En Talca, la situación es otra.  La gran diferencia es de carácter ético.  Existe, en efecto, una ética del territorio que antecede y determina la estética de la subordinación institucional.   Lo lament:  respect de Valparaíso, así de feo se ve.  Lo afirmo porque en algún momento, muy próximo al “megaindencio” del 2014, hubo la posibilidad de  articular de manera crítica  el poder  de la polìtica con el poder del saber; sin embargo,  el resultado fué que el saber solo tenía  “poder” para recalificar su dependencia del un poder politico local que se ha caracterizado, tanto por su banalidad como por su venalidad.
En Talca es posible una autonomía relativa de la enseñanza,   así como de una determinación en última instancia de la economía simbólica  regional, porque existe una gran conciencia  de la relación problemática entre   el “trabajo en el sistema”  y la negociación desde una  producción de  Obra que  reconoce el valor de  una poética del lugar   que involucra a las comunidades en los procesos constructivos.