martes, 14 de marzo de 2017

CONTRA EL DESTINO FATAL DEL CARRERISMO METROPOLITANO, LA SOLUCIÓN ESTÁ EN LOS IMAGINARIOS LOCALES


He despachado tres columnas relativas al destino del arte chileno. El viaje de Yáñez a Nueva York no sirvió para nada. Es como haberlo enviado para que tuviera la certeza de que jamás llegará. La exposición que se acaba de inaugurar en Cerrillos adolece del mismo síntoma. Los curadores invitados son compensados mediante un subsidio simbólico, porque saben que ya es tarde, y que lo único que les queda es reclamar por un cupo para artistas de región. La fatalidad es que los invitan a cumplir con las demandas de una escena metropolitana fracasada, que exporta su condición al resto del país, porque sabe que siempre va a encontrar gente dispuesta a repetir la misma farsa. La estructura de reproducción del colonialismo interno funciona porque sempre hay alguien que se ofrece a ejercer la función del colonizado.

Seguramente después de estudiar el funcionamiento del Whitney el asesor ministerial acondicionará, como se dice, “una bajada” para replicar la experiencia ya mermada para la escena chilena, que está estructuralmente inhabilitada para cumplir con ninguna de las exigencias que el modelo anglo-sajón de referencia le impone.

Lo que propongo, entonces, es dejar de pensar en ese modelo de carrerismo. Es decir, dejar de pensar en el modelo mismo de carrera.  La solución no está en enviar a Nueva York a un mediador fallido, sino de organizar la prospección del territorio, porque en esa experiencia, lo que aparece no es el deseo de carrera, sino una tipo de realidad que voy a resumir de la siguiente manera:  existen prácticas rituales  en el seno de ciertas comunidades, cuyo efecto estético es radicalmente más consistente que las más reconocidas prácticas del arte chileno contemporáneo.

Lo anterior supone reconocer que existe un país en  que las prácticas de arte mayoritarias son pre y tardo modernas, y que coexisten en un espacio de reconocimiento local que, a su vez,  reproduce sus propias condiciones de reproducción, con sus héroes locales y sus públicos de culto.  Viven como ghettos y practican un arte ritual que fortalece el sentimiento de pertenencia de las comunidades.

Respecto de esta situación, las autoridades de cultura  ponen en pie un paquete de programas destinados a lograr que, a lo menos los artistas tardo-modernos, adquieran hábitos contemporáneos. Para eso envían a través de todo el país a artistas consagrados, validados por la autoridad metropolitana, para que enseñen a fabricar un portafolio. Pero estos enviados no les advierten que no hay, en la plaza, quien reciba portfolios, porque los espacios ya están distribuidos de acuerdo a una correlación de fuerzas en cuya tensión ellos ni siquiera participan.

Los artistas más avergonzados, al menos, hacían en región algo así como “clínicas rápidas”, para cumplir con el mito de la accesibilidad a circuitos que están vedados a los artistas subalternos. Este maltrato está en la base de la inhabilidad e ineficacia de los programas de acarreo de la autoridad. No funciona. Solo son prestaciones de compensación para artistas de región que jamás podrán formar parte de circuito alguno, porque la relación de la autoridad con ellos no tiene dicho propósito, sino mantener ilusiones a bajo costo,  invitando a curadores locales que son los que, finalmente, hacen su negocio, adeudándose, dicho sea de paso, con agentes que no poseen crédito alguno.

Entonces, la solución está en el territorio. ¿Qué significa, en arte, conocer un territorio?  De manera muy simple, convertirlo en paisaje. Más bien, producirlo como tal.  En esa producción se condensa la decibilidad de la naturaleza como paisaje. El territorio es el paisaje en su andamiaje anticipado.  Cierto tipo de prácticas humanas poseen esta constructividad; les llamaremos prácticas de infraestructura.  Y sobre ellas se levanta la representación de lo habitable.

Desde ya, no utilicemos la palabra arte.   Eso queda para los carreristas de la región metropolitana.  Recuperemos las prácticas simbólicas realizadas, tanto por artistas como por no-artistas, que son reconocibles a partir de una problemática específica, que define la pregnancia e inscriptividad de un imaginario local.  Esta problemática puede ser de carácter político, económico, sanitario, literario, barrial, deportivo,  culinario, por mencionar algunas de estas prácticas de “lo común” y se define por la combinación de preguntas adversas que dan cuenta de su contradictorio modo de comparecer en la vida cotidiana de una población compleja. 

A lo anterior, hay que agregar lo siguiente: que el operador visual que suele ser reconocido en la metrópoli como artista,  al estar sometido a la presión simbólica de los imaginarios locales, no puede sino intervenir en lo real como un etnógrafo de pacotilla, poniendo en crisis la “producción de presencia” que lo habilita, a condición de  revertir  el “conocimiento crítico de su impostura” como insumo para la narración de la falla sobre la que edifica  su enunciación como práctica.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario