He despachado tres columnas relativas al destino del arte
chileno. El viaje de Yáñez a Nueva York no sirvió para nada. Es como haberlo
enviado para que tuviera la certeza de que jamás llegará. La exposición que se
acaba de inaugurar en Cerrillos adolece del mismo síntoma. Los curadores
invitados son compensados mediante un subsidio simbólico, porque saben que ya
es tarde, y que lo único que les queda es reclamar por un cupo para artistas de
región. La fatalidad es que los invitan a cumplir con las demandas de una
escena metropolitana fracasada, que exporta su condición al resto del país,
porque sabe que siempre va a encontrar gente dispuesta a repetir la misma
farsa. La estructura de reproducción del colonialismo interno funciona porque
sempre hay alguien que se ofrece a ejercer la función del colonizado.
Seguramente después de estudiar el funcionamiento del
Whitney el asesor ministerial acondicionará, como se dice, “una bajada” para
replicar la experiencia ya mermada para la escena chilena, que está estructuralmente
inhabilitada para cumplir con ninguna de las exigencias que el modelo
anglo-sajón de referencia le impone.
Lo que propongo, entonces, es dejar de pensar en ese modelo
de carrerismo. Es decir, dejar de pensar en el modelo mismo de carrera. La solución no está en enviar a Nueva York a
un mediador fallido, sino de organizar la prospección del territorio, porque en
esa experiencia, lo que aparece no es el deseo de carrera, sino una tipo de
realidad que voy a resumir de la siguiente manera: existen
prácticas rituales en el seno de ciertas
comunidades, cuyo efecto estético es radicalmente más consistente que las más
reconocidas prácticas del arte chileno contemporáneo.
Lo anterior supone reconocer que existe un país en que las prácticas de arte mayoritarias son
pre y tardo modernas, y que coexisten en un espacio de reconocimiento local
que, a su vez, reproduce sus propias
condiciones de reproducción, con sus héroes locales y sus públicos de culto. Viven como ghettos y practican un arte ritual
que fortalece el sentimiento de pertenencia de las comunidades.
Respecto de esta situación, las autoridades de cultura ponen en pie un paquete de programas
destinados a lograr que, a lo menos los artistas tardo-modernos, adquieran
hábitos contemporáneos. Para eso envían a través de todo el país a artistas
consagrados, validados por la autoridad metropolitana, para que enseñen a
fabricar un portafolio. Pero estos enviados no les advierten que no hay, en la
plaza, quien reciba portfolios, porque los espacios ya están distribuidos de
acuerdo a una correlación de fuerzas en cuya tensión ellos ni siquiera
participan.
Los artistas más avergonzados, al menos, hacían en región
algo así como “clínicas rápidas”, para cumplir con el mito de la accesibilidad
a circuitos que están vedados a los artistas subalternos. Este maltrato está en
la base de la inhabilidad e ineficacia de los programas de acarreo de la
autoridad. No funciona. Solo son prestaciones de compensación para artistas de
región que jamás podrán formar parte de circuito alguno, porque la relación de
la autoridad con ellos no tiene dicho propósito, sino mantener ilusiones a bajo
costo, invitando a curadores locales que
son los que, finalmente, hacen su negocio, adeudándose, dicho sea de paso, con
agentes que no poseen crédito alguno.
Entonces, la solución está en el territorio. ¿Qué significa,
en arte, conocer un territorio? De
manera muy simple, convertirlo en paisaje. Más bien, producirlo como tal. En esa producción se condensa la decibilidad
de la naturaleza como paisaje. El territorio es el paisaje en su andamiaje
anticipado. Cierto tipo de prácticas
humanas poseen esta constructividad; les llamaremos prácticas de infraestructura. Y sobre ellas se levanta la representación de
lo habitable.
Desde ya, no utilicemos la palabra arte. Eso
queda para los carreristas de la región metropolitana. Recuperemos las prácticas simbólicas
realizadas, tanto por artistas como por no-artistas, que son reconocibles a
partir de una problemática específica,
que define la pregnancia e inscriptividad de un imaginario local. Esta problemática puede ser de carácter
político, económico, sanitario, literario, barrial, deportivo, culinario, por mencionar algunas de estas
prácticas de “lo común” y se define por la combinación de preguntas adversas
que dan cuenta de su contradictorio modo
de comparecer en la vida cotidiana de una población compleja.
A lo anterior, hay que agregar lo siguiente: que el operador
visual que suele ser reconocido en la metrópoli como artista, al estar sometido a la presión simbólica de
los imaginarios locales, no puede sino intervenir en lo real como un etnógrafo de pacotilla, poniendo en
crisis la “producción de presencia” que lo habilita, a condición de revertir el “conocimiento crítico de su impostura” como
insumo para la narración de la falla sobre la que edifica su enunciación como práctica.
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