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martes, 14 de marzo de 2017

CONTRA EL DESTINO FATAL DEL CARRERISMO METROPOLITANO, LA SOLUCIÓN ESTÁ EN LOS IMAGINARIOS LOCALES


He despachado tres columnas relativas al destino del arte chileno. El viaje de Yáñez a Nueva York no sirvió para nada. Es como haberlo enviado para que tuviera la certeza de que jamás llegará. La exposición que se acaba de inaugurar en Cerrillos adolece del mismo síntoma. Los curadores invitados son compensados mediante un subsidio simbólico, porque saben que ya es tarde, y que lo único que les queda es reclamar por un cupo para artistas de región. La fatalidad es que los invitan a cumplir con las demandas de una escena metropolitana fracasada, que exporta su condición al resto del país, porque sabe que siempre va a encontrar gente dispuesta a repetir la misma farsa. La estructura de reproducción del colonialismo interno funciona porque sempre hay alguien que se ofrece a ejercer la función del colonizado.

Seguramente después de estudiar el funcionamiento del Whitney el asesor ministerial acondicionará, como se dice, “una bajada” para replicar la experiencia ya mermada para la escena chilena, que está estructuralmente inhabilitada para cumplir con ninguna de las exigencias que el modelo anglo-sajón de referencia le impone.

Lo que propongo, entonces, es dejar de pensar en ese modelo de carrerismo. Es decir, dejar de pensar en el modelo mismo de carrera.  La solución no está en enviar a Nueva York a un mediador fallido, sino de organizar la prospección del territorio, porque en esa experiencia, lo que aparece no es el deseo de carrera, sino una tipo de realidad que voy a resumir de la siguiente manera:  existen prácticas rituales  en el seno de ciertas comunidades, cuyo efecto estético es radicalmente más consistente que las más reconocidas prácticas del arte chileno contemporáneo.

Lo anterior supone reconocer que existe un país en  que las prácticas de arte mayoritarias son pre y tardo modernas, y que coexisten en un espacio de reconocimiento local que, a su vez,  reproduce sus propias condiciones de reproducción, con sus héroes locales y sus públicos de culto.  Viven como ghettos y practican un arte ritual que fortalece el sentimiento de pertenencia de las comunidades.

Respecto de esta situación, las autoridades de cultura  ponen en pie un paquete de programas destinados a lograr que, a lo menos los artistas tardo-modernos, adquieran hábitos contemporáneos. Para eso envían a través de todo el país a artistas consagrados, validados por la autoridad metropolitana, para que enseñen a fabricar un portafolio. Pero estos enviados no les advierten que no hay, en la plaza, quien reciba portfolios, porque los espacios ya están distribuidos de acuerdo a una correlación de fuerzas en cuya tensión ellos ni siquiera participan.

Los artistas más avergonzados, al menos, hacían en región algo así como “clínicas rápidas”, para cumplir con el mito de la accesibilidad a circuitos que están vedados a los artistas subalternos. Este maltrato está en la base de la inhabilidad e ineficacia de los programas de acarreo de la autoridad. No funciona. Solo son prestaciones de compensación para artistas de región que jamás podrán formar parte de circuito alguno, porque la relación de la autoridad con ellos no tiene dicho propósito, sino mantener ilusiones a bajo costo,  invitando a curadores locales que son los que, finalmente, hacen su negocio, adeudándose, dicho sea de paso, con agentes que no poseen crédito alguno.

Entonces, la solución está en el territorio. ¿Qué significa, en arte, conocer un territorio?  De manera muy simple, convertirlo en paisaje. Más bien, producirlo como tal.  En esa producción se condensa la decibilidad de la naturaleza como paisaje. El territorio es el paisaje en su andamiaje anticipado.  Cierto tipo de prácticas humanas poseen esta constructividad; les llamaremos prácticas de infraestructura.  Y sobre ellas se levanta la representación de lo habitable.

Desde ya, no utilicemos la palabra arte.   Eso queda para los carreristas de la región metropolitana.  Recuperemos las prácticas simbólicas realizadas, tanto por artistas como por no-artistas, que son reconocibles a partir de una problemática específica, que define la pregnancia e inscriptividad de un imaginario local.  Esta problemática puede ser de carácter político, económico, sanitario, literario, barrial, deportivo,  culinario, por mencionar algunas de estas prácticas de “lo común” y se define por la combinación de preguntas adversas que dan cuenta de su contradictorio modo de comparecer en la vida cotidiana de una población compleja. 

A lo anterior, hay que agregar lo siguiente: que el operador visual que suele ser reconocido en la metrópoli como artista,  al estar sometido a la presión simbólica de los imaginarios locales, no puede sino intervenir en lo real como un etnógrafo de pacotilla, poniendo en crisis la “producción de presencia” que lo habilita, a condición de  revertir  el “conocimiento crítico de su impostura” como insumo para la narración de la falla sobre la que edifica  su enunciación como práctica.  

martes, 19 de julio de 2016

PONENCIA: ESCENAS LOCALES, TASAS MÍNIMAS Y MACRO/ZONIFICACIÓN DE INTENSIDADES COLOQUIO “ARTES DE LA VISUALIDAD Y POLÍTICA DE ESTADO”- (para ser leída el Jueves 21 de julio 2016)


Solo tengo veinte minutos. Hablaré de cómo funciona la noción de Escena Local[1].  Luego la distinguiré de otra noción que ha sido elaborada en el curso de mi trabajo de campo: Tasa Mínima de Institucionalidad[2].  En seguida, presentaré la noción de Macro-zona como herramienta de fijación de un eje de trabajo que articula una práctica de arte con un indicio determinante de imaginario local.

Sin embargo, para que exista una política nacional de artes de la visualidad es preciso hacer otras distinciones que no son operativas sino de carácter funcional, entre  gestión cultural y gestión de arte contemporáneo.  Esto exige la separación de aguas en la estructura del Estado entre Cultura y Artes Visuales;  hipótesis necesaria que a su vez  se desprende del título de la ponencia sobre el arte como conciencia crítica de la cultura.

El fortalecimiento de las escenas locales debe ser el objetivo primordial de la política nacional.  No en todas las regiones existen escenas locales. Estas se reconocen a partir de la articulación estructural de a lo menos tres elementos: universidad (saber local),  política  (historia local) y crítica (construcción de públicos).

En la mayoría de las regiones solo existen tasas mínimas de institucionalización en lo que respecta a artes de la visualidad. Estas tasas implican la existencia de uno o dos de estos elementos ya mencionados,  que en su pragmática no alcanzan a elaborar condiciones de montaje de una escena en forma.

En lugares donde hay tasas mínimas existe una fuerte presencia de prácticas tardo-modernas, dejando a las prácticas contemporáneas reducidas a un comportamiento de enclave. En los lugares en que hay escenas constituidas, las prácticas tardo-modernas no son menos importantes, sin embargo frente a la fuerza institucional adquirida por las prácticas contemporáneas, se reproducen como zonas subordinadas, relativamente excluidas del goce de  los bienes alcanzados por las prácticas contemporáneas.

El desarrollo de las escenas locales debe ser el núcleo de una política nacional y  la internacionalización es tan solo un aspecto subordinado de ésta. Es preciso fortalecer  primero las condiciones de reproducción de existencia de las artes de la visualidad en cada región, atendiendo a las particularidades desiguales de su gestión y de su implementación orgánica. 

Las nociones de Escena Local  y de Tasa Mínima  permiten identificar problemas y señalar iniciativas de desarrollo local. No es lo mismo analizar la situación institucional de una escena local, a describir los obstáculos que existen en otros lugares para constituirse en escena. Sin embargo, la ausencia de escena no es una catástrofe, sino una singularización  de la fragilidad institucional en un territorio determinado, donde se combinan formas diferenciadas de desarrollo y de transferencia informativa.

Hay lugares en que la ausencia de prácticas de arte contemporáneo está resuelta mediante el desplazamiento de la producción de efectos estéticos hacia prácticas sociales y prácticas rituales consistentes, que  le plantean al arte contemporáneo unos desafíos frente a los cuáles éste no puede responder. A título de ejemplo, pongo el caso de los efectos estéticos de la vida cotidiana de las comunidades afro-descendientes del valle de Azapa y de los emplazamientos de los chullpas en la zona  cercana a Colchane. 

Les pongo otro ejemplo:  el concepto  de  Ciudad-Valle-Central, inventado en Talca por la Escuela de Arquitectura, obliga a entender cómo una zona específica del territorio que va desde Rancagua a Chillán modifica las relaciones del conocimiento y del paisaje, desde prácticas que superan las disciplinas del área de artes de la visualidad y las problematizan como una plataforma de intervención sin precedentes.  

En San Felipe, última frontera del Norte Chico con la Metropolitana, las  formas complejas de religiosidad popular  como los “bailes de chinos”  desmantelan   toda cercanía performativa.  Al menos, la problematizan.  Lo menciono para  dar a entender que la naturaleza de los cortes territoriales obliga a recuperar micro-zonas de gran singularidad, como el interior de la Quinta y los bordes de Placilla, que remiten a pasados históricos extremadamente diferenciados,  que demuestran de manera análoga que  no en todas partes el desarrollo del arte contemporáneo resulta unitario y homogéneo.

Existen zonas tardo-modernas que pueden reproducir sus condiciones en un largo plazo sin exhibir  “traumas” significativos.  En cambio hay zonas aceleradas,  hasta diríamos alteradas, pero carentes de capacidad de escenificar una producción, en las que se mantienen a duras penas, de manera muy forzada, prácticas contemporáneas academizadas y acopladas al “gusto”  de las élites regionales.

Hay macrozona  porque hay archivo local. Por ejemplo, si hay algo que hacer en el Bío-Bío es la promoción de investigación sobre la trayectoria de Eduardo Meissner, porque es fundamental reconsiderar el rol de los “héroes locales”.  ¿No debiera haber una política local de archivos?  ¿Y una política de conservación preventiva? ¿Qué pasa con el Mural de la Farmacia Maluje?  Meissner, Escámez,  esos son casos  de “heroísmo” plástico local. ¿Desde donde se puede formular una política de recuperación de archivos plásticos locales junto a una política de promoción de las experiencias de arte y comunidades, que tome como un elemento decisivo el rol de los “ojos de agua” en la designación del territorio?  Incluso, la sola noción “ojos de agua” permitiría constituir una nueva macro-zona entre el rio Bio-Bio y el Imperial.  

Todo esto no es más que la enumeración de unos indicios de escena local, frente a la cual, las políticas nacionales no tienen ninguna palabra, ni para reivindicar lo que existe, ni para proyectar un futuro.   

Tengo otro ejemplo:  la nueva Región de Ñuble posee la posibilidad efectiva de montar residencias internacionales de arte en el territorio contemplado por la Reserva de la Biosfera del Nevado de Chillán.  El punto es sostener iniciativas que pongan en directa relación las producciones más puntudas de arte contemporáneo relacional con zonas de tasa mínima de institucionalización en arte contemporáneo. Es tan solo un ejemplo de las potencialidades que tienen las escenas locales en la redefinición del rol del arte contemporáneo en la formación artística chilena.

Las macro-zonas son retículas de sentido que se amarran a partir de  unos hilos significativos que quedan disponibles para  poder amarrarse con otras.  La lengua, la tripa, la capa de ropa, la sobrecubierta de memoria material recuperada para operar, efectivamente, son  generadores de trazabilidad simbólica, que dibujan en el territorio un mapa de intensidades que supera las emanaciones del imaginario restrictivo del arte contemporáneo.  La invención de la macro-zona   operar como el proceso de condensación en el “trabajo del sueño”.  Por esta razón, una macro-zona debe ser leída como un acertijo  y no como una entidad administrativa que fija las normas de gestión para justificar su propia reproductibilidad institucional.

La macro-zona es una noción que involucra un método que registra la sismo-grafía de los imaginarios locales y organiza las jerarquizaciones zonales, durante una unidad de tiempo determinada, poniendo en función las energías de agentes que pueden ser artistas, pero que en su mayoría no lo son, y que sin embargo, padecen los efectos de sus desplazamientos de lengua, como en el caso del nombre Chanavaya,  al sur de Iquique, que remite a la memoria dura de la “bahía de los chinos”, descrita en inglés para pasar a nutrir los registros de la exclusión máxima[3].

Debemos  concebir fórmulas administrativas que  permitan proporcionar servicio  efectivo a los ejes de trabajo determinados durante una unidad de tiempo ya determinada.  La tarea es  buscar las formas de definir estos ejes y validar en el seno de las comunidades los procedimientos de lectura que se requiere, para  su conversión  consecuente en  manejo de intensidades.

La macro-zona debe  ser un procedimiento de lectura y de conversión en acción  de un conjunto de enunciados definidos en el curso de una negociación de “etnologización problemática” con una comunidad local determinada. 


[1]  MELLADO, Justo Pastor.  “Escenas Locales: ficción, historia y política en la gestión de arte contemporáneo”,  Glosario,  Editorial Curatoría Forense, Colección Textos Críticos, Córdoba, Argentina, 2015.
[2]  MELLADO, Justo Pastor, http://escenaslocales.blogspot.cl/
[3] LADDAGA, Reinaldo. “Estética de la emergencia”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, Argentina, 2010.

sábado, 9 de julio de 2016

DE CÓMO SE PUEDEN HACER LAS COSAS


Pensar una política nacional de desarrollo de las artes de la visualidad supone dos cosas. Primero,  hay que poner el acento en las condiciones bajo las cuáles es posible montar experiencias de innovación; segundo, hay que pensar en el desarrollo de las prácticas en las escenas locales, que presentan en su gran mayoría una desigualdad estructural  que permite la combinación de varias temporalidades tecnológicas e informativas.

Lo lógico es entonces imaginar la combinación simultánea de una política exterior de internacionalización del arte chileno con una política interna de desarrollo de las escenas locales.  Sin embargo, es preciso tomar una decisión de quién define el carácter de la combinación, ya que solo de esta manera se puede definir a su vez la secuencia jerarquizada de  las decisiones a tomar. 

Si el núcleo de la política es la internacionalización, entonces toda la política interna debiera estarle subordinada. Es decir, se produce solo teniendo como objetivo colocar las obras chilenas en el sistema dominante internacional.

Si el núcleo de la política es el desarrollo de las escena locales, entonces toda la política exterior debiera ser la portadora de una estrategia de exportación de unas experiencias locales que debiéramos declarar ejemplares (dignas de ser exportadas).

Mi posición es que el desarrollo de las escenas locales debiera ser el núcleo de una política nacional y que la internacionalización es tan solo un aspecto subordinado de ésta. Es preciso fortalecer  primero las condiciones de reproducción de existencia de las artes de la visualidad en cada región, atendiendo a las particularidades desiguales de su gestión y de su implementación orgánica. 

No en todas las regiones existen escenas locales. No basta la existencia de artistas para reconocer escenas locales. Estas se reconocen a partir de la articulación estructural de a lo menos tres elementos: universidad (saber local),  política  (historia local) y crítica (construcción de públicos). Elementos que participan, a su vez, de los planes de desarrollo regional a nivel general.

En la mayoría de las regiones solo existen tasas mínimas de institucionalización en lo que respecta a artes de la visualidad. Estas tasas implican la existencia de uno o dos de estos elementos ya mencionados,  que en su pragmática no alcanzan a elaborar condiciones de montaje de una escena en forma.

En lugares donde hay tasas mínimas existe una fuerte presencia de prácticas tardo-modernas, dejando a las prácticas contemporáneas reducidas a un comportamiento de enclave. En los lugares en que hay escenas constituidas, las prácticas tardo-modernas no son menos importantes, sin embargo frente a la fuerza institucional adquirida por las prácticas contemporáneas, se reproducen como zonas subordinadas, relativamente excluidas del goce de  los bienes alcanzados por las prácticas contemporáneas.

Sin embargo, el dominio  ejercido por las prácticas contemporáneas en la formación artística chilena, no le proporciona a sus aspiraciones el poder de sostener estrategias de  colocación  en las corrientes internacionales de reconocimiento básico.   Lo cual demuestra que las prácticas contemporáneas solo verifican su consistencia en la pertenencia a una estructura de auto-reproducción  que está formada por  dispositivos de enseñanza que definen el carácter de la escena chilena como un “arte de profesores”, en el sentido más peyorativo del término.  (Este es un carácter del que ya se hizo cargo Siqueiros, en 1942, al describir la escena plástica chilena de ese entonces, en que llegaría a sostener que los artistas chilenos se  preocupaban más de  reformar planes de estudio que  de producir obra, en términos efectivos) .

De este modo, las prácticas tardo-modernas persisten y sobreviven como estructuras descolocadas, destinadas en los hechos a reproducir una concepción retrasada de la visualidad, en relación a los avances definidos por el sistema internacional de arte.  Por lo tanto, este retraso como concepto es totalmente relativo y señala, a lo menos, la existencia de formas combinadas de desarrollo en una misma formación artística.  Lo cual obliga a sostener políticas diferenciadas en lo que concierne a la reproducción de zonas tardo-modernas y lo que compromete a las zonas de  desarrollo de una contemporaneidad artística dominada por la objetualidad y el intervencionismo relacional.

Hay quienes creen que sostener políticas se reduce a distribuir fondos. Esto, lo único que logra es la reproducción letal de formas que impiden el paso de lo tardo-moderno a condiciones de contemporaneidad adecuada, y mantienen la hegemonía de la objetualidad y del intervencionismo, que debe abandonar la capital para “apropiarse” del paisaje de los extremos del país. Dicha “apropiación” se traduce, evidentemente, en un “despojo imaginal” en provecho de operaciones que surten al sistema internacional de  los indicios que el exotismo curatorial de turno requiere. Los fondos deben estar supeditados a criterios de desarrollo local previamente definidos.  Y en este terreno, cada región se constituye como un conjunto de criterios diferenciados, lo cual exige, no realizar un “catastro”, sino una lectura de  escena.

Sostener una política de fortalecimiento de la escenas locales y de incremento de las tasas mínimas de institucionalización,  supone realizar esta lectura de escena, que  metodológicamente compromete la producción de unos relatos locales que conducen a la determinación de ejes  de desarrollo, que implican necesariamente combinar acciones de re/calificación de  prácticas tardo-modernas con iniciativas de  re/investimiento de prácticas contemporáneas.   


martes, 5 de julio de 2016

POLÍTICAS LOCALES


Si no tienen un proyecto explícito para el centro de arte contemporáneo, menos tienen una política para el desarrollo de las escenas locales. Hay iniciativas, en el seno del propio CNCA, que no perteneciendo al área de artes de la visualidad, tienen efectos más consistentes en la configuración de las escenas locales, allí donde estas pueden ser reconocidas como tales. Veremos qué nos pueden decir al respecto. No en todas las regiones hay escenas locales. En muchas de ellas solo tenemos tasas mínimas de institucionalización. Ningún miembro del equipo que acreditará las participaciones en el coloquio ceremonial conoce esa distinción, y menos, la consistencia de su diferenciación.

He propuesto ponencias sobre estas dos cuestiones –escenas y tasas mínimas- y pienso que son herramientas útiles para identificar problemas y señalar iniciativas de desarrollo local. No es lo mismo analizar la situación institucional de una escena local, a describir los obstáculos que existen en otros lugares para constituirse en escena. Sin embargo, la ausencia de escena no es una catástrofe, sino una singularización  de la fragilidad institucional en un territorio determinado, donde se combinan formas diferenciadas de desarrollo y de transferencia informativa.

Hay lugares en que la ausencia de prácticas de arte contemporáneo está resuelta mediante el desplazamiento de la producción de efectos estéticos hacia prácticas sociales específicas, que tiene que ver con prácticas rituales muy consistentes, que de paso le plantean al arte contemporáneo unos desafíos frente a los cuáles éste no puede responder. Es el caso de los efectos estéticos de la vida cotidiana de las comunidades afro-descendientes del valle de Azapa y de los emplazamientos de los chullpas en la zona  cercana a Colchane. 

¿Cuál sería el lugar que tendría un concepto como el de “lumbanga” en la reconfiguración del imaginario afro de Arica? Ese es un concepto que descubrió Rodolfo Andaur escuchando al cantautor Osvaldo Torres, sobre quien Bernardo Guerrero escribió un libro.

Me refiero a situaciones  de migración compleja que se remonta hasta la época colonial, en que esclavos africanos huían de las minas de Potosi y bajaban hacia “este lado” atravesando territorio aymara. O bien, a estas edificaciones funerarias que tanto problema plantean a la escultura chilena de aseo y ornato.  Sin dejar de mencionar el efecto estético del cuerpo deportivo en Iquique, tal como lo ha abordado Bernardo Guerrero en un libro sobre el boxeo local.  

Pero ni en Iquique, ni en  Arica, ni en Antofagasta, hay escena. Solo existen tasas mínimas de institucionalización de prácticas limítrofes (cultuales y rituales) que poseen mayor consistencia que las fórmulas académicas de un arte contemporáneo fallido.  Lo cual es una ventaja orgánica, ya que obliga a los consejos regionales de cultura a  producir una lectura centrada en “relatos locales” que definen las densidades de sus imaginarios y permiten jerarquizar las iniciativas, sin tener que replicar los mandatos burocráticos de una dirección nacional que no posee conocimiento de campo. 

Si se piensa en Concepción, Temuco y Valdivia, que son ciudades universitarias en las que existen algo más que rudimentos de enseñanza de arte, la situación es distinta.  Las instituciones universitarias  obstruyen las transferencias y  ponen en pie burocracias  académicas que replican de manera defensiva  modelos ya derrotados en región metropolitana.  Sin embargo,  en estas ciudades existen grupos de artistas que manejan un tipo de información  contemporánea suficiente, que les permite con pocos recursos y mucha autonomía, montar experiencias ejemplares.

Hace algunos años, una iniciativa de Moira Délano, produjo un giro en la percepción administrativa del paisaje, formulando la hipótesis de existencia de un imaginario de secano-costero que se enfrentaba al dominio de un imaginario de borde-costero. Esto significaba “penetrar”, remontar hacia la fuente del Bío-Bío, de preferencia al estable explotación depresiva del borde costero y de su catástrofe laboral. Pero lo que permanecía, al menos, era la presión simbólica del “cementerio sin muertos” en San Vicente. Sin olvidar los efectos de la aniquilación de la memoria minera, mediante la banalización  consecuente de sus ruinas.  

A lo que me refiero es que cada “macro zona” posee unas relaciones diferenciadas que definen su trato con las prácticas de arte. Pensemos en el “acuarelismo” valdiviano. Pero también, en los concursos de pintura realista de Punta Arenas, como anomalías tardomodernas que terminan promoviendo una pintura que traslada a la tela los signos que ya aparecían en las fotos de Gusinde y que los diseñadores locales han convertido en “marca local”.

Frente a la imposibilidad de disponer de un centro de arte contemporáneo en el Bío-Bío, los artistas se esforzaron en  montar experiencias editoriales sustitutas, algunas de las cuáles demostraron que las formas   de exhibición conservadora  podían ser superadas por prácticas “débiles” que  tomaban como plataforma la fotografía impresa.  Muchos antes de que apareciera en Chile la hipótesis del “foto-libro”, existían en Concepción iniciativas impresas como Animita y las fotonovelas de Huachistáculo.

Ahora, en términos de experiencias desarrolladas en torno a “arte y comunidades” (desarrollo de memorias barriales)  me resultan ejemplares las experiencias de Oscar Concha y sus “talleres” de fotografía familiar realizados en Chiguayante.  Y eso que ni he mencionado la existencia de Casa Poli. Ni  tampoco he hablado de las iniciativas de Leslie Fernández y Natascha de Cortillas. Solo por mencionar algunas experiencias que no omiten la existencia de una “tradición local” problemática, que pasa necesariamente por poner en perspectiva la trayectoria de la Escuela de Artes de la Universidad de Concepción y de su compleja formación, a mediados de los años setenta.    Allí hay una historia que merece ser reconstruida y que debe reconsiderar el rol que ha jugado un artista como Edgardo Neira en la enseñanza de pintura. Y sin ir más lejos, no se puede dejar de mencionar a Eduardo Meissner y su rol en la transferencia informativa local, en el terreno de la arquitectura, del grabado, de la escritura,  de la abstracción pictórica, de la historia del arte, por mencionar algunas de sus actividades.

Por ejemplo, si hay algo que hacer en el Bío-Bío, ello pasa por la promoción de investigación sobre la trayectoria de Eduardo Meissner, porque es fundamental reconsiderar el rol de los “héroes locales”.  ¿No debiera haber una política de archivos? ¿Conoce Simón Pérez o Camilo Yáñez a Eduardo Meissner? ¿Han visitado el mural de la Farmacia Maluje? ¿Cómo van a conocer si no leen las realidades locales.  Meissner, Escámez,  esos son casos  de “heroísmo” plástico local.   ¿Qué saben Brodsky o Coddou de todo esto?  ¿Desde donde se puede formular una política de recuperación de archivos plásticos locales junto a una política de promoción de las experiencias de arte y comunidades, que tome como un elemento decisivo el rol de los “ojos de agua” en la designación del territorio?  ¿Sabrán de qué estoy hablando?

Todo esto no es más que la enumeración de unos indicios de escena local, frente a la cual, las políticas nacionales no tienen ninguna palabra, ni para reivindicar lo que existe, ni para proyectar un futuro. ¿Qué saben –por ejemplo- de lo  que representa para la nueva Región de Ñuble, la posibilidad efectiva de montar residencias internacionales de arte en el territorio contemplado por la Reserva de la Biosfera del Nevado de Chillán?  El punto es sostener iniciativas que pongan en directa relación las producciones más puntudas de arte contemporáneo relacional con zonas de tasa mínima de institucionalización en arte contemporáneo. Es tan solo un ejemplo de las potencialidades que tienen las escenas locales en la redefinición del rol del arte contemporáneo en la formación artística chilena.